¿ES LA FE RAZONABLE? PARTE II: DE LA FE EN SÍ
D. Víctor Asensi Ortega, Capítulo Nuestra Señora de los Desamparados

Lo primero que establecimos en el artículo anterior es que lo razonable es lo acorde a la realidad. Seguidamente, nos preguntamos qué compone esa realidad. En concreto, concluimos que la afirmación «yo soy y el mundo es», pese a no ser demostrable, parece la única base metafísica razonable. Negarle el ser al sujeto o al mundo nos hace llegar a conclusiones absurdas. De igual manera, también nos preguntamos sobre los modos de conocer –razón y sentidos– y cómo se relacionan con el binomio sujeto-mundo. Los sentidos son nuestra única ventana al mundo, y, por tanto, son el principio del conocimiento. La razón, por su parte, ordena y discierne esta información.
Las ciencias naturales y el método científico son un gran ejemplo de cómo sentidos y razón actúan juntos para hallar conocimiento verdadero sobre la realidad material. Sin embargo, sería absurdo restringir la totalidad de la verdad a estas verdades. Un ejemplo que tratamos en el artículo anterior es el libre albedrío: puede que no sea científicamente demostrable (tampoco refutable), pero, de nuevo, aceptar que es real es lo único razonable. Al menos, yo no conozco a ningún determinista que no mire la calle antes de cruzar.
Apoyados en las verdades de las ciencias naturales, podemos valernos de la razón para alcanzar otras verdades de orden filosófico. Estas verdades, pese a ser inmateriales, no son menos razonables. Sin ir más lejos, la propia ciencia se practica bajo el supuesto –científicamente indemostrable– de que el universo es cognoscible. Pero que el universo sea cognoscible no es trivial: bien podría ser caótico, incoherente o inalcanzable para nosotros. La fiabilidad de esta premisa se debe a la deducción filosófica sustentada en observaciones naturales.
Pero todo esto ya lo hemos visto. Hasta aquí hemos explorado la búsqueda de la verdad mediante los dos modos naturales de conocer: los sentidos y la razón. En este artículo, vamos a dar un paso más para adentrarnos en una «tercera vía» de conocimiento: la fe. «Fe» es otra de las palabras que pone en alerta al hombre moderno: en el imaginario colectivo, «fe» significa «conjunto de creencias infundadas». Así que, para apaciguar nuestro moderno interior, veamos primero qué debemos entender por fe.
Muchas veces, incluso en contextos cristianos, se explica la fe como una «especial confianza» que exige acallar hasta las dudas razonables. Dando un pasito más, C. S. Lewis habla de la fe como el asentimiento a una decisión racional previa1: «en frío» me convencí de que la anestesia no me mata, así que, aunque me entre miedo en la camilla del quirófano, debo sobreponerme y aferrarme a mi decisión. La imagen es útil, especialmente para el combate espiritual, pero le falta un matiz esencial en el concepto católico y tradicional de fe.
La clave nos la da santo Tomás en la Suma Teológica: «La fe implica asentimiento del entendimiento a lo que se cree»2. O, para hacerlo más comprensible a nuestra mente moderna, la fe implica certeza. Tener fe es tener certeza sobre algo no demostrado, por eso santo Tomás continúa:
Por otra parte, el entendimiento presta su asentimiento no porque esté movido suficientemente por el propio objeto, sino que, tras una elección, se inclina voluntariamente por una de las partes con preferencia sobre la otra. Si presta ese asentimiento con duda y miedo de la otra parte, da lugar a la opinión; da, en cambio, lugar a la fe si lo presta con certeza y sin temor.
Es decir, fe y opinión se dan solo ante algo no demostrado: el propio objeto (lo que se está juzgando) no mueve suficientemente el entendimiento (no convence por sí mismo). En este caso, se opta voluntariamente por creer algo. Si hay dudas en esta decisión, entonces formamos una opinión. Pero si no hay dudas y hay certeza, entonces tenemos fe.
Por eso, a continuación dirá que «es evidente que no se da fe ni opinión sobre cosas vistas, sea por el entendimiento, sea por el sentido». Es decir, ante algo que sabemos (por razón, sentidos o ambos) no podemos tener ni fe ni opinión, porque no cabe duda (opinión), y la certeza ya nos la está dando el entendimiento, luego no hace falta acto de la voluntad para creer.
Merece la pena detenerse en la expresión cosas vistas. En el evangelio hay un versículo que condensa perfectamente la relación entre fe y visión: es el famoso Juan 20, 29, cuando santo Tomás apóstol mete la mano en el costado de Nuestro Señor y Él le dice: «¿Porque has visto has creído? Dichosos los que sin haber visto han creído». En el griego original, el verbo que utiliza para ver es ὁράω (jorao) y no βλέπω (blepo) que sería simplemente percibir por los ojos, mirar.
Esto es relevante porque el aoristo (el tiempo verbal que expresa la acción finalizada del verbo) de jorao es εἶδον (eidon) que muchas veces se traduce por entender, comprender, más que por ‘ver’3. En los evangelios, este matiz se ve muy explícitamente en Mateo 13, 14, donde Nuestro Señor cita a Isaías y dice: «Miraréis con los ojos (blepo) sin ver (joaro, aoristo)», que también se traduce como «veréis y no conoceréis»4.
El Aquinate, aunque escribe en latín, está usando ver en el mismo sentido que se utiliza en el Evangelio. Cuando ves con los sentidos o con la razón, percibes el mundo tal cual es y por ese mismo acto lo conoces. Al conocerlo, al saber cómo es, ya no cabe opinión o fe, porque solo hay hechos. Por eso, como santo Tomás vio (jorao), ya no necesitaba fe para creer, pues ya lo sabía, ya había comprobado que el Señor ha resucitado, y para él era un hecho, no cuestión de fe.
Todo esto es necesario para entender a qué nos referimos por fe. Cuando tenemos fe en algo, no quiere decir que renunciamos a tener certeza: quiere decir que la tenemos sin necesidad de que se demuestre por sentidos o razón. Así enunciado, seguro que no hemos calmado al moderno, más bien al contrario. El hombre contemporáneo cree que debe comprobar todo lo que sabe, y tener por opinión o inseguro todo lo que no ha comprobado. Esto sí es una creencia irracional, porque vivir implica incumplirla. Con esto ya lo hemos acabado de asustar, así que ahora vamos a intentar apaciguarlo.
A modo de primer plato fácil de digerir, veamos toda una institución basada en este aspecto de la fe fuera del ámbito religioso: la fe notarial. Por ejemplo, cuando un notario (fedatario público, dador de fe pública) certifica (da certeza) que una copia es fidedigna (fides digna, digna de fe) automáticamente es aceptada como certera cara el público; por ejemplo, ante un juzgado. En este caso, nos estamos fiando (de fides) del notario, estamos aceptando su testimonio como verdadero. Y este sentido de la fe, fiarse de lo que una persona asegura, es algo que todos hacemos todos los días.
Retomemos, por ejemplo, la anestesia de C. S. Lewis. ¿Realmente su entendimiento se persuadió, antes de estar en la camilla, de que la anestesia no lo iba a matar? No lo creo. No dudo de su capacidad para entender la anestesia, pero lo normal cuando una persona acepta que la anestesia no lo va a matar, es que se fíe del médico y de su autoridad. Incluso si entiende la explicación técnica del médico, se fía de que esa es la explicación real, y que verdaderamente el cuerpo funciona como el médico le está explicando. Y podríamos continuar: se fía de que esa persona es médico, se fía de que el día de la anestesia procederán como le han explicado…
Rara vez veremos que un paciente extrae unos pocos mililitros de anestesia del vial, los inyecta a un sujeto comparable con él mismo, comprueba que la anestesia no lo mata, y solo entonces (comprobando que el médico le inyecta el mismo vial que él ha testado) admite que lo anestesien. El paciente que hace eso sí ha visto que la anestesia no lo mata, por lo que no necesita fe para creer y probablemente esté mucho más tranquilo en la camilla5. El resto de pacientes que, como le pasaba a Lewis, se fían del médico, experimentarán el vértigo de la prueba de fe en la camilla. En su ejemplo sí hay fe, pero no como la adhesión a una conclusión racional. Una verdad demostrada no requiere fe, en todo caso, requiere la virtud de la fortaleza para mantenerlas. La fe se deposita en las personas.
¿Categorizaríamos, entonces, la fe como irracional? Más bien, sería irracional (e inviable) tratar de demostrar cada conclusión que nos transmiten. Si todos incorporáramos nuevo conocimiento así, seguiríamos cazando ciervos con palos y piedras, porque tendríamos que reinventar cada disciplina que nos enseñan. Cuando el alumno aprende un arte del maestro, se fía del maestro. Sí, el maestro le demostrará a menudo por qué se ha de fiar de él, pero no le demuestra cada enseñanza. Para el alumno, fiarse del maestro (depositar fe en él) es razonable.
Lo mismo pasa con la ciencia. El estudiante admite las demostraciones de los principios que aprende, pero rara vez los comprueba. Es cierto que, al basar su práctica investigadora en esos principios y resultar exitosa, se certifican los principios. Ambas comprobaciones dan suficiente luz a la razón para aceptar, por fe, la ciencia que han hecho sus colegas. La fe del científico en las conclusiones que él mismo no comprueba es perfectamente razonable. El biólogo molecular ni duda ni debe dudar de la física, pero sin duda esa certeza se la entregan fe y razón, no solo la razón.
Por todo esto, la fe en sí; es decir, dar la misma certeza a algo que se cree que a algo que se ha comprobado, no es irracional. Más bien sería irracional decir que siempre que creemos algo es porque se nos ha demostrado suficientemente o que siempre que creemos algo no demostrado es a modo de opinión y sin certeza. No obstante esto, tampoco quiere decir que la fe sea siempre racional. Por ejemplo, la fe es tremendamente irracional cuando se cree en algo que se ha demostrado falso.
En este sentido, si usted y yo estuviéramos mirando el mar, y me dijera que estamos contemplando un desierto y yo le creyera, no parece racional decir que estamos ante un acto de fe precioso por mi parte, más bien diríamos que soy tonto y desprecio mi razón y mis sentidos. Pues esto, que tan fácil se ve en este ejemplo, parece volverse etéreo y confuso cuando se trata de la Fe en Cristo.
Pensemos, por ejemplo, en la reacción a la «desmitificación» del nuevo testamento. El fantasma de Reimanus llega hasta nuestros días con propuestas desde «Pablo de Tarso helenizó un sector del judaísmo» hasta «Constantino se inventó una religión para unificar a su imperio»6. Pero lo realmente interesante es ver la reacción de muchos que se llaman cristianos. Al entender su Fe como una adhesión irracional a una conclusiones, parece que también dé igual la racionalidad de esas conclusiones.
Para ellos, la veracidad de si Cristo se encarnó de María Santísima, si hizo milagros, si resucitó, si subió a los cielos, si fundó una Iglesia… es irrelevante. La Fe es la adhesión a una ética que enseñó Cristo, o sus apóstoles, o los padres de la Iglesia, o simplemente cualquiera que quiera adherirse a esa misma línea ética quince siglos después. Teólogos luteranos tan relevantes y actuales como Rudolf Bultmann defendieron esto. Es la clase de autores que, por ejemplo, hablan de una resurrección «espiritual»7.
La posición católica es radicalmente opuesta. Benedicto XVI señalaba muchas veces cómo el católico es católico por un hecho histórico: la Encarnación. Dios se hizo hombre de María Santísima y eso cambió la Historia para siempre. Nuestra Fe consiste en adherirse a la Revelación de Dios que es Cristo. Por Cristo es que creemos, a Cristo es al que creemos y en Cristo creemos8. La Iglesia católica afirma que ella es la única custodia de la Revelación, y que esta nos llega a nosotros por la cadena fidedigna de la Tradición Apostólica9.
Nosotros somos los dichosos que sin ver (jorao) creemos. Para nosotros sí es posible la Fe. Esta idea resuena infinidad de veces en el Nuevo Testamento. En 1 Cor 15, 8, san Pablo dice que «[Cristo] se me apareció también a mí». En el original griego, el verbo que se traduce por aparecer es, de nuevo, jorao. San Pablo vio a Cristo, y los seguidores de Pablo, que no lo vieron, se fían del testimonio de Pablo. Por eso, dice san Pablo que si no hay resurrección (o fuere «espiritual»), vano es su testimonio y vana la fe de sus discípulos.
En otras palabras, la Fe católica no es simplemente certeza sobre algo no conocido testimoniado por cualquiera. Es el mismo Dios quien vino a dar testimonio de sí mismo (Jn 8, 14) y el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis (Jn 19, 35). Esta es la naturaleza de la Fe católica. Es la certeza sobre la Verdad Revelada por Dios, testimoniada por Él y por todos sus mártires10. En el siguiente número, Dios mediante, profundizaremos en cuán razonable es creer esto y creer las verdades en sí.
1 C.S. Lewis, Mero Cristianismo, Parte III, cap. 11
2 Suma teológica, II-IIae, q. 1, a.4
3 Aunque muchas veces se entiende el aoristo como el pretérito, esto no es siempre así, tampoco en el nuevo testamento. De hecho, en Hebreos 8, 11 se usa el aoristo para expresar una acción finalizada en el futuro (conocerán). Además, cabe destacar que εἶδον (el aoristo de ὁράω) comparte raíz con οἶδα (saber), proveniente de la misma raíz PIE *weid.
4 La primera traducción es la de la conferencia episcopal española, la segunda la traducción de la Biblia Platense (Mons. Juan Straubinger). Ambas traducidas directamente del griego al castellano.
5 Simplemente por llevar al extremo la analogía, realmente el paciente no podría saber con total certeza que él no va a tener una reacción adversa a la anestesia.
6 Reimanus inició la llamada « búsqueda del Jesús histórico». Así se conoce una larga lista de autores y trabajos que aplicaron la historiografía al Nuevo Testamento. Se puede consultar un resumen esquemático aquí: https://religion.antropo.es/_textos/La-busqueda-del-Jesus-historico-1.html
7 Es muy famosa su frase «Un hecho histórico que involucre la resurrección de los muertos es absolutamente inconcebible». Citado en Carl F. H. Henry, God, Revelation, And Authority, Vol. IV
8 Cf. Suma teológica, II-IIae, q.2, a. 2.
9 La Tradición Apostólica es la transmisión del mensaje de Cristo llevada a cabo, desde los comienzos del cristianismo, por la predicación, el testimonio, las instituciones, el culto y los escritos inspirados. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a través de éstos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo que habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo. (Compendio del Catecismo, 12; cf. 11-17).
10 Mártir viene del griego μάρτυς (mártir) que propiamente significa testigo.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº44 – MAYO 2025