«SU DIOS ES SU VIENTRE». LOS VICIOS CAPITALES (II): LA GULA

D. Tomás Minguet Civera, Pbro., Capítulo Nuestra Señora de los Desamparados

Gula, una de las secciones de la Mesa de los pecados capitales, El Bosco, 1475 ca., Óleo sobre madera. Extraído de Wikimedia commons.

En una de las Cartas del diablo Escrutopo (Screwtape) a su sobrino Orugario (Wormwood) –estamos en el satírico y certerísimo libro de C. S. Lewis–, el primero refiere como un éxito de las tácticas diabólicas el haber amortiguado la conciencia humana en lo referente a la gula, de tal forma –explica– «que difícilmente podrás encontrar ahora un sermón pronunciado en contra de ella, o una conciencia preocupada por ella, a todo lo ancho y largo de Europa».

En esa misma «carta», el experimentado diablo refiere el caso de una anciana que está atrapada por este vicio y que, por ello, siempre está quejumbrosa, es impaciente, dura con los demás y vive totalmente centrada en sí misma. La cuestión queda agravada porque ella no se da cuenta de todo esto, ya que la gula que la tiene dominada no es la versión más burda de la misma (la cantidad de lo que se come), sino su versión más refinada (la búsqueda de la exquisitez en el alimento). Con la perspicacia que caracteriza a estas cartas, Escrutopo hace notar que «esta señora es una verdadera pesadilla para las anfitrionas y los criados. Siempre está rechazando lo que le han ofrecido, diciendo, con un suspiro y una sonrisa coqueta: «Oh, por favor, por favor… todo lo que quiero es una tacita de té, flojo pero no demasiado, y un pedacito chiquitín de pan tostado verdaderamente crujiente». ¿Te das cuenta? Puesto que lo que quiere es más pequeño y menos caro que lo que le han puesto delante, nunca reconoce como gula su afán de conseguir lo que quiere, por molesto que pueda resultarles a los demás. Al tiempo que satisface su apetito, cree estar practicando la templanza»1. Es una mujer, en definitiva, cuyo estómago domina su vida. «Su dios es su vientre», había dicho mucho antes san Pablo acerca de los que andan como enemigos de la cruz de Cristo, «sólo aspiran a cosas terrenas» (Flp 3, 19).

Estas consideraciones nos ponen ante el vicio polifacético, cotidiano y sibilino de la gula, tanto más peligroso cuanto menos temido y mucho más extendido de lo que la atención a otros pecados más aparatosos nos haría sospechar. Es aquí cuando la dócil escucha a la sabiduría de la Iglesia, que llama pecado capital a la gula, debe reordenar nuestras ideas espontáneas y agudizar nuestra atención: estamos ante algo más peligroso de lo que parece. También en este campo de batalla, como en todos, se impone la humildad, pues quien piense que esto «son tonterías», o que él no debe entretenerse en «estas minucias», o que el tema de la gula «lo tiene superado», ya ha perdido. A lo más grande se va por lo más pequeño y las casas no se empiezan por el tejado. San Gregorio Magno lo advertía con toda claridad:

«Nadie puede progresar en la lucha espiritual si antes no domina al enemigo que se camufla bajo los apetitos golosos. Es un error entrar en combate contra unas potencias lejanas cuando se está sometido por las cercanas… Algunos, ignorantes de la táctica que hay que seguir en esta guerra, se lanzan a combates espirituales sin haber controlado su gula. A veces llegan a realizar cosas importantes que requieren mucho arrojo; pero, dominados por la gula, los atractivos de la carne les hacen perder todo el provecho obtenido».2

Pongámonos, pues, en la tarea, comenzando por aclarar los términos. La gula es el apetito desordenado de comer o beber (S. Th. II-II, 148, 1). Aquí la clave está en la palabra «desordenado», ya que sitúa la maldad de la gula, no en una suerte de maniqueísmo («es malo comer o beber») o puritanismo («todo placer es malo»), sino en el apartamiento del orden de la razón «en el cual consiste el bien de la virtud moral» (íbid.). La gula, por tanto, como tal, se opone directamente a la virtud de la templanza, es decir, al dominio armónico de uno mismo; un dominio necesario para vivir el sabio orden establecido por Dios, por el cual la carne debe sujetarse al alma y el alma a Dios, y, desde ahí, acometer el resto de virtudes.

Siendo, así, la gula, un desorden de nuestra natural relación con el alimento, se impone clarificar en qué se cifra este orden, es decir, cuál es el lugar que Dios ha dado a la comida en nuestra vida y cómo debemos relacionarnos con ella. Una primera y obvia respuesta señala a la mera subsistencia: comemos y bebemos para mantenernos en la vida. Y aquí ya hay una pauta segura. Comer más o menos de lo necesario para vivir será, en principio, un desorden. Pero este no es el único criterio, pues siempre hemos de atender a toda la realidad (ser católicos) y, por eso, fijarnos también en la relación del cuerpo con el alma y del alma con Dios, así como en las demás dimensiones que tiene nuestra vida. En este sentido, a veces lo ordenado será comer más de lo necesario (en una celebración) y, a veces, menos (un día de ayuno), pues hay más factores en juego además de la nutrición.

Porque, en efecto, el alimento no sólo se nos ha dado como sustento físico, sino que también tiene cierto poder lenitivo y de consuelo. Así lo ha previsto el Creador y, por eso, no es baladí recordar la enseñanza de santo Tomás sobre los remedios contra la tristeza, entre los que cuenta ciertas delectaciones lícitas (cf. S. Th. I-II, 38, 1-5). Más todavía, el alimento también es para nosotros cauce de comunión, con el prójimo y con Dios. El hombre, a diferencia de los animales, se sienta a la mesa a comer con otros y prepara sus alimentos, los ofrece a Dios y al prójimo. También festeja con comida de por medio y, a poco que piense, se sabe criatura dependiente de su Creador con cada bocado que da. Por eso san Pablo, en polémica con quienes condenaban el matrimonio y menospreciaban el alimento, enseña que los alimentos han sido creados por Dios «para que los creyentes y los que han llegado al conocimiento de la verdad participen de ellos con acción de gracias. Porque toda criatura de Dios es buena, y no se debe rechazar nada, sino que hay que tomarlo todo con acción de gracias, pues es santificado por la palabra de Dios y la oración» (1 Tim 4, 3-5). Así, dando gracias a Dios al tomar el alimento, el hombre lo pone en su lugar, dentro del orden de la Creación, lo valora por su fin último y reconoce a Dios como Creador. La importancia del alimento queda corroborada –pues es esta una de las «firmas» de Dios– con el placer que acompaña al comer y al beber, que es un signo de la bondad de nuestro Padre. Y, mucho más todavía, por el hecho de que el Verbo Encarnado se haya hecho alimento, Pan de Vida, para nosotros.

A partir de estas consideraciones, entendemos las diversas formas en que se puede caer en la gula, según la célebre enumeración de san Gregorio y que recoge santo Tomás: «Exceso de cantidad, exigencia de manjares exquisitos, dedicar excesivo esmero en preparar la comida, adelantar las horas de comer, y hacerlo con voracidad» (S. Th. II-II, 148, 4). En positivo diríamos que es ordenado comer cuando se hace a las horas previstas, con moderación en cantidad y calidad (lo cual dependerá de las circunstancias), con modestia, dedicándole el tiempo necesario a su preparación y, como todo, dando gracias a Dios.

En cada una de estas especies de la gula está ocurriendo el mismo fenómeno: nos desviamos del recto uso de la comida y buscamos el deleite del comer o beber en sí mismo o por un camino equivocado. La comida y el placer dejan de ser vistos como un don de Dios, vinculados a otros dones, para buscarse como un fin (y un fin autónomo), al que rendir culto y por el que gastar las energías. El alimento, así, se alza como un muro entre Dios y el hombre, y con el prójimo. Adquiere también un carácter de absoluto y se impone a otras cosas más necesarias, como, por ejemplo, atender a alguien que necesita nuestra ayuda, aunque sea la hora de comer (cf. Tob 2, 1-6) o velar en oración (Mt 26, 41). La gula es, pues, una forma de idolatría y de esclavitud.

Y, al incurrir en este desorden, hay consecuencias. Si bien es cierto que no es habitual que la gula sea pecado mortal, aunque esto es bien posible (cf. S. Th. II-II, 148, 2), sí que lo es el que sea pecado capital, es decir, cabeza de otros, así como un constante impedimento en el camino de nuestra perfección, en cuanto que nos habitúa a la intemperancia. San Juan Clímaco enumera las «hijas de la gula» en su Escala, haciéndole hablar como si fuera una madre:

«Los nombres de mis hijos son tantos como las arenas del mar, pero diré los de los más queridos. Mi primogénito es quien provoca la fornicación, el segundo es el autor de la dureza del corazón, el tercero es el sueño, mar de los pensamientos, olas de pasiones, abismo de secretas torpezas. Mis hijas son la pereza, la murmuración, la confianza en sí mismos, las groserías y las risas, la porfía, la apatía para escuchar la palabra de Dios, la insensibilidad para las cosas espirituales, la prisión del alma, las expensas superfluas y excesivas, la soberbia, la osadía y la afición a las cosas mundanas. A ellas les siguen la oración impura y todo tipo de calamidades y desastres no previstos, anticipos de la desesperación, que es el mayor de los males»3.

El Aquinate, por su parte, resume en cinco las hijas de la gula: la alegría tonta, la bufonería, la inmundicia, la locuacidad y la ceguera mental (S. Th. II-II, 148, 6).

Como se ve, la gula conduce hacia diversas pérdidas de dominio de sí, hacia una cierta descomposición o derramamiento de nuestras fuerzas físicas y espirituales, hacia una animalización de quien está llamado a ser imagen y semejanza de Dios. La gula, en definitiva, arrastra nuestras facultades superiores hacia abajo y nos debilita para el combate contra las otras tentaciones. Por eso, ella es como un acicate para todos los pecados: «El príncipe de los demonios es Lucifer, y príncipe de los vicios es la gula, ya que los incentiva a todos»4.

El camino de vuelta hacia el orden en el comer y el beber, no es tarea espontánea ni inocua en criaturas heridas de pecado original. El hombre caído –lo sabemos– no vive bien su relación con el placer ni se hace dueño de sí mismo sin esfuerzo y dolor, sin renuncias. Con todo, es necesario. El Divino Maestro dejó claro que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4) y que debemos tener cuidado «para que no se emboten vuestros corazones con comilonas y borracheras» (Lc 21, 34).

Este trabajo lo aprendemos en la Iglesia y pasa por cultivar la templanza en todos los niveles de la vida, por una sana mortificación, por la vigilancia del acto concreto de comer y de preparar la comida, por guardar tiempos de ayuno y abstinencia. Y todas estas acciones siempre deben estar finalizadas por una mirada hacia lo Alto, en agradecimiento al Creador y en aspiración a su Gloria y a la unión con Él, en alimentarnos de Él, pues «nunca podremos despreciar el placer de los alimentos terrenos si nuestro espíritu no se apega a la contemplación divina y no encuentra su felicidad más bien en el amor a la virtud y en la belleza de los alimentos celestiales»5.

1 C. S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, XVII.

2 San Gregorio Magno, Morales sobre Job, XXX, 18.

3 San Juan Clímaco, Escala espiritual, XIV, 38.

4 Íbid. XIV, 33.

5 Juan Casiano, Instituciones cenobíticas, V, 14, 16.