El Derecho en la Iglesia: una visión realista

D. Pablo Ormazabal Albistur, Pbro.

Arca del sepulcro de San Raimundo en la catedral de Barcelona.

Ya en pasados boletines hemos traído a colación cuestiones generales del derecho canónico, es decir, el derecho propio de la Iglesia (Boletines de febrero y abril de 2023, El derecho canónico sabe bromear, por D. Radovan Rajčák, Pbro). Continuando su estela, vamos a detenernos en este artículo en algunas cuestiones fundamentales acerca del derecho en la Iglesia con el fin de conocerlo mejor e iluminar la situación actual.

1. Algunas precisiones y distinciones sobre el uso del término derecho: el derecho canónico como lo que es justo en la Iglesia

Cuando oímos hablar de la palabra ‘derecho’, podemos querer significar cosas diferentes o entender cosas diferentes. Así, por ejemplo, cuando oímos hablar de derecho, podemos pensar en ‘leyes’ o en un conjunto de normas que regulan las relaciones sociales (por ejemplo, el ‘derecho español’). También podemos pensar en la facultad o pretensión de exigir a otros algo (por ejemplo, ‘derecho comercial’). Detrás de esta concepción, hay un proceso largo de separación entre el derecho y la justicia. De esta forma, por esta separación, el derecho sería una norma o un conjunto de normas, y también la facultad de exigir que uno debe basarse en esas normas. Por ello, lo importante del derecho sería su condición instrumental de mando y sanción, que admitiría cualquier contenido, de modo que la naturaleza y la validez jurídica de la norma no dependerían de su conformidad, sustancia que derivan de la naturaleza humana. En esta visión, se consideraría el derecho canónico como el «Código de derecho Canónico» (una de las leyes o conjunto de normas fundamentales en la Iglesia) y las facultades que concede la autoridad a los fieles.

Sin embargo, siguiendo una tradición que se remonta a Aristóteles (lo justo es algo objetivo) y pasa por el derecho romano (según la célebre definición de Ulpiano: «La justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho»), Santo Tomás de Aquino dirá que el derecho es «la misma cosa justa» (ipsa res iusta, cfr. Suma Teológica II-II. Q.57, a.1. ad 1). Es decir, el derecho es inseparable de la justicia en cuanto es precisamente su objeto, es decir, lo que es justo. Así, las normas y las facultades (derecho subjetivo) tienen sentido y están en relación con lo que es justo. El derecho sería, por tanto, el objeto de la justicia. Esta es la visión clásica del realismo jurídico.

En consecuencia, esta concepción del derecho como lo que es justo (ipsa res iusta), puede describirse como a) una cosa o realidad (res, que contiene no solo bienes materiales, sino también espirituales), b) la cual pertenece a una persona humana o a otro sujeto de derecho que trasciende el individuo como suya y en cuanto le es debida por otro sujeto.

Esto significa que el derecho connota siempre una relación entre al menos dos sujetos, en la cual son estrictamente correlativos la titularidad del derecho, por una parte, y la titularidad de un débito o deber jurídico, por la otra.

Aplicada esta noción realista y esencial de derecho al derecho de la Iglesia, entendemos en su esencia el derecho canónico como «lo que es justo en la Iglesia». Así, por ejemplo, cuando el canon 213 del actual Código de Derecho Canónico (1983) dice que «Los fieles tienen derecho a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente, la palabra de Dios y los sacramentos», se ve claramente la naturaleza de esta relación jurídica: en virtud de su condición cristiana, todos los fieles son titulares del derecho de recibir los bienes salvíficos y el deber de procurarlos, y los pastores tienen el deber de procurar esos bienes salvíficos, pues es un derecho de todo fiel, siendo el procurarlo el derecho propio del pastor).

2. El derecho canónico: derecho divino y derecho humano

Para conocer lo que es justo en la Iglesia no solo se debe tener una adecuada comprensión de lo que es el derecho, sino también de la naturaleza propia de la Iglesia, tal como ha sido establecida por su Fundador y transmitida por la Revelación. Esta cuestión sería larga de explicar, pero aquí nos atenemos solo en una cuestión. Siguiendo una distinción clásica y permanente entre derecho natural (es decir, el derecho fundado en la misma naturaleza de la persona humana, por ejemplo, el derecho a la vida) y el derecho positivo (el derecho constituido por la legítima decisión de los hombres, por ejemplo, la regulación del tráfico en una ciudad), se da en la Iglesia un derecho divino y un derecho humano.

El derecho divino comprende el derecho natural (que no desaparece ni se anula en la Iglesia) y el derecho divino positivo, que es de naturaleza sobrenatural y lo compone la dimensión de justicia de la economía salvífica instaurada por Cristo Redentor. Esta segunda acepción del derecho divino se llama divino-positivo porque proviene de la intervención gratuita y positiva de la salvación ofrecida a los hombres por Dios por medio de Nuestro Señor Jesucristo y que establece una serie de relaciones basadas en la fe y en los sacramentos.

El derecho humano (que, a veces, se llama también derecho positivo o eclesiástico, a secas) es un derecho de origen humano, que nace del desarrollo y las necesidades de la vida de la Iglesia y que nunca puede contradecir el derecho divino.

Por todo ello, el derecho canónico es, en parte, derecho divino (natural y divino-positivo) y derecho humano.

3. La configuración del derecho en la Iglesia

¿Cómo se configura en la práctica este derecho? En cuanto al derecho divino, este comprende aquella dimensión de justicia esencialmente perteneciente a la realidad eclesial y, por ello, forma parte del depósito de la revelación confiado a la Iglesia. Así, por ejemplo, que la Iglesia no tenga potestad para ordenar mujeres nace precisamente de esta dimensión de justicia de los elementos esenciales dados por Jesucristo al orden sagrado. Este derecho divino, como toda la revelación, está contenido en los libros inspirados de la Sagrada Escritura y se transmite igualmente mediante la Sagrada Tradición. Así, Escritura y Tradición son fuente primordial del derecho divino, y, por lo tanto, del derecho canónico. La configuración del derecho divino también incluye el sensus fidei o sentido de la fe de los fieles y el magisterio de la Iglesia. Para que el derecho sea una realidad jurídicamente operativa en la Iglesia es necesario que este sea conocido con certeza. El derecho divino no es una cuestión abstracta, sino concreta, y tiene relevancia operativa directa, sin necesidad de que esté explicitada por una ley positiva humana. Hablaremos de esto más adelante.

En cuanto a la configuración del derecho humano, este comprende un conjunto de realidades:
a) las normas generales canónicas con fuerza de ley (leyes eclesiásticas y las costumbres canónicas);
b) los efectos de la actividad administrativa eclesiástica (normas generales administrativas, por ejemplo, una instrucción que regula la clausura monástica femenina) y actos administrativos singulares (por ejemplo, una dispensa del cumplimiento de la ley del ayuno);
c) las sentencias y decretos judiciales eclesiásticos;
d) aquellos actos que parten de la libertad de los fieles (por ejemplo, la educación de los hijos por parte de los padres, la celebración del matrimonio o la fundación de asociaciones de fieles).

4. Los males que nos acechan: normativismo y positivismo jurídico

No siempre el ejercicio del derecho se hace rectamente. Las razones son múltiples, entre ellas, la falta de prudencia. Pero hay dos causas sobresalientes de nuestro tiempo que, si bien no tienen su origen en el derecho canónico (son el fruto del nominalismo y del voluntarismo), determinan no solo una mala comprensión teórica del derecho canónico, sino una mala praxis, y se convierten en fuente de autoritarismo.

El primero de estos males es el normativismo. Es la concepción por la cual en la Iglesia solo tiene valor jurídico aquello que es expresado explícitamente en una ley humana o en una disposición explícita eclesiástica positiva. Así, por ejemplo, el derecho divino no tendría ninguna relevancia jurídica hasta que no estuviera plasmado en un texto legal. Y, por tanto, es la fuerza de la norma la que determina su valor jurídico y no su realidad como derecho divino. Una verdad de fe definida definitivamente de modo magisterial no tendría valor jurídico hasta que no se explicitara en un texto legal positivo. Por poner un ejemplo ya dicho, el que la ordenación sagrada esté reservada solo a los varones no es necesario que esté puesta en un texto legal (que lo está, canon 1024 del CIC) para que tenga relevancia jurídica. En el caso de que no lo estuviera, no perdería su fuerza jurídica.

El segundo de los males, relacionado con el anterior pero diferente, es el positivismo jurídico, que hace depender la fuerza de la ley no en la razón (divina o humana), sino de la voluntad del legislador. De esta manera, en la verdad jurídica prima la voluntad del legislador, no su razón. Es la voluntad la que guía la razón, no al revés. Por lo tanto, para el gobernante y para el fiel, lo importante del derecho y de la ley sería que está mandado y no si se ajusta a la recta razón, divinamente revelada o conocida por medio natural. Esta es la puerta abierta para todo autoritarismo.

5. Una advertencia sabia de san Juan de Ávila

En su memorial primero al Concilio de Trento del año 1551, san Juan de Ávila ya advertía que de poco servían buenas leyes si no había quien las aplicara con prudencia y justicia y quien las cumpliera con espíritu filial de libertad cristiana: «El camino usado de muchos para reformación de comunes costumbres suele ser hacer buenas leyes y mandar que se guarden so graves penas; lo cual, hecho, tienen por bien proveído el negocio. Mas como no haya fundamento de virtud en los súbditos para cumplir estas buenas leyes, y por esto les son cargosas, han por esto de buscar malicias para contraminarlas, y disimuladamente huir de ellas o advertidamente quebrantarlas. Y, como el castigar sea cosa molesta al que castiga y al castigado, tiene el negocio mal fin, y suele parar en lo que ahora está: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes. Este modo de proveer es semejable al de la vieja Ley, que mandaba lo que se había de hacer y castigaba al transgresor de ello; mas no ayudaba a los súbditos a hacerlos amadores de lo que ella mandaba, para que no hubiesen menester su castigo»1.

Por eso, el derecho canónico es derecho de gracia y libertad, pues no es otro derecho sino el de aquel que está fundado en la ley nueva: «La ley nueva lo hace, en cambio, mediante el amor, que es infundido en nuestros corazones por la gracia de Cristo» (santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, I-II, q.91,5)

1. San Juan de Ávila, «Memorial primero al Concilio de Trento», Escritos sacerdotales, Madrid 2019, 9.