Peregrinación a Covadonga 2024

Mons. Marco Agostini, Ceremoniero papal y Oficial de la Secretaría de Estado del Vaticano

En una época de negación y olvido de las raí-ces que hicieron grande a Europa en términos de fe y civilización, la peregrinación anual de Nuestra Se-ñora de la Cristiandad en Covadonga representa una contratendencia. Fotografías, vídeos, testimonios orales o escritos dan una idea de lo que fue, pero es la experiencia directa de la peregrinación la que confiere la conciencia precisa de haber participado en algo inesperado, sorprendente y grandioso.

Covadonga es la meta, el punto de llegada de un itinerario físico y de fe, la imagen «de la ciudad asentada sobre la montaña» (Mt 5,14-15) que to-dos anhelamos en nuestro deambular terrenal. Pero, antes de convertirse en meta, Covadonga fue un comienzo, un punto de partida: ¡Una de las raíces cristianas de Europa! La Santa Gruta alberga el simulacro de la «Reina de esta montaña, que tiene por trono la cuna de España» (Himno de Covadonga). La Basílica es un monumento solemne a Dios, a la Santísima Virgen, y un símbolo de la identidad ibérica y de la cristiandad europea: una ofrenda agradecida de los pueblos de España y de Europa a la Santísima Virgen, que se dignó visitar este teatro de la historia animando al rey Pelayo y a sus trescientos hombres la noche anterior a la batalla que marcó el inicio de la Reconquista católica y la barrera a la islamización de Europa.

Como innumerables cristianos a lo largo de los siglos, con esa comprensión encerrada en sus mentes, casi dos mil jóvenes y familias peregrinaron a pie hasta este lugar durante tres días, recorriendo los cien kilómetros que separan Oviedo del santuario. Es imborrable el recuerdo del largo y variopinto cordón de peregrinos que surcaba senderos bañados por el sol, hundiéndose en bosques umbríos, emergiendo a la luz como un agua de manantial, acariciando la morfología de la tierra asturiana en un suave sube y baja. Con el ondear de banderas y estandartes, el balanceo de cruces, el eco de las oraciones, jaculatorias, himnos y conversaciones familiares, se mezclaban el cansancio, la fatiga, el sudor, la sangre de pies atribulados, junto con las lágrimas y la sangre de corazones dolidos por la Iglesia, por Europa y por el mundo. Nada nuevo para una peregrinación católica donde fe y vida se compenetran, alegría y sacrificio van de la mano, redención y expiación alejan pecados y penas, y donde la Gracia perfecciona la naturaleza, especialmente con el Sacramento de la Confesión administrado sin interrupción por numerosos sacerdotes.

El «verdadero pan» de los peregrinos era el «Pan de los Ángeles» recibido en las solemnes y antiguas Misas que jalonaban los días de peregrinación de esta nueva generación de hijos de la Iglesia. Es-tos hijos reponían sus fuerzas bebiendo, del mismo modo que los trescientos de Gedeón (Jd 7,1-8), en el vasto río de la Tradición. Es un espectáculo impresionante ver y formar parte de una multitud que aprende y quiere unir su sacrificio al incomparable sacrificio de Cristo en la Cruz que se perpetúa en el Santo Sacrificio del Altar. Un espectáculo que no dejaría indiferente ni a los más sofisticados detractores si hubieran estado allí. Vi correr las lágrimas por los rostros frescos, aunque cansados, de estos jóvenes mientras recibían la Sagrada Eucaristía de rodillas y con las manos juntas.

Y, finalmente, el destino, un deseo soñado al principio, anhelado con sufrimiento a lo largo del camino: «Ahora nuestros pies se detienen a tus puertas, Jerusalén» (Sal 122, 2). La llegada es siempre algo épico, un momento de emoción sin límites que desborda del corazón de los que han trabajado especialmente. El repique de las campanas, la música del gran órgano, la fuerza de los cantos… Aquí, a menudo, arraiga el noble sentimiento que, en la exuberancia de la juventud, borra la fatiga y consolida la decisión de querer volver de nuevo, el próximo año, a la Gruta de la Santina, a la casa de la Madre, entre estas imponentes montañas, en la frondosidad de los bosques, entre el rugido de las cascadas. Te Deum laudamus, Te Dominum confitemur es el himno que resuena en un lugar tan especial, ante el Santísimo Sacramento. Gracias a la Santísima Trini-dad, principio y fin de la creación por haber iniciado y concluido este viaje, parábola de la existencia real. Gracias por la Niña —así llaman, con devota pasión, los asturianos a la Virgen—, patrona y propiciadora de toda victoria ayer, hoy y siempre. Gracias por la Iglesia particular de Oviedo y por la Iglesia universal, madre y hermosa siempre, a pesar de los pecados de sus hijos. De esta raíz cristiana de Europa, descendió, dentro y fuera de la basílica, la Bendición del Santísimo Sacramento sobre el compromiso de los peregrinos de construir el Reino de los Cielos ya en esta tierra, en las iglesias, en los espacios cívicos y en los hogares, a pesar de la adversidad de los tiempos y de los oscuros quejidos del mundo.

A los incansables organizadores, sacerdotes y laicos, a quienes nos acogieron calurosamente y a quienes hicieron posible de diversas maneras una experiencia tan extraordinaria, nuestro más sincero agradecimiento.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº35 – AGOSTO 2024