La vida como combate espiritual, la acedia y la santa ira. Una arenga

D. Tomás Minguet Civera, Pbro.

La idea de «combate espiritual» se ha hecho extraña para gran parte de los creyentes actuales. Sin embargo, es el lenguaje de la Sagrada Escritura y de los santos. «¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra, y sus días, como los de un jornalero?», reza el libro de Job (7, 1). ¿No está escrito que «Dios es un guerrero» (Éx 15, 3) y que, además, «nos adiestra para la batalla» (Sal 18, 35)? ¿No pertenecemos, mientras caminamos en esta vida, a la Iglesia militante? ¿No hay enemigos reales de Dios y de nuestra salvación? Recordemos también estas palabras de san Pablo: «Poneos las armas de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas» (Ef 6, 11-13).

¿Qué nos ha pasado? ¿Es que ha cambiado el panorama y ahora, en estos momentos de la historia, por alguna misteriosa razón, la vida ya no es combate? ¿O es que estaban equivocados los antiguos (y la Sagrada Escritura y la pléyade de los santos)? ¿O lo estamos nosotros? ¿O es que eso de «combate espiritual» es una forma de hablar arcaica, o simbólica, y sería mejor decir las cosas de otro modo?

Decididamente, el problema está aquí y en nosotros. No estamos viendo las cosas como son, pues la vida espiritual realmente conlleva un combate serio y esforzado. ¿Qué está pasando?

Sin obviar, entre otras causas, que existen unos silencios sintomáticos en la predicación habitual que se hace en las iglesias (hay temas importantes de nuestra fe que apenas se recuerdan y que prácticamente ni se sabe que existen) y que el modernismo ha hecho estragos en la visión católica de la vida, hemos de ir a la raíz preternatural y decir que en nuestra época se ha generalizado un mal oscuro (y que es tanto más oscuro cuanto más inadvertido opera). Un mal que siempre ha existido, pero que ahora pareciera que es uno de los principales rasgos característicos del mundo actual.

Nos referimos a la acedia espiritual, que es el nombre clásico del mal entendido pecado capital de la pereza. Esta acedia, cuando impera sobre un alma, hace vivir la vida espiritual y la llamada a la santidad como una carga cansina, un trabajo que no merece la pena acometer, un «no me pidas tanto que me conformo con lo mínimo». Ella es esa tristeza del pusilánime que, como dice Pieper, «no tiene ni el ánimo ni la voluntad de ser tan grande como realmente es» (Las virtudes fundamentales). Por la acedia, pues, tendemos a hacer un planteamiento chato y mezquino de la vida, una forma de ver las cosas que achica la esperanza y ahoga todo ímpetu de lucha, entreteniendo nuestra mente y fuerzas en contar monedas y satisfacer el vientre.

Esta claudicación fáctica se esconde a nuestra conciencia con la asunción de falsas ideologías, negando la existencia de enemigos, asintiendo cómoda y cómplicemente al discurso mayoritario, con esas excusas de mal pagador con las que uno se autoengaña («así está bien y no hace falta más», «no hay por qué exagerar»). Pero no podemos cambiar la verdad, y cuando se vive en la acedia, los frutos que engendramos son —en atinada enumeración de los clásicos— la desesperación, la evagatio mentis (esa necesidad de cambiar constantemente de actividad o pensamiento), el sopor espiritual, la pusilanimidad, el rencor y, finalmente, la malicia. Es por esto que la pereza es pecado capital, porque es cabeza de muchos otros. Entre ellos, no luchar por lo que hay que luchar.

Al final de este proceso, aunque se digan muchas cosas, uno termina aceptando el mal sin haber combatido, desesperado de alcanzar el bien. Extraña paradoja por la que, a la vez que se profesa un falso optimismo buenista, se extienden la tristeza y el desánimo, la desesperanza. Es triste no tener nada por lo que luchar ni por lo que morir. ¿No habrá una relación entre alegría y combate? ¿No será que no se lucha porque no hay nada que de verdad se ame?

Pero siempre, mientras hay vida, podemos despertar, como cuando aquel marchito Théoden, por las palabras de Gandalf, empuñó la espada y, al hacerlo, «les pareció a todos que el débil brazo del anciano recobraba la fuerza y la firmeza» (Tolkien, El Señor de los anillos, II, 3.º, 6). Es necesario despertar y retomar este planteamiento «guerrero» de la fe, dando autoridad a toda la tradición espiritual que nos precede. No porque sí, sino por la verdad de las cosas, porque hay un bien arduo que alcanzar y defender, y hay un mal impetuoso que rechazar. Empezando por uno mismo.

Efectivamente, existe el mal. Existen demonio, mundo y carne. Existe el pecado. Desechemos, pues, la imagen burguesa, irenista y mundana de la vida (y de la fe): una falsa cosmovisión, de corte materialista y hedonista, por la que entendemos que ya hemos llegado a puerto y que se trata, sobre todo, de «estar lo mejor posible». ¡Cuántos discursos «cristianos» se reducen, a fin de cuentas, a esto, a buscar el bienestar!

Pero Cristo no habló ni actuó así. Él nos ha precedido y enseñado que hay un «buen combate» que librar (1 Tim 6, 12), Él que se enfrentó a Satanás en el desierto, que proclamó sin miedo y a contracorriente su Palabra, que empuñó el látigo en el templo, que dio su vida en oblación sin huir de la batalla. Y no sólo en estos episodios. ¿No hay un cierto pathos bélico en toda la vida de Cristo? Diríase que todo, o casi todo, lo que hizo y dijo el Señor lo llevó a cabo en un ambiente u hostil o poco receptivo, acosado por muchos enemigos. Constantemente a prueba, «sin reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Y en cada tesitura, ¿no lo vemos siempre en su lugar, en guardia, sin rehusar ningún embate, custodiando la verdad, refutando la mentira: de servicio? «Tu guardián no duerme, no duerme ni reposa el guardián de Israel» (Sal 120, 3).

Demos un paso más. En esta tarea de retomar el combate (espiritual y, por eso, concreto) de la vida, hemos de redescubrir algo que hay dentro de nosotros. Una dotación creatural que se ha ido escondiendo a nuestra conciencia y que, por ende, hemos dejado de cultivar. Es lo que los clásicos llamaban el irascible. Esas fuerzas pasionales, hermanas del concupiscible, que Dios nos ha dado para que, bajo la guía de la prudencia, atemperadas por la templanza y empuñadas por la fortaleza, nos ayuden en la consecución de la justicia. Sí, el irascible, cuya vivencia recta se ha llamado propiamente santa ira, y que alguien se ha encargado de adormecer por un lado y desbocar por otro.

En esta vida, pues, para alcanzar el bien auténtico y para luchar contra el mal real (dentro y fuera de nosotros), hemos de combatir. Y combatir bien, según verdad. Como decía el fragmento de san Pablo antes citado, se trata de un combate especial en el que se empuñan «armas de Dios». Es la batalla, hasta la sangre, del mártir Vicente que se niega a apostatar, o de la pequeña María Goretti que prefiere morir a pecar de impureza; es el combate de cada acto de virtud, escondido o manifiesto, o del testimonio a contracorriente por proclamar la verdad, o de cortarse esa mano que es ocasión de pecado. Es el combate que hace que la vida merezca la pena ser vivida y que nos encamina hacia el Cielo.

En pie, pues. Sacudamos la acedia y dispongámonos para la buena batalla. Imitemos, así, al Señor, que, en decir de Isaías, cada mañana «sale como un héroe, excita su ardor como un guerrero, lanza el alarido, mostrándose valiente frente al enemigo» (42, 13).

“La expulsión de los mercaderes” (El Greco, Londres h. 1600)

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº32 – MAYO 2024