Domingo 28 de julio. X domingo después de Pentecostés. Santos Nazario y Celso, mártires; Víctor I, papa y mártir; Inocencio I, papa y confesor.

Resumen de las catequesis del Libro del Peregrino 2024 – Nuestra Señora de la Cristiandad – España.

  1. Fines de la Santa Misa II[1]

Tras referirnos ayer a los fines latréutico y propiciatorio de la Santa Misa, consideraremos hoy los otros dos fines del Santo Sacrificio.

Sacrificio de petición o impetratorio: La Santa Misa tiene un inmenso valor impetratorio para obtener de Dios todas cuantas gracias necesitemos. No solamente porque constituye el acto central de la Liturgia católica y contiene fórmulas bellísimas de oración deprecatoria, sino porque, a este gran valor como oración oficial de la Iglesia, añade la eficacia infinita de la oración del mismo Cristo, que se inmola místicamente por nosotros y está realmente allí «siempre vivo para interceder por nosotros» (Hebreos 7,25).

Por eso, la Santa Misa, de suyo, ex opere operato, mueve a Dios infaliblemente a concedernos todas cuantas gracias necesitemos. Ahora bien, la concesión efectiva de esas gracias se mide por el grado de nuestras disposiciones, y hasta puede frustrarse totalmente por el obstáculo voluntario que le pongan las criaturas. Por eso no hay triduo, ni novena, ni oración alguna que pueda compararse, de suyo, a la eficacia impetratoria de una sola Misa.

Sacrificio de acción de gracias: Conviene recordar que la palabra “eucaristía” significa acción de gracias.

El sacrificio del altar es el sacrificio eucarístico por antonomasia, porque es el mismo Cristo quien se inmola por nosotros y ofrece a su Eterno Padre un sacrificio de acción de gracias que iguala, e incluso supera, a los beneficios inmensos que de Él hemos recibido.

Sin la Santa Misa, nuestra deuda de gratitud para con Dios por los inmensos beneficios que de Él hemos recibido en el orden natural y en el sobrenatural quedaría eternamente insatisfecha. Con una sola misa, en cambio, podemos cancelar esa deuda totalmente, con saldo infinito a nuestro favor.

2. Frutos de la Santa Misa

Llamamos frutos de la Santa Misa a aquellos bienes que Dios concede en atención al sacrificio del altar. Tradicionalmente, los teólogos han distinguido cuatro clases de frutos.

Fruto generalísimo: Se llama así el fruto que sobreviene a toda la Iglesia universal por el solo hecho de celebrar la misa, independientemente de la intención del ministro, que no podría impedir este fruto o aplicarlo a otra finalidad distinta, ya que proviene de la misa en cuanto sacrificio ofrecido a Dios por Cristo y por la Iglesia.

Fruto general: Es el fruto que perciben los que participan de algún modo en la celebración de la Santa Misa en unión con el sacerdote.

También es independiente de la intención del sacerdote, que no puede impedirlo o desviarlo. En realidad, coincide sustancialmente con el fruto anterior, del que sólo se distingue en el grado de participación. Y aún dentro de esta subdivisión cabe distinguir dos categorías de participantes:

  • Los que sirven inmediatamente al altar participan de este fruto en grado excelente, aunque siempre en proporción con el grado de su fervor o devoción.
  • Los fieles que asisten al sacrificio, sobre todo si se unen al sacerdote celebrante y toman parte en la Santa Misa cantando las oraciones, dialogándolas, etc. Caben, sin embargo, infinidad de grados en esta participación, según las disposiciones íntimas de cada uno.

Fruto especial: Es el fruto que corresponde a la persona o personas por quienes el sacerdote aplica la Santa Misa.

Puede aplicarse por los vivos o por los difuntos, ya sea en general, ya por alguno de ellos en particular. Este fruto especial es impetratorio, satisfactorio y propiciatorio; y se aplica infaliblemente — aunque en medida y grado sólo por Dios conocido— a la persona o personas por quienes se ofrece el sacrificio, con tal que no pongan óbice.

Fruto especialísimo: Es el fruto que corresponde al sacerdote celebrante, quien lo recibe ex opere operato de una manera infalible — con tal de no poner óbice—, aunque celebre la Misa por otros.

Y esto no sólo por razón de la Sagrada Comunión que recibe, sino por razón del mismo sacrificio que ofrece en nombre de Cristo, Sacerdote principal del mismo. Este fruto es personal e intransferible, aunque admite muchos grados de intensidad, según el fervor o devoción con que el sacerdote celebre la misa.

3. Valor del Sacrificio de la Misa

Se entiende por valor la eficacia que la Misa tiene para conferir bienes al oferente ministerial y a aquellos por los cuales se ofrece el sacrificio. Esta eficacia proviene de la dignidad infinita del oferente principal, que es Cristo, y de la cosa ofrecida, que es su propio Cuerpo y Sangre.

El Sacrificio de la Misa, en sí mismo considerado, tiene un valor absolutamente infinito. En cambio, en su aplicación a nosotros, la eficacia impetratoria y satisfactoria de la Santa Misa es finita y limitada.

Se entiende por aplicación de la Santa Misa el acto de la voluntad por el cual el sacerdote celebrante adjudica el fruto especial de la Santa Misa a una determinada persona o para un determinado fin.

Los frutos de la misa son limitados incluso con relación al sujeto que los recibe, de suerte que no se le confieren en toda la medida o extensión con que podría recibirlos, sino únicamente en la medida y extensión de sus disposiciones actuales.

La única razón de la limitación o medida del fruto del sacrificio son las disposiciones del sujeto a quien se aplica. De esto último se siguen algunas consecuencias muy importantes:

  • Por muy santo que sea el sacerdote celebrante o muy grande la devoción de las personas que encargan una misa en favor de otra tercera, puede fallar la obtención de la gracia pedida por la indisposición del sujeto por quien se aplica la misa. Por eso, en la práctica hay que rogar al Señor que toque el corazón de ese sujeto para que no ponga obstáculos a la recepción de esa gracia, aplicando a esta finalidad parte, al menos, del fruto impetratorio de la misma misa.
  • Cuando se aplica la misa por tal o cual alma del Purgatorio, no se mide la cantidad del fruto expiatorio por la devoción o fervor de quienes encargan la misa, sino por el grado mayor o menor de caridad y de gracia que posee el alma actualmente en el Purgatorio o por el modo con que se condujo durante su vida en la tierra, y por el que mereció que se le aplicaran los sufragios después de su muerte.
  • Todas las gracias conducentes a la gloria de Dios y al bien propio o del prójimo las obtendríamos infaliblemente con la Santa Misa si nadie pusiera el menor obstáculo para alcanzarlas. El hecho de no obtener alguna gracia pedida a través de la aplicación de la Santa Misa obedece únicamente a una de estas dos causas: o a la indisposición del sujeto receptor o a que esa gracia no conviene al bien espiritual de la persona para quien la pedimos (v.gr., la salud de un enfermo). En este ultimo caso, la Divina Providencia cambia misericordiosamente el objeto de nuestra petición y nos concede otra gracia mejor (v.gr., la muerte santa del enfermo, que le asegura su felicidad eterna); con lo cual el fruto de la Santa Misa nunca queda frustrado por este segundo capítulo, aunque puede frustrarse totalmente por el primero, o sea, por la indisposición del sujeto.

4. San Manuel González, obispo de los sagrarios abandonados

Manuel González García, obispo de Málaga y de Palencia, fue una figura significativa de la Iglesia española durante la primera mitad del siglo XX. El cuarto de cinco hermanos, nació en Sevilla el 25 de febrero de 1877 en el seno de una familia humilde y profundamente religiosa.

El 21 de septiembre de 1901, recibió la ordenación sacerdotal de manos del beato Cardenal Marcelo Spínola. En 1902 fue enviado a predicar una misión en Palomares del Río. Él mismo nos describe esta experiencia. Después de escuchar las desalentadoras perspectivas que para la misión le presentó el sacristán, nos dice: «Fuime derecho al Sagrario… y ¡qué Sagrario, Dios mío! ¡Qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no salir corriendo para mi casa! Pero, no hui. Allí de rodillas… mi fe veía a un Jesús tan callado, tan paciente, tan bueno, que me miraba… que me decía mucho y me pedía más, una mirada en la que se reflejaba todo lo triste del Evangelio… La mirada de Jesucristo en esos Sagrarios es una mirada que se clava en el alma y no se olvida nunca. Vino a ser para mí como punto de partida para ver, entender y sentir todo mi ministerio sacerdotal». Esta gracia irá madurando en su corazón.

El 4 de marzo de 1910, ante un grupo de fieles colaboradoras en su actividad apostólica, derramó el gran anhelo de su corazón. Así nos lo narra: «Permitidme que, yo que invoco muchas veces la solicitud de vuestra caridad en favor de los niños pobres y de todos los pobres abandonados, invoque hoy vuestra atención y vuestra cooperación en favor del más abandonado de todos los pobres: el Santísimo Sacramento. Os pido una limosna de cariño para Jesucristo Sacramentado… os pido por el amor de María Inmaculada y por el amor de ese Corazón tan mal correspondido, que os hagáis las Marías de esos Sagrarios abandonados».

Así, con la sencillez del Evangelio, nació la «Obra para los Sagrarios-Calvarios». Obra para dar una respuesta de amor reparador al amor de Cristo en la Eucaristía, a ejemplo de María Inmaculada, el apóstol san Juan y las Marías que permanecieron fieles junto a Jesús en el Calvario. Su entrega generosa y la vivencia auténtica del sacerdocio son, sin duda, el motivo de la confianza que el Papa Benedicto XV deposita en él, nombrándolo obispo auxiliar de Málaga en 1916 y titular de la misma sede en 1920.

A sus sacerdotes, al igual que a los miembros de las diversas fundaciones que realizó, les propondrá como camino de santidad «llegar a ser hostia en unión de la Hostia consagrada», que significa «dar y darse a Dios y en favor del prójimo del modo más absoluto e irrevocable».

Instaurado el régimen republicano, el 11 de mayo de 1931 su palacio episcopal es incendiado y ha de trasladarse a Gibraltar para no poner en peligro la vida de quienes lo acogen. Desde 1932 rige su diócesis desde Madrid, y el 5 de agosto de 1935 el Papa Pío XI lo nombra obispo de Palencia, donde entregó los últimos años de su ministerio episcopal.

El 4 de enero de 1940 entregó su alma al Señor y fue enterrado en la catedral de Palencia, donde podemos leer el epitafio que él mismo escribió: «Pido ser enterrado junto a un Sagrario, para que mis huesos, después de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, estén siempre diciendo a los que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!»

[1] Resumen de las catequesis elaboradas por D. Pablo Ormazabal para el Libro del Peregrino 2024 – Nuestra Señora de la Cristiandad – España.