¿Es la Fe razonable? Parte IV: La Respuesta en sí
D. Víctor Asensi Ortega, Capítulo Nuestra Señora de los Desamparados

El hombre moderno no se inmuta ante esta pregunta. Así comenzamos esta serie de artículos. Dijimos que esto se debía a que ninguno de estos dos términos, fe y razón, llaman su atención especialmente. Por fe entiende «conjunto de creencias infundadas» y por razonable, con suerte, «demostrado por la ciencia». Por eso dedicamos la primera parte a abrir el horizonte de lo razonable.
Para ello, partimos de una pequeña simplificación: lo razonable es lo verdadero, y lo verdadero es lo que se corresponde con lo real. Esto nos obligó a preguntarnos qué es real y cómo lo conocemos, con lo que encontramos una máxima tan firme y cierta, que no podían quebrantarla ni las más extravagantes suposiciones: «Yo soy y el mundo es». Así, la admitimos, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que estábamos buscando1. También tuvimos la ocasión en ese primer artículo de explorar algún ejemplo de cómo lo razonable puede operar independientemente de lo científico, y exploramos brevemente la cuestión del libre albedrío con el dragón invisible de Sagan.
Una vez sentadas estas bases, nos lanzamos al segundo término: ¿Qué es la fe? Sin duda, nos encontramos ante el mismo problema: nuestro poso cultural es muy poderoso, y la imagen de fe como conocimiento inseguro se cuela, muchas veces inadvertida, en nuestros razonamientos. Sin embargo, la fe es justamente lo contrario: conocimiento seguro sobre algo no comprobado por el sujeto.
Y aunque a priori la definición asusta a la mente moderna, en este segundo artículo comprobamos que este modo de conocer marca nuestra vida, hasta tal punto que sería imposible vivir sin fe. Para ello, nos servimos principalmente del ejemplo prestado por Lewis (la anestesia), aunque también vimos ejemplos seculares, como la fe notarial, y subrayamos el papel de la fe en todos los procesos de aprendizaje y convivencia (como puede ser fiarse de un ser querido).
En el tercer artículo, nos adentramos en la Fe cristiana. Hasta entonces, tratábamos verdades que alguien (fuéramos o no nosotros) había comprobado. Pero Cristo revela una verdad superior, una verdad que no es posible comprobar mientras vivamos en este mundo. Dado que el objeto de la fe en Cristo es sobrenatural, nuestra forma de adherirnos a Él también debe ser sobrenatural: esta es la virtud infundida de la Fe.
También vimos que Dios, en su infinita sabiduría, se nos revela asumiendo la forma por la que opera nuestra fe: por medio del testimonio. De esta manera, la fe en Cristo es análoga a la fe natural: el Padre envía al Hijo para que dé testimonio del Padre, y ambos envían al Espíritu Santo para que dé testimonio de ellos hasta el fin de los tiempos. En ambos casos (natural y sobrenatural) estamos fiándonos de un testimonio, aunque Cristo testimonie una verdad inalcanzable y el acto de fe natural suela testimoniar algo alcanzable.
En otras palabras, la verdad que testimonia Cristo no se puede comprobar, solo podemos adherirnos a ella por medio de la Fe. Entonces, si esta verdad escapa a la capacidad del hombre, ¿cómo podemos saber si es razonable? Es evidente que si Cristo es verdaderamente Dios hecho hombre, su testimonio ha de ser verdadero, pues Dios no puede engañarse ni engañarnos. Pero ¿cómo sabemos que verdaderamente Cristo es Dios hecho hombre? Esta es la doble incógnita que plantea la pregunta «¿Es la Fe razonable?».
Y esta es la situación en la que nos dejó la tercera parte. Aun así, antes de continuar, me gustaría volver al inicio de esta serie y del artículo. Comencé esta serie porque un amigo me recomendó que escribiera sobre «el salto de fe» y «hasta dónde puede llegar la razón». Mi amigo, como usted y como yo, creció en un mundo con una metafísica derruida. La que antaño había sido la primera ciencia, hoy era un páramo sitiado durante siglos por la razón pura, en cuyas ruinas se había asentado un patético materialismo, al modo en que las chabolas altomedievales se ampararon en el coliseo romano. El antropocentrismo desgajó al hombre del logos, y el materialismo mató a ese hombre solitario. El resultado es un hombre carente de sentido, que ya no puede creer nada. La única certeza es la alarma de las 07:00 y el salario a final de mes.
Ante esta existencia desgarradora, este amigo mío, probablemente como usted y como yo, un día descubrió que hubo vida antes de la Ilustración. Descubrió la metafísica realista, descubrió que el mundo es y que el sujeto es, que el hombre tiene un fin natural, que el universo está ordenado, y que la existencia de un Dios es demostrable y razonable.
Quizás es esta clase de persona, y no el hombre moderno puro, el que de verdad se interesa por la pregunta: ¿Es la Fe razonable? Desmontada la pantomima ilustrada, la filosofía de siempre se antoja tan clara y real que se busca la misma certeza para todas las creencias. ¿No podría haber veinte argumentos racionales que demostraran que Cristo es Dios? Sería mucho más sencillo. Sin embargo, no es así.
Es necesario, si Dios asume nuestra condición, que asuma también su incertidumbre inherente. El reto de un Dios que baja a nuestro nivel a buscarnos es que, aunque Él sigue siendo perfecto, nuestras herramientas para conocerlo son todavía imperfectas. Esta dificultad es lo que lleva a muchos a desencarnar nuestra fe. Un ejemplo extremo sería aquel que vimos de la resurrección «espiritual». Si eliminamos de la revelación de Cristo todo aquello que es histórico y lo reducimos a una teoría que (por muy revelada que sea) se puede defender de forma racional (apriorísiticamente) es mucho más fácil de defender: «Si Cristo volvió de entre los muertos es irrelevante, lo importante es que sus enseñanzas son válidas por tal y por tal argumento racional».
No es casualidad que esta desacralización de la Fe infeste nuestro mundo hoy en día. Y no solo porque esté, de una manera u otra, en la base de la herejía protestante; aún más, diría que está en la base de la herejía protestante porque cuando esta surgió ya había sido herida la metafísica.
Y no debemos olvidar la otra cara de la moneda: el materialismo y su versión popular (el cientifismo), que no son más que vueltas en falso a los sentidos: intentando salvar la realidad cometen el mismo error monista en sentido contrario. Ante ellos también opera la desacralización de la Fe: «La vida eterna y cualquier otra trascendencia es irrelevante, lo importante es que esta serie de enseñanzas nos hace vivir bien esta vida» –dicen, en claro contraste con el Evangelio.
Ante todo esto la Iglesia es taxativa: la religión verdadera tiene un origen histórico y sobrenatural. El mismo Dios vino a la Tierra y la fundó. La Iglesia es clara en por qué creemos la verdad testimoniada por Cristo: por su misma autoridad2. Es lógico: si Cristo es verdaderamente Dios hecho hombre, su testimonio ha de ser verdadero, pues Dios, por definición, no puede engañarse ni engañarnos.
De hecho, santo Tomás, incluso a veces criticado por su enfoque «excesivamente» racional y sistemático de la fe, advierte continuamente que no creemos por la razón ni porque sea razonable o demostrable, sino por la virtud de la fe.
No obstante, la Iglesia también reconoce que a la autoridad del testimonio de Cristo le acompañan numerosas indicaciones externas que indican a la razón que el testimonio es verdadero3. La primera que cabría señalar son los milagros, especialmente los realizados por el mismo Jesucristo, y en un lugar preeminente, su resurrección y ascensión a los cielos.
De nuevo acudimos al Evangelio según san Juan 2, 11: «Este fue el primero (ἀρχὴν, arjén) de los signos (σημείων, semeion) que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron (ἐπίστευσαν, episteusan) en él». San Juan no solo habla de las bodas de Caná como el primer milagro de Jesús, sino como el inicio autoritativo (arjé) de los signos (semeion) que causa fe (pisteuo) en sus discípulos. Arjé es la palabra que se usaba en griego ático para hablar del fundamento último ontológico, así la usa Aristóteles y en ese sentido la usa el evangelista en el primer versículo de su evangelio. Además, no dice milagro (δύναμις, dunamis) sino signo, remarcando que esa obra significa la divinidad de Cristo (manifestación de su gloria) y, por tanto, el principio fundamental por el que los discípulos comienzan a creer en él.
Una de las claves de la revelación de Cristo es que es pública. En los sinópticos lo vemos claramente en su bautismo, pero esta idea acompaña especialmente a los escritos inmediatamente posteriores a la fundación de la Iglesia. De nuevo, en 1 Cor 15, 6, san Pablo dice que Jesús Resucitado «se apareció (ὁράω, jorao) a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía». Esto constituye una clara invitación a comprobar que sus testimonios son verdaderos.
Es una constante en las falsas religiones que las revelaciones sean privadas. Dios se aparece al profeta una única vez, y no vuelve a revelarse jamás a nadie (o quizá hasta que otro profeta cambia por completo la primera versión). Pero en el cristianismo, las revelaciones son públicas, notorias y coherentes desde el principio, lo que generó que el cristianismo se expandiera a una velocidad inaudita –todos los que veían la verdad del evangelio creían, y todos los que aceptaban su testimonio, entre otros, sus seres queridos, creían con ellos también.
Aunque la cadena de testimonios es la indicación razonable principal, la autoridad de Cristo también está acompañada de otras indicaciones de orden natural. Por ejemplo, todas las investigaciones de la historicidad de Jesús, y los primeros siglos del cristianismo nos demuestran, al menos, que los cristianos estaban seguros de que Cristo era Dios4. Y no solo en la antigüedad: la grandeza del orden cristiano y la historia ininterrumpida de la Iglesia, que enseña lo mismo desde que se fundó y durante más de dos mil años, también apuntan a la divinidad de Cristo.
También podemos aplicar argumentos racionales probables: entre ellos, y sin desarrollarlos, tiene sentido que Dios hecho hombre no escribiera ni dictara nada, sino que se presentara del modo que se presenta Cristo. También se puede argumentar que lo más razonable es que un Dios que se revela, que irrumpe en la historia, deje en ella una marca indeleble, eterna y divina: su Iglesia.
Esta clase de argumentos también son los que se pueden argüir respecto a la otra incógnita: el contenido de la revelación de Cristo. En este caso, dado que partimos de la veracidad de la revelación, tenemos que hablar de compatibilidad con otras verdades que acepta la razón. Por ejemplo, la filosofía nos dice que la persona es la unión de un cuerpo y un alma. De esta manera, si hubiere una vida futura personal, esta debía ser en cuerpo y alma. Y así es justo como la Iglesia predica que será la resurrección de los muertos, por lo que, al menos en ese aspecto, es una verdad razonable.
Recapitulando: es necesario, si Dios entra en la historia imperfecta, que lo conozcamos de forma imperfecta. Y es necesario, si las verdades que debemos de creer son sobrenaturales y nos orientan a un fin sobrenatural, que la capacidad de adherirse a ellas sea sobrenatural. Por tanto, la sola razón es incapaz, por ella misma, de aceptar el testimonio de Cristo5. La razón, no obstante, sí puede dejarnos muy cerca de la verdades de Fe, orientar a la persona hacia ellas e investigar la compatibilidad de esas verdades con el resto de verdades que alcanzamos por sentidos y razón.
Entonces, ¿es la Fe razonable? Sí, pero la Fe no se obtiene por la razón. La Fe se obtiene por el Santo Bautismo, instaurado por el mismo autor de la Revelación. Así es el Dios que predica la Iglesia católica: no te pide diez años de filosofía para creer en Él, Él mismo te infunde la capacidad para hacerlo con el simple acto del bautismo. Lo maravilloso de la fe católica es que los católicos creemos que Dios sigue revelándose públicamente a diario. Cristo no nos dejó solos, sino que nos envió el Espíritu Santo, que aún hoy anima su Iglesia y nos indica con actos externos, también milagros, que la Iglesia es custodia de la Revelación de Dios. Tanto es así que el mismo Cristo se hace verdaderamente presente todos los días en la Eucaristía, para que nosotros, indignos seguidores suyos, nos alimentemos de Él.
Antes veíamos que los mártires son como esas ovejas que demuestran con sus obras de qué se alimentan. ¿Y cuál es el alimento verdadero de los santos sino el mismo Dios que predican? ¿Y cuál es la mejor forma de comprobar si ese alimento produce en nosotros la misma lana sino tomándolo también? Cuando Cristo llamó a Felipe, Felipe fue a decirle a Natanael que Cristo era el Mesías. Natanel no se fiaba, y Felipe le dijo: «Ven y verás»6. ¿Quiere alguno comprobar la veracidad de la Fe? La Iglesia le repite hoy las mismas palabras: Ven y verás.
La mejor prueba de la Fe es vivirla. La razón nos puede ofrecer vistas magníficas del atrio de los gentiles, pero estos preambula fidei siempre serán eso: preámbulos. La verdad son obras, no palabras. Y si la Fe es verdadera, se verá en las obras de la Fe. Por sus frutos los conoceréis.
1Parafraseando a Descartes en el Discurso del método, Parte IV
2Constitución Dogmática Filius Dei, Concilio Vaticano I
3Íbidem, capítulo 3
4Existe muchísima bibliografía y es un tema demasiado amplio como para dar una única cita. Sin embargo, un buen punto de comienzo son los estudios realizados por el Centro Español de Sindonología, cuyo objetivo es justamente el estudio riguroso del Jesús histórico.
5Íbidem, capítulo 4
6Juan 1, 43-46
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº46 – JULIO 2025