La fecha de la Pascua, causa final del calendario
Víctor Asensi Ortega, Universidad de Valencia
El ser humano lleva toda su presencia en la Tierra intentando confeccionar calendarios precisos. Y aunque la suma facilidad con la que accedemos a la fecha de hoy nos induce a pensar que el calendario es un invento trivial, en realidad se trata de uno de los más exigentes. La idea que subyace a cualquier calendario es la medición de un fenómeno astronómico repetitivo que pueda usarse posteriormente como referencia para la fecha de cada día. Así, el movimiento de la Luna y el Sol respecto a la Tierra han sido los dos fenómenos básicos de los que parten la inmensa mayoría de calendarios.
Los calendarios lunares tienen la ventaja de ser fácilmente observables en una frecuencia corta de tiempo (las fases lunares siguen un ciclo de 29,5 días[1]) pero tienen la desventaja de desincronizarse rápidamente de las estaciones. Las estaciones, que se deben al ángulo de declinación solar, se rigen por el movimiento de translación de la Tierra alrededor del Sol que dura 365 días. Por eso el año lunar de 12 meses, aunque se queda muy cerca de 365, resulta en un año de 354 días y un desfase de 11 días respecto al ciclo del Sol. Los calendarios solares, aunque son menos intuitivos de deducir mirando el cielo, tienen la ventaja de mantener los días de cada mes dentro de la misma estación del año.
Por ejemplo, el mes lunar de Ramadán, un mes del calendario estrictamente lunar propio del Islam, comienza 11 o 12 días antes cada año gregoriano, causando que el Ramadán pase por todas las estaciones del año en unos 33 años. Por eso, aunque este año 2024 el primer día del mes Ramadán cayó 10 de marzo, hace 20 años, en 2004, cayó 14 de octubre. Es por eso que no puede utilizarse un calendario estrictamente lunar para referenciar ciertos eventos repetitivos a lo largo de los años –no puedes «sembrar tomates cuando empiece el Ramadán» porque los estarás sembrando cada año en diferentes estaciones.
Para evitar este desplazamiento pero seguir guiándose por la Luna, muchos calendarios antiguos ajustaban la fecha lunar a la solar de forma periódica –eran luni-solares. Este era el caso del calendario babilónico y hebreo. El ajuste en ambos casos consistía en añadir un mes extra o «embolismo» cada tres años, lo que mantenía los meses relativamente estables dentro de las estaciones. En el caso hebreo había otro motivo acuciante para mantener el año lunar relativo a las estaciones: La Pascua debía caer después del equinoccio de primavera[2].
En el Deuteronomio el Señor mandó a su pueblo «Observa el mes de Nisán celebrando la Pascua del Señor». Nisán procede del acadio y significa «rebrote», «raíz tierna». En la segunda Epístola del Viernes Santo (según el misal de 1962), escuchamos los mandatos de Dios a Moisés y Aarón respecto a la Pascua, siendo el primero ellos «Este mes [Nisán] será para vosotros el principal de los meses; será para vosotros el primer mes del año». Es decir, no bastaba con empezar cada año lunar en Nisán, sino que además Nisán debía caer en primavera.
Los calendarios luni-solares, aunque evitan el desfase desbocado de un calendario lunar, son menos precisos que los solares. Por ejemplo, el calendario solar egipcio constaba de 12 meses de 30 días y 5 días extras al final. El desfase anual en este caso era solo de 6 horas, dado que el ciclo solar no es exactamente de 365 días. Poco antes de la conquista romana de Egipto, Julio César adaptó y corrigió el calendario egipcio añadiendo un día extra al sexto mes del calendario romano cada cuatro años (de ahí el nombre bisiesto) reduciendo el error de desfase estacional a un día cada 128 años, debido a que la Tierra tarda unos 11 minutos menos de 6 horas en regresar a la misma posición respecto al Sol. El nuevo calendario juliano, mucho más preciso que cualquiera hasta el momento, se adoptó con relativa rapidez por todo el imperio y era ya dominante en los años de vida pública de Nuestro Señor Jesucristo.
Los Evangelios declaran con certeza que Cristo murió crucificado el 14 del mes Nisán, en la preparación de la Pascua. Y aunque haya discusión sobre qué día del calendario solar correspondía al 14 de Nisán el año que murió Cristo, la tradición siempre lo ha situado el 25 de marzo, el mismo día que se encarnó, como dice explícitamente San Agustín en De la Trinidad. Muchos eventos de la historia de la Salvación se han situado el 25 de marzo, incluso la propia creación del universo, dejando el Sol y la Tierra en posición del equinoccio vernal[3].
Al ser Nisán un mes lunar, la mitad del mes –la noche del 14 al 15– corresponde con el plenilunio, el momento donde Dios comanda a Moisés y Aarón celebrar la Pascua. Los primeros cristianos, sabedores de que Cristo completó la imagen de la vieja Pascua en su misterio Pascual, continuaron celebrando unánimemente estos misterios tras la primera luna primaveral. Y aunque la gran mayoría de cristianos mantenían el ayuno cuaresmal hasta el primer domingo después del plenilunio (por ser el domingo el día de la Resurrección) unos pocos cristianos en Antioquía lo rompían el mismo 14 de Nisán, independientemente del día de la semana que fuera.
La controversia sobre la fecha de la Pascua fue temprana, al menos desde el año 120 según San Ireneo. Los cuartodecimanos (llamados así por celebrar el 14) defendían que habían recibido esa tradición del Apóstol San Juan, quien murió en el año 100. Sin embargo, la tradición apostólica del resto de Iglesias apuntaban al domingo. Siendo la Pascua la fiesta central del calendario litúrgico, la Iglesia intentó por todos los medios unificar la práctica en Asia menor. Finalmente, el Papa S. Víctor I zanjó la controversia en el año 190, ordenando que la Pascua se celebrara siempre el domingo después del primer plenilunio primaveral y no en el mismo plenilunio, bajo pena de excomunión para aquellos que mantuvieran la práctica cuartodecimana[4].
Tras este decreto la práctica se extinguió rápidamente, pero no los problemas con datar la Pascua. Gracias a la reforma juliana, ubicar en el calendario el equinoccio vernal era mucho más sencillo, pues apenas se había desplazado un día desde la primera Pascua cristiana hasta el decreto de Víctor I. Sin embargo, de igual manera que un calendario lunar se desincroniza de las estaciones, un calendario puramente solar se desincroniza de la Luna. De esta manera, cuando pasa un año juliano, la Luna no solo se encuentra 11 o 12 días por detrás, sino que cuando pasen esos días puede encontrarse en cualquier otro punto de su fase.
Pero igual que los calendarios luni-solares pueden intentar mantener la sincronía añadiendo meses embólicos, los calendarios solares pueden calcular el desfase lunar usando la epacta – la edad de la Luna el primer día del primer mes del calendario solar. En la antigüedad, Metón, un astrónomo ateniense, descubrió que 235 lunaciones se correspondían a 19 años solares. Es decir, que cada 19 años la Luna volvía a su punto «exacto». Así cada año tenía una epacta del 1 al 19 que permitía calcular el desfase lunar. Este método, pese a que se acogió con tanto entusiasmo que se grabó en oro en el templo de Atenea (de donde recibe su sobrenombre «número áureo») tampoco es exacto y también acumula desfase[5].
Aún con todo, los ciclos metónicos eran una manera más fiable de fijar la primera luna vernal que intentar seguir el calendario hebrero y ubicar el 14 de Nisán, pues aunque los meses embólicos siguen un ciclo para reajustarse, normalmente era el sanedrín el que empíricamente declaraba el comienzo de Nisán cuando la cebada maduraba. Una vez introducido el calendario juliano, la mayoría de cristianos recurrieron al ciclo metónico, pues por la imprecisión del calendario hebreo, los cristianos que celebraban la Pascua con los judíos, llegaron incluso a celebrar la Pascua antes del equinoccio, celebrando dos Pascuas al año (de equinoccio a equinoccio), cosa inadmisible.
El Concilio de Nicea, en su labor de codificación y unificación de la doctrina cristiana, fijó también la fecha de la Pascua. Aunque el documento original no ha sobrevivido, una carta de Eusebio de Cesarea indica que el Concilio buscó fijar una fecha fácil de calcular para toda la cristiandad en el calendario juliano pero sin renunciar a relacionarla con el primer plenilunio vernal[6].
La primera medida fue fijar el 21 de marzo como fecha del equinoccio, independientemente de las observaciones astronómicas, para asegurar que la Pascua se celebrara siempre en primavera. Esto pasó a conocerse como «equinoccio eclesiástico». Es por eso que la fecha más temprana posible para el Domingo de Resurrección es el 22 de marzo, cuando el plenilunio coincide con el equinoccio eclesiástico. Además, estableció los ciclos metónicos como el método para calcular el plenilunio y decretó que el Domingo de Resurrección sería el domingo siguiente a esa fecha.
Es muy probable que los Padres de Nicea supieran que la solución no iba a ser definitiva. Aunque con las normas fijadas cualquier Iglesia podía calcular la fecha de la Pascua, el Concilio emplazó a la Iglesia de Alejandría a que informara al resto de la fecha de la Pascua. En Alejandría trabajaban los astrónomos más competentes (de ahí salió el calendario egipcio y juliano) que ya notaban síntomas del desfase del calendario juliano y los ciclos metónicos, pues llevaban siglos calculando la fecha de Pascua. Pero el Concilio primó la celebración conjunta de toda la cristiandad de la Resurrección del Señor a la precisión astronómica[7].
Este sistema siguió vigente algo más de un milenio, hasta los tiempos de Gregorio XIII. Para entonces, el calendario juliano había acumulado ya 10 días de desfase, encontrándose el equinoccio de primavera más cerca del 11 de marzo que del 21. Si la Iglesia solo se hubiese preocupado de unificar el día en la cristiandad y no del equinoccio, no tendría por qué haber modificado nada. Como mucho, modificar el equinoccio eclesiástico para ajustarlo al astronómico y dejar el resto del sistema intacto. Pero esto no fue lo que decidió Gregorio XIII.
En esa época pujante de las ciencias naturales, la Iglesia no solo se dedicó a mirar desde un lado, arbitrar, o amparar otras investigaciones. La Iglesia abrazó totalmente estos avances hasta el punto de acometer la reforma más ambiciosa del calendario de la historia, cuando la computación se hacía con papel y pluma, con una precisión pasmosa, incluso para hoy en día. La forma más precisa para medir el tiempo disponible actualmente son los relojes atómicos, que solo han encontrado un pequeñísimo desfase en la duración media de un año en el orden del segundo respecto a los cálculos usados para la reforma gregoriana[8].
En la bula donde se aprobó la reforma gregoriana del calendario, el Papa no solo menciona devolver el equinoccio y el plenilunio a sus días apropiados, sino que declara también «fundar un sistema metódico y racional que asegure que, «en el futuro, [···] no se muevan de sus posiciones propias». Incluso nombra explícitamente el año 2000 asumiendo que iba a seguir vigente. Es decir, no era un simple acuerdo, ni un parche temporal, sino que se propuso confeccionar el calendario más preciso, que no dejara de ser preciso, y que además permitiera calcular la posición de la luna con precisión.
El calendario juliano añadía un día cada 4 años porque Alejandría había calculado un desfase de 6 horas. Sin embargo, ahora se había calculado que el desfase en realidad era algo menor, apenas 11 minutos menos que 6 horas. Así, para compensar estos minutos extra que se estaban añadiendo, los años múltiplos de 100 no serían bisiestos, a no ser que fueran divisibles por 400. Gracias a esta norma, el equinoccio de primavera pasó de desplazarse un día cada 128 años en el calendario juliano a un día cada 7 700 años en el gregoriano. Además, se instauró un nuevo modo de calcular la epacta, que aunque seguía basándose en el ciclo metónico, reduce notoriamente su error y hace coincidir la gran mayoría de veces el plenilunio eclesiástico con las observaciones astronómicas[9].
Evidentemente esto no fue cuestión de pocos años. La propuesta de reformar el calendario llevaba casi un siglo en el aire. Colaboraron muchas de las grandes mentes de la época, y la Universidad de Salamanca realizó dos informes al respecto, el primero de ellos en 1515 y el segundo en 1578. Este último comentando también las observaciones que se incorporaron en el calendario final de 1582[10].
La bula Inter gravissimas se publicó en febrero del 1582 y preveía el cambio del calendario para octubre del mismo año: al 4 de octubre (juliano) le seguiría el 15 de octubre (gregoriano). Debido a la precisión del calendario y a su implicación en su advenimiento, las naciones católicas lo adoptaron ese mismo octubre, incluyendo la corona católica bajo Felipe II (que representaba un gran porcentaje de la población mundial), Francia, Luxemburgo o la mancomunidad Polaco-lituana.
Los países protestantes y ortodoxos se mostraron reticentes a aceptar un invento católico y mantuvieron el calendario juliano durante un par más de siglos, siendo el último protestante en adoptarlo el Reino Unido en 1752 (incluyendo las 13 colonias). Los ortodoxos tardaron aún más, siendo Grecia el último país europeo que lo adoptó «para fines civiles» en 1923, pues la mayoría de Iglesias ortodoxas siguen utilizando el calendario juliano con fines litúrgicos, que actualmente se acerca a los 14 días de desfase respecto al equinoccio vernal.
Uno de los argumentos que se daban y se dan contra el calendario gregoriano es que los Padres en Nicea no buscaban la precisión astronómica, sino unificar la fecha para la cristiandad. Es también un argumento que se da para que la Pascua deje de ser móvil. Sin embargo, aunque existía cierta arbitrariedad en la fijación de la Pascua, Nicea dejó claro que sí se preocupaba porque siguiera relacionada con la primera luna vernal, tal y como indican las Escrituras. Y la Iglesia en el s. XVI, sabiéndose técnicamente capaz de mejorar ese trabajo, nos regaló a todos el calendario gregoriano.
[1] Tanto éste como todos los datos numéricos de la duración de un ciclo del artículo se refieren a la media redondeada de cada ciclo. Aunque la Luna gira sobre sí misma en 28 días, las fases siguen un ciclo algo superior debido a la rotación de la Tierra.
[2] F. Gigot, “Jewish Calendar”, en The Catholic Encyclopedia. New York: Robert Appleton Company, 1908. Disponible aquí.
[3] T. C. Schmidt, “Calculating December 25 as the Birth of Jesus in Hippolytus’ Canon and Chronicon”, en Vigiliae Christianae Vol. 69, Issue 5 (2015), pp. 542-563). Brill. Disponible aquí.
[4] H. Thurston, “Easter Controversy”, en The Catholic Encyclopedia, New York: Robert Appleton Company, 1909. Disponible aquí.
[5] A. María Carabias Torres, Salamanca y la medida del tiempo. Ediciones Universidad de Salamanca, 2012. Disponible aquí.
[6] Ibid., 4.
[7] Ibid., 5.
[8] Los interesados pueden leer sobre el «leap second», una breve introducción aquí.
[9] J. Meeus – D. Savoie, “The history of the tropical year”, Journal of the British Astronomical Association vol. 102, no. 1 (1992), pp. 40-42.
[10] Ibid., 5.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº31 – ABRIL 2024