La pronunciación del latín eclesiástico “a la española”

Macario Valpuesta Bermúdez, Catedrático de Bachillerato

Antiguo cantoral de coro para colocar en el facistol.

En un artículo anterior ya dejamos clara la existencia de dos sistemas principales de pronunciar el latín, básicamente el latín clásico -que se correspondería con la lengua de los principales literatos de la época más gloriosa de Roma- y el latín eclesiástico, que contendría ya algunos elementos evolutivos que luego cristalizarían en las lenguas romances, en este caso, en las variantes centro-italianas.

Ahora bien, como ya dijimos, las normas igualadoras y “centralistas” romanas dictadas por los Papas para un “correcto” uso oral de la lengua latina corresponden a los siglos XIX y XX. Anteriormente, se daba un cierto pluralismo en la pronunciación eclesiástica, la cual era variada, según las “naciones” lingüísticas en que se dividía la Cristiandad, básicamente la italiana, la francesa, la germánica, la inglesa y la española, aunque también existían otras variantes territoriales (portuguesa, irlandesa…) y otras propias del Este de Europa que fueron ganando protagonismo en época más avanzada (Polonia, Hungría…)

En los últimos sesenta años, después del Concilio Vaticano II, estas tradiciones “nacionales” y “regionales” en la forma de pronunciar la lengua sagrada han decaído mucho por razones que no hay que desarrollar ahora pero que son fácilmente comprensibles. Nos referimos básicamente al desuso de la liturgia latina, a las nuevas modas doctrinales y a los renovados métodos didácticos empleados en los seminarios. Pero aún sigue existiendo un cierto “recuerdo” y aprecio por estas variantes de oralidad, muchas de las cuales se percibieron en su momento como señas de identidad “patrióticas”. Recordemos aquellas tendencias antiguas que se calificaron en su momento de galicanas, visigóticas, célticas o ambrosianas… resistentes al “centralismo romano”.

Además, existe una tendencia innegable en los hablantes de todas las lenguas, cuando aprenden un idioma “extraño”, a adaptar todos los sonidos inexistentes en su propio código lingüístico, asimilándolos de una manera aproximada a la pronunciación que les resulta más familiar. Vimos un ejemplo de ello en el artículo que escribimos el mes pasado, al recordar el paso de los numerosos helenismos al latín; cómo los exóticos fonemas th, ch o y, por ejemplo, -que son propios de la lengua helénica- se ajustaron al sistema fonológico latino, adaptándose a sonidos más familiares para un latinoparlante.

El parecido que hay entre muchas palabras antiguas y modernas, así como la misma historia de la lengua, hace que, por ejemplo, el hablante español se sienta incómodo pronunciando a la romana “gratia”, es decir, como “gradsia”, y Nazarenus como Nadsarenus. El grupo ds no existe en español y nos resulta chocante reproducirlo[1]. La tendencia instintiva que tenemos la mayoría de los fieles hispanoparlantes es a pronunciar “a la española”, es decir, con nuestro sonido z y decir “gracia” (igual que decimos la palabra castellana) y “Nazarenus”, como decimos “Nazareno”. De hecho, mi primer profesor de latín, al que guardo un gran afecto, pronunciaba de ese modo.

Como digo, no es solo una tendencia española. Durante mucho tiempo, el latín tuvo ciertos “dialectos”, como los tiene hoy el español, que no amenazaron la unidad de la lengua hasta una época muy posterior. Y, aunque el latín era una lengua de cultura, no popular (por lo que en este caso no se puede hablar técnicamente de “dialecto”), los largos siglos de uso continuado propiciaron una adaptación a las fonéticas de las diferentes lenguas vernáculas. Lo cierto es que, en tiempos medievales y modernos, los franceses y los ingleses (y los alemanes y los polacos…) pronunciaron el latín conforme a una fonética ajustada a sus propios idiomas nacionales.

Algunos de ellos, por ese prurito patriótico y erudito al que hemos aludido, todavía valoran estos sistemas de pronunciación “castizos”, aunque, sinceramente, a los que no compartimos determinadas tradiciones locales tales expresiones nos resulten a veces un tanto extravagantes. Por ejemplo, en la pronunciación tradicional a la francesa, el término “taurus” (“toro”) sonaría algo así como “torú”, con esa u típicamente gala. Francamente, nos parece una pronunciación “bárbara”, dicho sea con todo respeto a la impresionante tradición filológica del país vecino. Igualmente, un inglés de hace un siglo pronunciaría las palabras latinas “natio” o “actio” usando unos sonidos similares a como ellos pronuncian en su idioma particular palabras como “nation” o “action”. Un horror para los que no somos de esa tradición lingüística.

Las pullas y críticas por el modo tan diverso de pronunciar la lengua latina son antiguas y variadas. En el fondo, revelan cierto ambiente de rivalidad casi familiar, que era el que se producía en el contexto de la Cristiandad europea. Es conocido el juicio del humanista italiano Julio César Escalígero, quien censuraba la pronunciación de la v latina por parte de los españoles, con su famoso refrán: “Beati Hispani quibus vivere est bibere”, es decir, “afortunados los hispanos, para quienes vivir es beber”. Además de acusarnos sutilmente de borrachines, Escalígero criticaba que los hispanos pronunciasen vivere (“vivir”) exactamente igual que bibere (“beber”), mientras que el resto de los europeos distinguían -y aún distinguen claramente- entre la v labiovelar y la b bilabial. Tenemos razones para pensar que ese “defecto” de pronunciación se daba ya en fase latina muy antigua. De hecho, el rasgo fue tenido por una muestra de “hispanismo”, y como tal pasó al español moderno[2]. Por tal razón, la v de la pronunciación “a la romana” es labiovelar, mientras que en la forma hispana sería bilabial, detalle que en el artículo anterior pasamos por alto. No es el único.

Los españoles del Renacimiento, por su parte, respondían a estas “protestas” quejándose de la pronunciación alemana de la v, que sonaba como si fuera una f, según ocurre en dicho idioma. Y por eso hacían mofas de que, para los germanos, el “Deus verus” (“Dios verdadero”) sonaba a sus oídos como si fuera un “Deus ferus” (es decir, un “Dios feroz”). 

Pero las divergencias fonéticas a la hora de articular las consonantes son amplísimas. A título ilustrativo, la forma de pronunciar la r, como es fácil imaginar, era verdaderamente variable en todo el ámbito europeo. La r italiana y la española, aun siendo claramente diferentes, tienen más parecido entre sí que las totalmente diferentes versiones francesas, alemanas e inglesas, que son verdaderamente “exóticas” para un europeo mediterráneo. Así, los textos latinos eran pronunciados con estos peculiares sonidos dando como resultado muchas variantes.

Precisamente, debido a tales discrepancias, los Papas desde el siglo XIX trataron de unificar la pronunciación latina tomando como modelo el paradigma romano o italiano, que es el que pergeñamos brevemente en el artículo anterior. No obstante, pensamos que la pronunciación del latín eclesiástico a la manera castiza española puede tener su ámbito de aplicación, cuando esa oralidad se produce en entornos íntimos y privados o, en todo caso, en contextos españoles. Las diferencias, de hecho, son escasas en nuestro caso y no alteran la inteligibilidad del discurso latino. De este modo, entendemos que debe haber cierta legitimación para quienes pronuncian, por ejemplo, “Pater noster qui es in zelis” (caelis). No obstante, hay que tener presente que, por la misma razón, un hablante de español que fuera colombiano o paraguayo tendría tendencia a decir “in selis” (in caelis), y pronunciaría “gratia” como “grasia”, lo cual a los peninsulares nos resultaría por lo menos sorprendente.

Por lo tanto, podemos concretar cuáles serían los rasgos propios de la pronunciación hispánica para quien pretenda usarla. Al igual que en el artículo anterior, prescindiremos de ciertos matices menores que alargarían innecesariamente este artículo. En principio, no tendríamos nada que añadir a lo ya señalado en lo que respecta al vocalismo, incluidos los diptongos, de la pronunciación “a la romana”. La principal diferencia entre ambos sistemas radicaría en el hecho de que las normas que señalamos en su momento relativas a la palatalización de época postclásica darían como resultado el sonido z (en la península) o s (en los lugares en los que se sesea de forma sistemática, básicamente, algunas zonas andaluzas, Canarias e Hispanoamérica). Lo mismo cabría decir del novedoso sistema de pronunciar los grupos ge, gimodo Hispanico”, con nuestro peculiar sonido j. De modo que palabras como oratio, regina, dulcedo o audacia habría que pronunciarlas como orazio, rejina, dulzedo o audazia. Ese sería el cambio fundamental.

Otros matices ya son menores, e incluso se observan en ellos algunas vacilaciones entre la fidelidad al original y la evolución hacia formas romances. El grupo gn recuperaría su pronunciación originaria, como en español decimos digno. En los grupos que o qui, habría que suprimir el sonido de la u como hacemos en español en queso o quiso[3]. En cambio, la u que acompaña a la q debe sonar siempre en los grupos qua, quo y quu (ej, quotidianum, no cotidianum; equus, no ecus). Desde luego, en los casos en los que el editor utiliza la grafía j (actualmente en desuso al editar textos latinos) hay que pronunciarla siempre como y. Es decir, los términos latinos iam o ieiunus, por ejemplo, pueden ser escritos como jam o jejunus, aunque hoy se prefiera la forma anterior. En cualquier caso, dichas palabras deben ser pronunciadas como yam o yeyunus. Por otro lado y como ya sabemos, el grupo ch suena siempre como k; th como t; ph como f y rh como rr.

A pesar de todo, me permito hacer algunas precisiones para evitar una excesiva asimilación de la fonética latina a la castellana. Porque, en definitiva, una pronunciación demasiado relajada es síntoma de cierta vulgaridad y de una indebida falta de atención o de rigor. Por consiguiente, debemos pronunciar siempre la –t final que aparece en tantas palabras latinas, como pueden ser est, amat o sunt, y que es un fonema que nosotros tendemos a eliminar. En principio, las consonantes geminadas se deben pronunciar dobles: littera (lít-tera), annus (an-nus), valle (val-le)[4]; no lítera, anus, vale. En cambio, en el caso de la doble ss, la pronunciación no tiene que variar con respecto a la s simple[5]. Y la doble rr suena igual que en nuestra lengua. La m final, tan frecuente en latín, no debe ser asimilada a una n, como algunos tienden a hacer: Dominum, no Dominun; templum, no templun. La x no debe pronunciarse como si fuera una s, como hacen muchos, sino como el grupo ks que representa. Lo mismo habría que decir con los grupos ps, ts, ns o similares: psalmus, etsi, inspicere, obscurus (no salmus, esi, ispicere, oscurus…) Y, sobre todo, al pronunciar la s– líquida a principio de palabra hay que evitar esa e protética que el hablante español tiende a poner delante de la palabra para facilitar la pronunciación: statim (con dos sílabas, no estatim); speciale (no especiale). Ojo, por tanto, con la frecuente expresión “et cum spiritu tuo” (en la que hay que evitar esa pronunciación vulgar “et cum espíritu tuo”, que realmente suena bastante mal en latín). Por último, debemos recordar que en la lengua madre no hay palabras agudas (fuera de algunos monosílabos), por lo que nunca es amén ni Iesús, sino que se pronuncia ámen y Iésus.

En definitiva, entiendo que la pronunciación castiza “a la española” y la universal “a la romana” pueden convivir usándolas en los contextos adecuados. Igual que en las lenguas vernáculas distinguimos ciertos registros lingüísticos según la situación vital en la que nos hallamos, cabe usar más de un único sistema de pronunciación. Hemos de tener en cuenta que resulta ajeno a la historia y al culto en España la pronunciación “a la romana”, a pesar de los intentos por imponerla. En los templos españoles, catedrales, conventos y parroquias, no se llegó a pronunciar así. Es algo que carece de tradición y resulta un tanto ex novo. Por tanto, considero coherente defender la unidad de la pronunciación eclesiástica “a la romana” en las celebraciones internacionales, resaltando de esta forma la unidad de la Iglesia militante que proclama las alabanzas del Señor “a una sola voz”, y a su vez poder pronunciar “a la española” en la liturgia celebrada en nuestra Patria, respetando y conservando este signo de identidad histórica.

 

 

[1] Por dicha razón, los hispanohablantes pronunciamos de una manera “muy relajada” y adaptada a nuestra fonética algunas expresiones italianas como pizza o tutti frutti.

 

[2] Así lo consideraban Menéndez Pidal y otros expertos en Gramática histórica sobre la base de muchos testimonios epigráficos e incluso literarios. El epicentro de esa identificación b/v parece que estaba en torno a lo que hoy es el País vasco.

 

[3] En este punto se dejan ver ciertas incongruencias, como la palabra quae, la cual la hemos oído pronunciada como que o como cué.

 

[4] En algún contexto hemos oído pronunciar el latín valle exactamente igual que la homónima palabra española.

 

[5] En cambio, en la pronunciación “a la romana” se distingue entre una s sonora, la simple, y una s sorda, la doble s. La diferencia la pueden percibir al oír a un italiano pronunciar oralmente la expresión “una rosa rossa” en dicho idioma.

 

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº29 – FEBRERO 2024