Escucha la Palabra de Dios y cúmplela
Johanna Pérez Garciarena, Capítulo San Francisco de Javier
Silencio, lectura, escucha, oración, contemplación y la Virgen María. ¿Hay mejor receta para lograr que Cristo habite en nosotros? El P. José Ruiz Navarro nos predicó en este retiro de Adviento sobre la espiritualidad católica «de toda la vida» según la devotio antiqua. Y lo hizo al hilo de la espiritualidad que mejor conoce y que ha vivido en estos últimos trece años como ermitaño: la Regla de san Benito, el «Fundador de Europa». Meditaremos, por un lado, con La Santa Regla (RB.- Regula Benedicti) y algunos excursos, y, después, de las pláticas del mediodía extraeremos algunas herramientas y recursos prácticos y útiles para la vida espiritual con base en la devotio antiqua y en la devotio moderna («sacando del arca lo nuevo y lo antiguo»).
«Escucha, oh Hijo, los preceptos del Maestro». Así comenzaba san Benito en el prólogo, y esa debería ser nuestra actitud frente al Señor: la escucha; especialmente en Adviento, el tiempo de la escucha y de la espera/esperanza por excelencia. Y, además, el tiempo más mariano: la Virgen Santísima preñada del Salvador nos lo enseña. Ella, como dice Ntro. Señor por san Lucas, es más Bendita por su escucha, fe y cumplimiento que por su maternidad biológica. Es decir, fue necesario que primero concibiera a Jesús en su corazón, para, después, llevarlo en sus entrañas tras la visita de Gabriel.
¿A quién tenemos que escuchar? Al Señor, que nos dice en Apocalipsis 3, 20: «Estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él Conmigo». Porque solo cabe una explicación mística de este versículo: Dios, como el más enamorado, nos llama, nos busca, nos desea, nos espera desde el principio, y nos propone una relación personal, formal, de intimidad, de tú a tú. Esto es lo que se conoce como la inhabitación de la Santísima Trinidad en la vida del alma, o dicho de otra manera: vivir el Cielo ya en la tierra.
Ahora bien, el camino para convertirnos en Alter Christus, Ipse Christus, comienza en la cruz. Nos debemos conmover ante el Señor sufriente, desear «concrucificarnos» con Él, para finalmente, «conresucitar» con Él. Esa es, como diríamos hoy en día, la contraseña, el PIN, para entrar en el Reino de los Cielos: que el Padre reconozca a su Hijo en nosotros, porque «Nadie subió al Cielo sino el que bajó del Cielo, el Hijo del hombre». Y, como ejemplo, la bella imagen del discípulo Juan, quien, recostado en su pecho, sincronizó su corazón con el divino pálpito del Maestro.
En efecto, «no se puede ser un hombre profundo si no se tiene todos los días un rato de silencio y oración». Pues esta relación de Dios con cada hombre se da en lo más íntimo de la persona, en lo medular, allí donde ni siquiera uno mismo puede entrar; es el Divino Pretendiente, el Divino Amante, el que reclama sus derechos reales. Así que «Si oyeres hoy su voz, no endurezcas tu corazón» (Salmo 94, 8).
La Regla de san Benito continúa: «Inclina el oído de tu corazón», como hizo san Juan en el costado del Señor. Por tanto, que sea una escucha reverente y humilde, filial, recibiendo «con gusto el consejo de un padre piadoso». Y es que Dios no se cansa de llamar a nuestra puerta, es más, quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur (‘lo que se recibe, al modo del recipiente se recibe’). A cada uno le llega lo que Dios considera que le hace falta, puesto que es el Espíritu Santo el que habla a pesar de «las torpes palabras» del predicador.
¿Cómo se puede escuchar la voz de Dios? Sintonizando «Radio Dios, Frecuencia Modulada». El P. José utilizaba la metáfora de cierta emisora de radio que emite música clásica 24 horas al día, 7 días a la semana, al igual que Dios emite su «música celestial» continuamente. Eso sí, una vez que le hemos oído (salvando la libertad humana), no podemos sino cumplir su palabra. «Escucha, oh Hijo, los preceptos del Maestro, inclina el oído de tu corazón y cúmplelo verdaderamente», completa san Benito. Hablando Dios, ¿quién no cumplirá? Si escuchas la voz del Señor y sabes lo que quiere para ti, cúmplelo sin plantearte las consecuencias, porque Dios te lo pide. Es más, hazlo inmediatamente, como los primeros apóstoles.
Así llegamos al versículo 3 de la Regla: «Mi palabra se dirige a ti, quienquiera que seas, que renuncias a tus propias voluntades y tomas las preclaras y fortísimas armas de la obediencia, para militar por Cristo Señor, verdadero Rey». Pues en verdad Dios de la nada nos dio el ser: primero fuimos amados por Él y, después, nos creó. En consecuencia, nuestra existencia es eterna. Es más, nuestra vida espiritual, nuestra vocación, no es sino una relación de amor con Dios, quien se entregó por cada uno de nosotros en concreto con un amor de predilección.
Todo esto traído al tiempo presente del Adviento se concreta en dos grandes reflexiones. Por un lado, la esperanza del Adviento es católica. Como la Virgen Santísima, estamos a la espera de la segunda venida del Señor. Y nuestra espera debe ser activa, poniendo de nuestra parte para «acelerarla». Por otro lado, y en especial durante el septenario de Navidad (del 17 al 24 de diciembre), preparamos esa primera venida que se dio en Belén y que Jesucristo quiere repetir en cada uno de nuestros corazones. Como José y María adecentaron el establo para la llegada del Hijo de Dios, nosotros también limpiemos nuestras telarañas y nuestro estiércol del pecado, para ser ese pesebre para el Salvador.
Tras estas meditaciones, ¿qué herramientas nos da la devotio antiqua para lograr la inhabitación de Cristo en nosotros? Hablaremos primero de la lectio divina. La devotio biblica es el primer método de oración. Dirá san Jerónimo: «Quien no conoce la Escritura no conoce a Jesucristo». Esto es lo que propone la lectio divina: la lectura de Dios en la Sagrada Biblia. Como detallan Guigo el cartujo y los autores modernos posteriores que han escrito sobre el tema (D. García María Colombás OSB…) se realiza en cuatro pasos:
- LECTIO: lectura comprensiva de la Biblia, («qué dice»). El alma busca la vida bienaventurada.
- MEDITATIO: estudio, investigación y elaboración meditativa de lo leído, («qué me dice»). El alma encuentra la vida bienaventurada.
- ORATIO: unción espiritual en clave de alabanza, petición, acción de gracias…(«qué le digo») . El alma implora la vida bienaventurada.
- CONTEMPLATIO: las gracias que recibo y saboreo de parte de Dios («qué paladeo»). El alma gusta la vida bienaventurada.
¿Y qué ocurre cuando no estoy haciendo lectio divina? ¿Cómo puedo mantener la oración a lo largo de todo el día? Con la «oración continua» («oración del corazón», «oración de Jesús», «oración hesicasta»). Porque, según los padres del desierto, «justo cuando el hombre deja de rezar, empieza a pecar». Así, escuchamos la exhortación de san Pablo en 1 Tes 5, 17: «Sine intermissione orate» (‘Orad sin cesar’).
Los cristianos orientales enseguida comenzaron a repetir una oración a modo de jaculatoria que podían ir asimilando a la respiración y al ritmo cardíaco, para no dejar de rezar ni de día ni de noche. De esta forma, tomando algunas expresiones del ciego Bartimeo y de la parábola del fariseo y del publicano en el templo, llegan a esta fórmula: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí pecador». He aquí la técnica:
- Tomando una honda y serena respiración, dices la primera parte: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios».
- Contienes un poquito el aire junto con esas palabras.
- Espiras (no expiras, porque si no, estarías muerto (; ) diciendo fluida y relajadamente: «Ten piedad de mí, pecador».
Y, así, repitiendo la jaculatoria tantas cuantas veces se pueda al día. Porque es una forma de mantenernos siempre en la presencia de Dios, que prepara ese telón de fondo en que se desarrolla la vida, y el lienzo aparejado para que Dios, como pintor eximio, pinte en nosotros lo que desea: otro Cristo, el mismo Cristo.
Finalmente, un recurso más moderno, sistematizado por san Ignacio de Loyola especialmente: la Dirección Espiritual. Según todo lo que hemos ido comentando, el hombre tiene ese anhelo de felicidad que solo se sacia cuando se responde y se cumple la voluntad de Dios en nuestra vida. Aquí reside la importancia capital de tener un padre, un director espiritual. Santa Teresa diría: «Quien se dirige a sí mismo, el demonio lo dirige». Pues bien, esa es la estrategia del maligno con nosotros: aislarnos y hacernos callar, que no le contemos nuestras cosas a nadie que nos pueda ayudar.
Por el contrario, la dirección espiritual nos ayuda con ese conocimiento extrospectivo del director, con el examen de conciencia y con el examen particular diario en la lucha contra nuestros vicios dominantes. Estas reuniones, que conviene tengan lugar cada quince días o mensualmente, pueden tener esta estructura : 1.º: estado del alma; 2.º: revisión del plan de vida consensuado; 3.º: revisión del defecto dominante; 4.º: consulta y preocupaciones que traiga el dirigido; 5.º: momento del director para resumir discernir y aconsejar; 6.º (si procede): confesión.
Que la Santísima Virgen María, bendita sea por todos los siglos, nos prepare en este tiempo para escuchar la voz del Señor y cumplirla.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº27 – DICIEMBRE 2023