El Homo Viator

D. Miguel Ortega de la Fuente, Universidad de Francisco de Vitoria

El caminante sobre el mar de nubes (1818), Caspar David Friedrich, extraído de Wikipedia commons.

EL HOMO VIATOR

Cuando intentamos mostrar cómo es la vida del ser humano, solemos usar algún tipo de metáfora, ejemplo, mito o historia. Pero de todas quizás la más recurrente y, acaso, la más clara sea la del camino. No podemos citar todos los ejemplos porque este artículo sería casi un libro. Desde la epopeya homérica en sus dos versiones de Ilíada y Odisea, pasando por las mejores películas y obras de la literatura universal, y hasta de los recientes videojuegos nos muestran a un «hombre viajero» u «hombre en camino». También ha sido ampliamente utilizado en la filosofía y en la teología para describir la existencia humana como un proceso de tránsito, búsqueda y transformación. Desde la antigüedad hasta la modernidad, diversas corrientes de pensamiento han interpretado al ser humano como un peregrino que avanza hacia una meta trascendente, ya sea el conocimiento, la felicidad o la salvación. En este escrito, exploraremos el significado de Homo Viator, su desarrollo en la historia del pensamiento y su manifestación en la literatura.

La idea de que el hombre está en constante movimiento tiene raíces filosóficas muy antiguas. Ya en la filosofía griega, Heráclito afirmaba que «todo fluye» (panta rei), sugiriendo que la vida es un proceso de cambio continuo. Platón y Aristóteles, de una manera mucho más completa, concebían la vida humana como una búsqueda de la sabiduría y de la plenitud, a través del alma que unida al cuerpo es capaz de elevar al hombre hacia la verdad y el bien. De hecho, es el propio Aristóteles en su Poética el que marca o delinea el camino o viaje de la persona como una trama típica literaria que parte de un protagonista que, a pesar de sus cualidades, comete un error que deviene en el momento trágico y le hace desviarse del camino correcto. A lo largo de este desarrollo, se encuentra con diferentes situaciones que suelen cambiar su destino, y, en medio de ellas, suele darse cuenta del error cometido, del que se arrepiente. Para, por último, finalizar en un desenlace trágico que busca la catarsis del que está inmerso en la obra, y que nos muestra un camino marcado por el sufrimiento y la reflexión, pero que normalmente acaba muy mal.

Claro, aún no ha llegado Cristo, quien cambia radicalmente el camino y muestra una meta diferente llena de amor y felicidad. Aun así, una buena parte del proceso es similar y lo vemos ya en la historia sagrada desde el Génesis, donde el hombre, a pesar de sus dones, comete el pecado de desobediencia por querer ser Dios; y todo cambia, de tal manera que se inaugura el pecado original que nos hace nacer sin noción del camino que seguir. No obstante, Cristo y su Iglesia nos proporcionan un nuevo don en el sacramento del bautismo, que, siguiendo con la metáfora, es como el mapa para la salvación. Un mapa que luego debemos ir refrendando y contrastando con la dureza de la vida, pero sabiendo que ambos (Cristo y la Iglesia) nos acompañan y nos abren un camino de esperanza frente a la tristeza de las culturas griega y romana y, desde luego, frente a la que nos toca vivir. Por todo ello, no es ya trágico el final si se vive al lado de la cruz.

Por eso, en la tradición cristiana, el Homo Viator adquiere una connotación espiritual. San Agustín en Las Confesiones describe el camino del alma hacia Dios como un peregrinaje, donde la vida terrenal es solo una etapa transitoria en la búsqueda de la Ciudad Celestial. Esta idea también se encuentra en el pensamiento de Tomás de Aquino, que nos muestra que el hombre es un ser en vía hacia su fin último: la visión beatífica.

En la modernidad, Gabriel Marcel, filósofo existencialista cristiano, retoma el concepto para expresar la condición humana como una aventura en la que el ser humano está siempre en busca de sentido. Para Marcel, el Homo Viator es un símbolo de esperanza, pues implica la capacidad del hombre para trascender sus limitaciones y dirigirse hacia lo absoluto.

En el evangelio de Juan se nos muestra como telón de fondo el camino de Jesús desde Galilea a Jerusalén. La Edad Media, que tenía una alta conciencia del valor de la vida humana, pues consideraba al ser humano como hijo de Dios, desarrolló muy pronto las grandes peregrinaciones que buscaban hacer la experiencia del camino como ayuda a la vida. Todas estas tenían como final una gran catedral o basílica: la basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, las de San Pedro en el Vaticano, San Pablo Extramuros en Roma, y la catedral de Santiago en Compostela. Y es que el peregrino sabía muy bien la metáfora del camino; es más, partía de su ciudad, como en la vida del útero materno, y, después de muchas vicisitudes: fríos, calores, lluvias, cansancios, enfermedades, dolores, momentos de soledad y comunitarios, dudas, tentaciones, llegaba al final, que no era un lugar terrenal, sino la propia gloria celestial. Si no se había desviado del camino, si había sido obediente a las flechas, entraba por el pórtico de la gloria en una nueva realidad enorme y polícroma, con una luz diferente que aportaban las vidrieras y con el sonido angelical del coro catedralicio. El medieval no tenía dudas, ya había entendido cuál era el camino para triunfar en la vida.

En esa misma línea, todo esto vuelve a repetirse, por ejemplo, en la Divina Comedia, donde Dante se embarca en un viaje a través del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, guiado primero por Virgilio y, luego, por Beatriz. Pero este viaje no es solo físico, sino, sobre todo, espiritual y moral, pues refleja la transformación del alma en su camino hacia la salvación. Se inicia el viaje perdido en «una selva oscura», símbolo de la confusión y el pecado, pero su peregrinación lo lleva a comprender su propia naturaleza y el orden divino del universo. A medida que avanza, enfrenta trabajos que ponen a prueba su voluntad y su fe, hasta alcanzar la visión de Dios en el Paraíso. Así, su travesía nos muestra la idea de que la vida humana es un viaje de purificación y conocimiento, con una meta trascendental. Y, de alguna manera, este esquema se sigue repitiendo, aunque de forma menos evidente para el hombre actual, en el Quijote o en otras muchas obras, e, incluso aunque ya sin la fe y, por tanto, con un final de nuevo no trascendente, en El viaje del héroe de Campbell.

En el cristianismo, esta trascendencia se identifica con la unión con Dios: el camino es la lucha contra el pecado con la ayuda de la gracia divina y una adecuada ascesis personal. Ya sabemos que no es fácil: está lleno de obstáculos, dudas y pruebas que ponen en jaque la fe y la resistencia de la persona. Sin embargo, este proceso es necesario para el crecimiento y la purificación del alma. La metáfora del viaje implica que, aunque el hombre sea imperfecto, siempre puede aspirar a algo superior, a un horizonte de plenitud que lo trascienda.

En la actualidad, en un mundo caracterizado por la incertidumbre y el cambio constante, la metáfora del hombre en camino nos recuerda que la vida es un proceso de aprendizaje y evolución. Es cierto que hoy, en muchos casos, el hombre contemporáneo ha perdido el mapa: sigue yendo a Santiago, pero ahora con muchos otros fines que están lejos de la realidad de la fe. Además, han surgido sucedáneos débiles como la resiliencia y la capacidad de afrontar los desafíos para lograr el crecimiento personal.

En suma, está claro que atravesamos una crisis de sentido que, a su vez, no obstante, puede ser interpretada como un viaje colectivo en busca de respuestas verdaderas. Y, en esa búsqueda, diversas tradiciones espirituales o filosofías intentan ofrecernos caminos que permitan al ser humano encontrar dirección y propósito en un mundo en constante transformación. Pero sólo hay alguien que dijo y sigue diciendo desde la Eucaristía: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». ¿Seremos capaces de seguirlo?