El éxtasis de Santa Teresa y la Capilla Cornaro de Bernini
D. Francisco José Alegría Ruiz, Pbro. Canónigo de la Catedral de Murcia
Entre 1647 y 1652, Gian Lorenzo Bernini realizaba el Éxtasis de Santa Teresa, una de las obras cumbre de la escultura religiosa de todos los tiempos y que le mereció, junto con el resto de su producción, ser considerado genio universal del arte.
Al inicio de aquella centuria, los carmelitas descalzos erigían un nuevo convento en la ciudad de Roma, puesto al inicio bajo la advocación de san Pablo y, más tarde, de santa María de la Victoria, y construido según los planos de arquitecto barroco Carlo Maderno, con fachada de Giovanni Battista Soria. Sería hacia la mitad de siglo cuando el cardenal veneciano Federico Cornaro eligiera el templo para establecer en él su capilla de sepultura familiar. Entonces, encargó la obra al artista napolitano Bernini, quien durante los años del pontificado de Urbano VIII había sido el arquitecto y escultor de mayor prestigio en la Ciudad Eterna. Se eligió el espacio del crucero del lado del evangelio, y pusieron la capilla bajo la advocación del Éxtasis o Transverberación de santa Teresa de Jesús. En ella, el artista combinó de manera magistral el arte de la arquitectura y la escultura con los recursos lumínicos propios de la pintura. Sobre el altar, un frontón partido sustentado por dos pares de columnas cobija, a modo de edículo, el camarín elíptico con la escultura de la santa abulense, representada según el episodio que ella misma relata en el capítulo 29 del Libro de la Vida, que, por lo interesante del mismo y para ilustrar la escena, conviene volver a leer:
Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla; aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada que dije primero. En esta visión, quiso el Señor le viese así: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan. Deben ser los que llaman querubines, que los nombres no me los dicen; mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros y de otros a otros, que no lo sabría decir. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento.
Amén de un depurado diseño y una ejecución minuciosa, la grandeza de la obra se encuentra en la consecución logradísima de la representación plástica y, por ende, material de lo que es una experiencia mística y espiritual, efecto conseguido por la genial articulación de los múltiples recursos artísticos, perfectamente dominados por Bernini. Todo el cuerpo de la santa carmelita, del que solo son visibles el rostro, las manos y los pies, se encuentra vencido por su propio peso y parece desplomarse hacia el suelo por efecto de la gravedad. La cabeza inclinada hacia atrás y las manos y pies sin fuerza dejan ver una humanidad desfallecida por el dolor y arrastrada hacia la tierra. Es precisamente el pie descolgado, signo de su constante caminar fundando conventos, el que adquiere un protagonismo central en la composición. Precisamente, su pie izquierdo desde pocas décadas antes se veneraba incorrupto en aquella ciudad de Roma, como última etapa alegórica de un peregrinar al corazón de la Iglesia, de la que finalmente murió siendo hija, según ella misma expresaba en sus últimas palabras. Sin embargo, y a pesar de esa fuerza aplastante, la vibrante agilidad de los pliegues del pesado hábito de sayal elevan la figura de la monja que parece ascender sobre la nube al gesto del querubín que sutilmente la levanta agarrándola del vestido; como si la pesadez de la naturaleza humana, imposible por su sola fuerza de despegar a las regiones celestiales, fuera elevada al leve impulso del enviado de Dios, saliendo de sí y gozando de una momentánea unión espiritual con el Amado, «requiebro suave entre el alma y Dios». Pesadez y liviandad, dolor y suavidad, contrarios que experimentó la gran reformadora española en su éxtasis y que supo armonizar con deslumbrante belleza el genial artista barroco.
El habitáculo en el que se ha colocado la imagen de la santa, como recreación fabulosa de la celda del carmelo de La Encarnación de Ávila, queda iluminado mediante la luz cenital que entra por una claraboya superior del camarín, imperceptible al ojo del espectador, pero que ilumina poderosamente el rostro de
la santa y algunas partes de la escultura, dejando, no obstante, en contrastes de penumbra otras zonas ensombrecidas por los volúmenes de los pliegues de los ropajes con un sugestivo y dramático claroscuro. Semejante efecto lumínico acentúa la sensación ascensional del cuerpo de santa Teresa, que parece flotar atraída por una luz celestial. Al mismo tiempo, esa luz envuelve el espacio con una atmósfera mística propia del rompimiento de gloria por el que se ha hecho presente el ángel, atmósfera subrayada con el dorado de los rayos de bronce, elementos todos ellos que dejan ver las grandes capacidades como escenógrafo que Bernini había adquirido en su formación inicial.
Será precisamente la habilidad y el gusto propio del barroco por articular el espacio conectando afectivamente obra y espectador el que llevó al escultor a colocar en los muros laterales de la capilla, enriquecidos con riquísimos mármoles polícromos, dos balcones a los que se asoman distintos miembros de la noble familia Cornaro, que contemplan como testigos asombrados el milagro obrado en santa Teresa, dispuestos en sabias perspectivas que hacen intuir un espacio profundo tras ellos. Las grandes obras del barroco, como preciosas síntesis de fe y arte, no dejan al hombre encerrado en lo mundano e inmanente, sino que lo vuelven de cara a Dios y abren ante él una vía de trascendencia que le permite salir de sí y elevarse a la consideración de lo divino, llenando el alma de alegría y esperanza. No solo el asunto tratado, que en este caso es un milagro: la presencia extraordinaria de lo sobrenatural en lo cotidiano, sino también el lenguaje artístico con el que se ha representado, en el que la belleza dirige a Dios, haciendo desear su encuentro. El espectador, ayudado por estos recursos, puede sentirse como uno de aquellos próceres del siglo XVII asomados a los balcones, y participar de la visión que la gran santa no veía sino «por maravilla», irrumpiendo en la intimidad de su celda, y, aunque rodeado del mármol frío de una capilla romana, es capaz de intuir aquel abrasarse «en amor grande de Dios», aunque solo sea, en este caso, por la maravilla que la fe católica supo producir en una de las mejores páginas del arte cristiano.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº37 – OCTUBRE 2024