El peregrinar camino cristiano

D. Miguel Ortega de la Fuente, UFV.

San Agustín recibe a Cristo peregrino, José García Hidalgo, 1663 ca., Óleo sobre lienzo. Extraída de la colección digital del Museo del Prado.

Cuentan de un monje, ya muy mayor, que todos los días salía a dar una vuelta alrededor del convento enclavado en medio del campo. Se encontró un día con un caminante y le preguntó: «¿Eres un peregrino?». «No lo sé -contestó-, no tengo casa ni voy a ningún lugar concreto». El monje lo miró con ternura, se sentó a su lado y, tras un largo silencio, le explicó: «El que camina sin saber adónde va es un vagabundo. El que camina con una meta, aunque no la vea aún, es un peregrino. La diferencia no está en los pies, sino en el corazón».

Y es que el cristianismo ha comprendido desde sus orígenes la vida humana como un camino, un tránsito hacia una patria definitiva que no es de este mundo. Por eso, el ser peregrino no es solamente una experiencia física, sino una condición espiritual y existencial. El peregrinaje cristiano está profundamente enraizado en la Sagrada Escritura, en la liturgia, en la espiritualidad de los Padres de la Iglesia y en la experiencia concreta del pueblo cristiano a lo largo de los siglos; sin embargo, la actual precariedad de fines, la superficialidad y las ideologías imperantes ponen en riesgo no solo la vivencia de ser peregrino, sino incluso la de ser vagabundo, y nos convertimos en un ser encerrado en un tiovivo que da vueltas en el mismo lugar con una sensación ficticia de sentido.

El primer peregrino, y seguramente el más antiguo, es Abraham: Dios le llama a salir de su tierra, hacia una tierra que Él le mostrará (Gn 12, 1). Abraham camina en obediencia, sin saber adónde va, sostenido solo por la promesa divina. El Éxodo de Israel desde Egipto hacia la Tierra Prometida constituye otra imagen de camino del pueblo, hacia la liberación. En Jesucristo vemos también a un peregrino, su vida fue un constante caminar de aldea en aldea, de Galilea a Jerusalén. Desde una visión más teológica, es un camino desde el Padre, por amor al hombre, hasta la cruz y la muerte, y que culmina en la gloria de la resurrección.

El Concilio Vaticano II define a la Iglesia como el «pueblo de Dios en camino» (LG 48) hacia la Jerusalén celestial. Esta es una de las definiciones más hermosas de la Iglesia: porque aparece no como una institución estática, sino como una comunidad en marcha. Así, no instala a los cristianos en este mundo como ciudadanos definitivos, sino que son extranjeros y peregrinos (Hb 11, 13).

La famosa carta a Diogneto nos muestra, asimismo, la vida del cristiano como peregrino, con la claridad de que su fin y ciudadanía son del cielo. San Agustín, en La ciudad de Dios, nos habla de que los cristianos son ciudadanos de la eternidad, en tránsito por este mundo. Para él, el corazón humano está inquieto hasta que descanse en Dios, y ese descanso solo llega al final del camino, después del peregrinaje terreno.

Por eso, desde los primeros siglos, los cristianos han practicado la peregrinación a lugares santos como expresión concreta de su deseo de conversión y encuentro con Dios. Pero ese peregrinar a Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela no es solo un acto exterior, sino, sobre todo, una peregrinación de todo el ser, donde el caminar físico es también símbolo de una peregrinación interior. Sin duda, la primera gran peregrinación del cristiano es la interior, la del encuentro con la realidad profunda de lo que uno es -hijo de Dios- para intentar vivir este regalo desde la coherencia. Por lo tanto, el peregrino cristiano se forja en la escuela de la humildad, el silencio, la oración y la comunión. El paso lento, el cansancio, los encuentros con otros caminantes, el desprendimiento de lo superfluo… todo educa el alma en este sentido.

Y ¿qué implica todo esto? Dejar atrás el pecado, el egoísmo y las seguridades ilusorias. En definitiva, caminar sin tener todas las respuestas, confiando en que Dios guía; mirar más allá de las pruebas presentes, hacia la meta prometida; abrirse al encuentro, a la ayuda mutua, a la hospitalidad; dejarse tocar por la belleza del mundo como lugar cedido por Dios para esta vida presente, y, así, saber disfrutar del canto de un pájaro, del susurro del agua del río; formarse para saber apreciar más y aprovechar este camino.

Además, el cristiano está llamado a ser testigo en el camino. El peregrino cristiano no es solo alguien que busca a Dios, sino alguien que descubre que ya es buscado por Él. Caminar se convierte en una respuesta a ese amor que nos precede. Nuestro caminar no es vagar, se dirige hacia una meta última, definitiva: la patria celestial, el encuentro eterno con Dios. En este horizonte se comprende plenamente la condición del cristiano como extranjero y peregrino en la tierra. Este mundo, con sus gozos y sufrimientos, es un lugar de paso; la verdadera morada del cristiano está en el cielo.

En esta línea, la teología cristiana interpreta el cielo no como un lugar físico más allá de las nubes, sino como la plena comunión con Dios, la vida definitiva en su presencia, donde toda sed será saciada, todo llanto consolado y toda esperanza cumplida (Ap 21, 3-4). Y la peregrinación terrena se convierte, de esta manera, en preparación para ese encuentro. Por eso, nuestro camino debe ser siempre una mezcla de alegría y esperanza, de esfuerzo y consolación, sabiendo que nuestra meta es más grande que cualquier otra: habitar para siempre en la casa del Padre (Jn 14, 2-3). Cierto que se hace a veces duro el camino, cuando llega la noche o el cansancio, pero el corazón del peregrino no se rinde, porque sabe que va hacia la morada donde ya lo espera el Amor. Esta es la razón última del caminar cristiano: no la búsqueda de una experiencia, sino la respuesta a una promesa. Así que es el momento de elegir ser peregrino, vagabundo o muñeco de tiovivo.