¿Es la Fe razonable? Parte III: La Fe como virtud

D. Víctor Asensi Ortega, Capítulo Nuestra Señora de los Desamparados

La Virgen con el Niño entre las Virtudes Teologales y santos, Claudio Coello, 1669, Óleo sobre lienzo. Extraí- da de la colección digital del Museo del Prado.

En el artículo anterior hablamos de la fe en general. Nuestro punto de partida fue su definición escolástica: Fe es certeza sobre algo no demostrado. Siguiendo esta definición, la fe es una «tercera vía» de conocer: nosotros mismos no comprobamos con la razón o los sentidos la certeza de la afirmación creída, pero nos fiamos del testimonio que nos la transmite, y le achacamos el mismo nivel de verdad que si lo hubiéramos comprobado. También vimos que esto era completamente razonable.

La Fe, por tanto, no puede operar sobre cosas vistas (comprobadas). En este sentido analizamos el versículo Juan 20, 29 en el que Cristo le dice a santo Tomás Apóstol que aunque él ha comprobado con sus sentidos su Resurrección, otros serán dichosos cuando la crean sin haberla visto. Esos otros somos nosotros, que nos fiamos del testimonio de Cristo transmitido a través de su Iglesia, en la cadena fidedigna de testimonio que llamamos la Tradición Apostólica.

Sin embargo, en este caso hay una particularidad. Y es que la verdad que testimonia Cristo no es una verdad cualquiera. Hasta ahora hemos hablado de fe respecto a afirmaciones que, de alguna manera u otra, alguien había visto. Por ejemplo, cuando un estudiante se fía de los principios que no ha comprobado, la razón le dice que los podría comprobar. Incluso las verdades que uno nunca puede comprobar, como es la experiencia ajena (sirva de ejemplo algo tan trivial como «ayer me encontré con no-sé-quién en la calle») alguien las tiene por ciencia.

En otras palabras: el acto de fe cotidiano, el natural, versa sobre afirmaciones que unos tienen por fe pero otros tienen por ciencia. El acto de fe natural se ocupa de verdades que están, han estado o pueden estar al alcance de los hombres. En cambio, el objeto de la Fe cristiana es una verdad inalcanzable por la razón humana: la verdad revelada.

Volviendo al evangelio de Juan, previamente a las palabras de Cristo, santo Tomás exclama: «Señor mío y Dios mío». Esta confesión de Fe, que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, no es algo que santo Tomás comprueba pero el mero hecho de verlo resucitado, pues otros habían resucitado antes que Cristo. Para el apóstol, la resurrección del Señor es el sello de su testimonio, es el signo que confirma todas sus enseñanzas, es la prueba de que Él es la Verdad. Es a la divinidad de Cristo, y no a su resurrección, a lo que está referido su acto de Fe.

No en vano, Cristo había dicho en muchas ocasiones que sus obras dan testimonio de Él y del que le ha enviado, y que su testimonio se haría patente cuando fuera elevado (Jn 3, 13-14). Cristo, su misma persona, constituye la Revelación completa de Dios. En la persona de Cristo está contenida la totalidad de la verdad revelada, que es lo que nosotros asentimos por la Fe. Así, en Cristo está cumplida la Antigua Alianza, y también en Él se contienen todos los desarrollos doctrinales que ha dado su Iglesia en su magisterio.

La Ley Antigua da testimonio de Cristo, Cristo da testimonio del Padre, y la Iglesia (y el Paráclito) dan testimonio de Cristo. Podríamos trazar una suerte de esquema de «triple testimonio»: Por un lado, tenemos el testimonio «horizontal» de las Escrituras y la Iglesia: ambos testimonian verdades que algunos tienen por fe y otros tienen por ciencia. Por otro lado, tenemos el testimonio «vertical» de Cristo: Él testimonia una verdad que es revelación pura, que trasciende a la razón.

De hecho, esta cadena de testimonios es uno de los principales hilos conductores del Evangelio de Juan. Sin ser exhaustivos, repasemos las citas principales: Ya en el prólogo se menciona que Juan Bautista – sello de la Ley (Lc 16, 16) – dio testimonio de que Cristo era el Hijo de Dios (Jn 1, 7). Cristo relaciona y contrasta este testimonio terrenal con el suyo, celestial, en Juan 5, 36-37:

«El testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí».

Por último, en Juan 15, 26-27 Cristo afirma: «cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros [los apóstoles] daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo». Nótese que la Iglesia está asistida por un segundo «testimonio vertical», el del Paráclito.

Para responder a la pregunta ¿es la Fe razonable? Hay que tener en cuenta que la Fe cristiana recibe «dos tipos» de testimonio: el de las personas, y el de Cristo, siendo este segundo el verdadero objeto de la Fe.

Por un lado, la Fe tiene un componente de testimonio de las personas. Los santos, especialmente los mártires, dan testimonio de la veracidad de la Fe. Para entender bien cómo se aporta certeza con su vida, primero hay que entender que es en los actos, y no en las declaraciones, donde se revela el corazón de un hombre. Esta idea, que estaba clara en la antigüedad, está totalmente destruida en la mentalidad moderna – a diario vemos declaraciones que se contradicen con los actos, ya en las personalidades públicas, en los políticos, e incluso en la vida cotidiana.

Epícteto explica en su enquiridión que del mismo modo que la oveja no vomita hierba para demostrar al pastor que pasta, sino que produce lana y leche; así el filósofo no debe vomitar palabras, sino demostrar con sus actos su filosofía. Exactamente lo mismo dirá san Cipriano: «Nosotros somos filósofos de hechos, no de palabras». El cristiano está llamado a encarnar su Fe más que a proclamarla, pues ya Nuestro Señor lo dice claro: «no todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre» (Mt 7, 21)

En esta clave también podemos leer la famosa cita de Santiago 2, 26 «la fe sin obras está muerta». ¿Qué valor tiene decir «amo a Dios por encima de todo» si cuando actúo no lo primo a Él? Ninguno. Incluso si uno mismo cree pensarlo, es en sus actos donde se verá si de verdad lo ama.

En este sentido, los mártires testimonian la verdad de Cristo hasta el extremo de la muerte. Tan seguros están del evangelio, tanta certeza tiene de la Verdad de Cristo, que no les importa perder trabajo, amigos, seres queridos y hasta su propia vida terrena por seguir su ley. Ése es el testimonio que nos dan a nosotros: ¿cuán seguro estoy de que Él es el Camino, la Verdad y la Vida? Prefiero morir a fallarle.

Si nosotros conocemos la vida de los santos, o quizá tengamos la suerte de conocer a alguien de profunda vida en la fe, el hecho de que ésa persona tenga tanta certeza en el testimonio de Cristo también nos aporta certeza a nosotros. Del mismo modo, si la Fe en Cristo nos la ha trasmitido una persona de la que nos fiamos, quizá un familiar o un ser querido, también nuestra confianza en ellos aporta a nuestra fe.

En los primeros siglos de Cristianismo este testimonio fue clave. Es el testimonio que vimos en 1 Cor 15, 8: san Pablo vio a Cristo y los seguidores de san Pablo se fían de su testimonio. Es también el testimonio con el que Juan cierra su Evangelio: «Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero».

Por otro lado, está la verdad que revela el propio Cristo. Así define san Pablo la fe en el propio Cristo, el verdadero objeto de la Fe cristiana: «La fe es sustancia (ὑπόστασις, hypostasis) de lo que se espera (ἐλπιζομένων, elpizómenon), argumento (ἔλεγχος, elenjos) de lo que no se ve» (cf. Hb 11, 1)1. En la Suma, santo Tomás explica:

Si alguien, pues, quisiera expresar en forma de definición estas palabras, podría decir que la fe es el hábito de la mente por el que se inicia en nosotros la vida eterna, haciendo asentir al entendimiento a cosas que no ve. Con estas palabras se diferencia la fe de los demás actos que corresponden al entendimiento. Diciendo argumento se distingue la fe de la opinión, de la sospecha y de la duda, que no dan al entendimiento adhesión primera e inquebrantable a una cosa. Diciendo de cosas no vistas se distingue la fe de la ciencia y de la simple inteligencia que hacen ver. Con la expresión sustancia de las cosas que esperamos se distingue la virtud de la fe tomada en sentido general, la cual no se ordena a la bienaventuranza esperada.

Es de suma importancia la última frase. En tanto que la Fe cristiana (no tomada en sentido general) tiene como objeto la verdad divina, la cual nos revela Dios que no puede engañarse ni engañarnos, la Fe es una virtud teologal. Pues para adherirse a la verdad sobrenatural es necesario que sea infundida en el hombre una capacidad sobrenatural, que además ordena al hombre a su fin sobrenatural propio2, siendo el fundamento de la Esperanza y siendo su forma la Caridad3.

En este momento nos acabamos de topar con el salto insalvable. A la verdad revelada no hay forma de adherirse más que con la virtud infundida de la Fe. Y sería ahora cuando podríamos preguntarnos: ¿Es la Fe razonable? Dios mediante, exploraremos esta pregunta en la cuarta y última parte de esta serie.

1 La traducción al castellano es la de la Biblia Platense, cambiando ἔλεγχος por «argumento» en lugar de «prueba». En la Vulgata, ἔλεγχος se traduce por argumentum (que es como lo cita santo Tomás) y en las versiones en castellano de la suma se traduce argumentum por argumento. De hecho, la traducción de Hb 11, 1 del P. Felipe Scio, que traduce la Vulgata, es «argumento».

2 ST, II-IIae, q. 4, a. 1

3 ST, II-IIae, q. 4, a. 3