Cras, cras

D. Rodrigo Menéndez Piñar, Pbro.

Cras, cras. Estas fueron las palabras con las que Agustín de Tagaste, llenos de lágrimas sus ojos, prorrumpió en sollozos ante el lamentable estado de su alma que no llegaba a convertirse: mañana, mañana. Se daba cuenta de sus iniquidades, pero no veía el momento de poner fin a sus torpezas. Es entonces cuando escucha la voz de un niño que canta: toma y lee, toma y lee. Él ve la voz de Dios en aquellas palabras, toma las cartas de San Pablo que tenía cerca, se pone a leer y se convierte, disipándose en su corazón todas las oscuridades de la duda. De ahora en adelante, otras lágrimas, que eran ríos desde hacía años ─las de su madre, Mónica─, serán cataratas de júbilo desbordante. Había nacido otro hombre, Agustín, el de Hipona, el santo.

La prontitud en la conversión y la respuesta presurosa ante la llamada de Dios es la actitud que la Iglesia ha querido suscitar en nosotros durante la santa Cuaresma. Nos ha ido preparando para la Pascua, el paso del Señor, que hay que saber aprovechar, como los ciegos al borde del camino, que no se intimidan por las increpaciones de la turba para que se callen, sino que gritan más (cf. Mt 20, 30-34). El mismo san Agustín, comentando este pasaje, dice: timeo enim Iesum transeuntem[1]temo a Jesús que pasa…, porque si puede más el Mundo que detiene mi súplica e impide que me agarre a Él, me quedaré sin Cristo. Por eso, dirá también el doctor de la gracia ─hablando a los neófitos, recién estrenado su bautismo en Pascua y con una retórica excelente al utilizar la onomatopeya del graznido y la asonancia de las palabras─, ecce quoties dicis, cras, cras, factus es corvus. Ecce dico tibi, cum facis vocem corvinam, occurrit tibi ruina[2] (cada vez que dices, mañana, mañana, te haces cuervo. Yo te digo, cuando pones voz corvina, sobre ti viene la ruina).

Esta es la ruina de las almas que nunca acaban de acabar[3], al decir teresiano, porque son como el cuervo que soltó Noé en los días del diluvio: iba y venía sin fruto alguno (cf. Gn 8, 7). Sin embargo, las almas que van a la zaga de la lección de la Doctora Mística ─que nos dice: Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, travájese lo que se travájare, mormure quien mormurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino u no tenga corazón para los travajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo[4]─ son como la paloma que sale del arca (cf. Gn 8, 8-11): con perseverancia de siete días ─que son la vida entera─ cosechan el fruto que lleva la rama de olivo, la unción del Santo Espíritu, porque no han hecho caso del espíritu corvino del Mundo, sino que se han metido dentro de Dios para hacerse crisálidas, saliendo transformadas en vida nueva en el Espíritu. A esas almas, dice la santa de Ávila, hanle nacido alas[5].

En la Pascua, los cristianos volvemos a estrenar, renovado, el santo Bautismo. La efusión del Espíritu hace que el amor de Dios se infunda y derrame con largueza en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5) y, entonces, todo cambia con la triunfante Resurrección que hace la noche clara como día […] y ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos… Y la Iglesia entera sigue cantando en la solemne Vigilia: ¡Qué noche tan dichosa en que se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino![6] El viento fuerte que llena toda nuestra morada (cf. Hch 2, 2) nos lanza con ímpetu divino a la conquista del paraíso y nos hace volar henchidos de gozo, de paz y de misericordia, los tres frutos interiores que produce la caridad, según el Doctor Común[7], y los tres ausentes en el espíritu corvino del Mundo.

Gozo (o alegría) que procede del amor de Dios (cf. Jn 15, 9-11) y que casa mal con este siglo hodierno, tan triste y neurasténico. Las tasas de suicidio en crecimiento constante, los problemas psico-depresivos cada vez más extendidos… siendo así que crece igualmente el bienestar material y mejora considerablemente la medicina con el paso de los años. El ritmo social es cada vez más vertiginoso y las emociones del ocio más fuertes e intensas ─por no citar el problema gravísimo de las drogas y el alcohol, especialmente entre los zagales─. Todo encaminado a procurar los sustitutos necesarios a la alegría de la virtud, pretendiendo una evasión constante, cuando no toca estudiar o trabajar, que hace al hombre salir de sí a base de nuevas experiencias. Tan sólo habría que considerar cómo se divierten hoy los jóvenes ─y no tan jóvenes─.

Paz ─la verdadera, no la del Mundo (cf. Jn 14, 27)─, que es en doctrina agustiniana la tranquilidad en el orden, y que tampoco se da la mano con nuestra época en que el ser humano está más desestructurado que nunca. Los vicios más bajos por un lado, como escape; los deseos, tantas veces publicitados, por otro; la inteligencia ─si es que hay alguna─ no dirige las facultades inferiores; y la voluntad gobernada por una sensibilidad sin pudor. La disgregación interna es tal ─incluso la total inversión de la naturaleza, obra de la ideología gender─ que jamás el hombre ha estado menos armónicamente ordenado en su interior. Para poder soportarlo, como en la novela distópica de Huxley ─Un Mundo Feliz─ se ha hecho necesario imponer a la población un “soma” que dé cierta tranquilidad a la ansiedad creciente. El hombre del siglo XXI es el hombre pornográfico.

Y misericordia, la primera raíz de toda la acción bienhechora de Dios en sus criaturas[8], de la que nuestro Mundo está carente, como lo vemos ─y lo veremos más─ en el ataque furibundo a la Iglesia y a la doctrina cristiana, mientras presume de “libertad en diversidad”. Aquí se cumple la sentencia atribuída a uno de los grandes teólogos del s. XX, Réginald Garrigou-Lagrange: La Iglesia es intolerante en los principios porque cree; pero es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en los principios porque no creen; pero son intolerantes en la práctica porque no aman. Y es que es la caridad la que da la misericordia, odiando el pecado y amando al pecador; mientras que la dictadura del relativismo odia al pecador y ama el pecado.

Aquel texto del Apóstol que convirtió a san Agustín, dice justo antes: ya es hora de despertaros del sueño, porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz (Rm 13, 11-12). No tardemos. No retrasemos la conversión. No hagamos oídos sordos a la Voz de Dios que nos impele a despertar. No nos ocurra lo de Lope de Vega: ¡Cuántas veces el Ángel me decía: / «alma, asómate agora a la ventana, / verás con cuánto amor llamar porfía!» / ¡y cuántas, hermosura soberana, / «mañana le abriremos», respondía, / para lo mismo responder mañana! Pues viviremos sin gozo, sin paz, sin misericordia.

El Águila de Hipona lo lamentó:  Sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova, sero te amavi![9] … ¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando; y deforme como era, me lanzaba sobre las bellezas de tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti aquellas realidades que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz.

Deformes, fuera del quicio, desparramados en las criaturas, tristes y deprimidos, en continuo desarreglo interno, incapaces de perdonar… y seguimos diciendo, sordos y ciegos, mañana, mañana.

¿Por qué no hoy? No sea que Cristo pase… y no vuelva a pasar.

 

[1] Serm. 88, 14, 13.
[2] Serm. 224, 4.
[3] Vida 11, 9.
[4] Camino de Perfección 21, 2
[5] Moradas V, 2, 8.
[6] Pregón Pascual.
[7] Cf. Summa Theologiae, II-II, 28-30.
[8] Cf. Summa Theologiae, I, 21, 4c.
[9] Confesiones, X, 27.

San Agustín. 1650. Philippe de Champaigne. Museo de Arte de Los Ángeles.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «COVADONGA» Nº7 – ABRIL 2022