Carta abierta tras la riada
Víctor Asensi Ortega, Universidad de Valencia
Estimado lector:
Si acostumbra a leer este boletín, sabrá que suelo escribir sobre Fe y razón. Específicamente, sobre ciencia y religión. Pero en esta ocasión voy a hablarle de otra cosa.
Como probablemente haya advertido por la firma de mis artículos, soy vecino de la ciudad de Valencia. Y no por circunstancias especiales —Valencia ha sido la ciudad que me ha visto nacer y crecer—. Por suerte, el día de la riada, todos mis seres queridos y yo nos encontrábamos en el lado intacto del cauce nuevo del Turia, aquel cauce que alumbró el Plan Sur y salvó el núcleo urbano.
En esta ocasión, voy a hablarle de la riada. Probablemente se haya cruzado ya con muchísimos artículos que versan sobre este tema. Tristemente, cuando ocurre una tragedia de este calibre, le sigue un continuo de intentos de capitalización de todo tipo, que abarca desde los grupos más minoritarios hasta el mismo gobierno de la nación.
No es ésa mi intención con estas líneas. Siempre que escribo un artículo, intento hacerlo con usted en la cabeza. Por la naturaleza de los temas que trato, a veces es una tarea difícil. Pero aún con todo, procuro que mi tono sea el de un colega que intenta presentarle argumentos refrescantes a temas de los que probablemente ya haya oído hablar. Por eso mis artículos se quedan a mitad camino entre la columna y el artículo académico.
En esta ocasión, no es el tono que quiero adoptar. Para hablarle de la riada, no quiero que piense que soy ningún analista, ningún gurú, ningún periodista, ningún científico. Estas líneas se las escribo en calidad de peregrino y en calidad de valenciano. Por eso he decidido dejar a un lado mi tono habitual y escribirle de esta manera más directa.
Creo que, si usted suele apreciar los contenidos de este boletín, entonces agradecerá haber incluido una perspectiva sobre la riada. Y como colaborador habitual del boletín afectado por estos eventos, yo se la puedo ofrecer. Por eso le escribo estas líneas, para ofrecerle mi perspectiva y alguna reflexión.
Antes que nada, le certificaré las dos realidades que ya está harto de oír: la respuesta estatal y la respuesta ciudadana. En la vorágine actual de informaciones, es difícil destilar realidad de relato. Las interpretaciones de los sucesos son múltiples, pero la realidad es única. En este aspecto, los testimonios de los que han vivido la tragedia pueden ofrecer una visión más cercana.
Respecto la primera: las autoridades han abandonado a la población civil. No le diré porqué, porque sencillamente no me corresponde a mí decírselo, ya que no lo sé. Y no le diré lo que pienso, no porque no tenga ideas sobre ello, sino porque como le digo, no quiero capitalizar esta horrible tragedia para convencerle de qué es lo que funciona y qué es lo que no.
Lo que sí le puedo decir, es que el primero de noviembre, cuando fui personalmente a uno de los pueblos afectados, me crucé durante todo el día con
un único militar. Eso es un hecho tan tangible como el lodo. Lodo que tres días después de la riada todavía anegaba hasta la espinilla muchas calles. Porqué fue así, si pudo ser de otro modo, cómo hacer que no vuelva a pasar… sobre todo eso no le diré nada.
La segunda realidad es la respuesta ciudadana. Puede dar crédito a las fotografías de puentes abarrotados. El puente que más he visto publicado en prensa es el puente peatonal que une el barrio de San Marcelino con La Torre. Pues bien, ese mismo viernes, le puedo asegurar que desde Catarroja hasta ese mismo puente, se extendía una columna kilométrica de gente, como si de la columna de nuestra peregrinación se tratara, sin más espacio entre una persona y la siguiente que un par de metros. La respuesta ciudadana ha sido titánica. Pero tampoco adivinaré las intenciones de todos estos voluntarios, ni intentaré explicarle lo que ha empujado a tantas miles de personas a acudir a las localidades afectadas.
Y es que la primera reflexión que quiero compartirle es justamente la anterior: basta de capitalizar la tragedia. No me refiero sólo al provecho económico (normalmente en forma de publicidad gratis). Me refiero sobre todo al provecho político. De una manera nauseabunda, absolutamente todo el espectro político usa la riada para reivindicar sus ideas. Gobierno incluido, pero no solo ellos.
Hasta el grupo más marginal expone cómo Valencia se habría salvado de haberles hecho caso, ya sea con enmienda al sistema parcial o total: mayor centralización en Madrid, una democracia orgánica, mayor autonomía del ejército, una república, una Valencia independiente… da igual. Parece que la idea política cobra validez si quien la defiende está manchado de barro. Y me gustaría decirle que es metafórico, pero en Valencia ya hemos visto activistas políticos mancharse a propósito de barro antes de entrar en directo. Este episodio es más explícito, pero no piense que es el único. Cuantísimas asociaciones estarán limpiando fango sólo para poder reivindicar sus ideas.
Lo mismo con los que nos quieren aleccionar sobre los vicios y virtudes que brotan del lodo. No tiene más que elegir qué fuente sesgada leer para convencerse de cualquier defecto y cualquier virtud que quiera ver en los voluntarios o en su coordinación. No le quepa duda: uno le dirá que el esfuerzo solidario y desinteresado de los conciudadanos desmiente por completo el homo economicus capitalista, para luego encontrarse que el capitalista está celebrando la victoria de la iniciativa privada y el orden espontáneo frente a la planificación central y el orden estatal.
Y por supuesto, la capitalización más grande y más vil de la tragedia la hemos visto de manos de la clase política. A todos ellos les digo: menos palabra y más pala. Sin duda, eventos así de traumáticos suscitan muchas reflexiones sociales, pero la realidad de la riada es más apremiante. Y es que quizá este efecto de la realidad abriéndose paso es lo que más haya impactado en nuestro mundo actual.
Hoy se piensa que la realidad es lo que cada uno quiere que sea. El hombre actual se indigna si algo no ocurre como él desea. Piensa que puede moldear la realidad en todo momento. Si miramos a nuestro alrededor, parece que el mundo lo hemos construido nosotros, ¿por qué no íbamos a hacer también las normas que rigen el mundo? Es la arrogancia de nuestra época.
Contra esta arrogancia, las catástrofes naturales nos recuerdan que no tenemos ese control que creemos tener. En el derecho anglosajón existe el concepto «acto de Dios». Se refiere a los sucesos que pasan de forma ajena a cualquier agencia humana y que son en gran medida ineludibles. Por ejemplo, muchas cláusulas de seguros explicitan que no cubren los «actos de Dios» como catástrofes naturales.
Tampoco busco meterme en el manido tema de las catástrofes naturales y la voluntad divina. Simplemente me veo obligado a recordar que el mal natural, mientras vivamos en este mundo, es inevitable. Y con ello, viene el dolor. Esta es la tercera realidad que quiero certificarle: el dolor.
Sin duda el sentimiento que más se repite en los municipios afectados es dolor. Dolor por lo perdido, dolor por la impotencia, dolor por la patria herida, por la familia rota, por los bienes dañados… y de ese inmenso dolor brota también la ira. Esta ira y este dolor brotan de las entrañas. Y los católicos sabemos que Dios no nos dio un cuerpo con sus pasiones para aprisionar el alma, sino como templo del Espíritu Santo. El dolor, la ira tienen su función.
Su función es proporcionarnos fuerza para rebelarnos. Cuando Nuestro Señor Jesucristo echó a los cambistas del templo, no lo hizo porque tuviera «un pronto», como se escucha a veces en actuales predicaciones insulsas. El que todo lo hizo bien, cada vez que actuó lo hizo de la mejor manera posible. Volcar las mesas y tejer un látigo no era «una opción lícita» entre todas las formas posibles de actuar, era la mejor y más perfecta.
Pero nosotros sí tenemos prontos. La herida del pecado original hace que sea necesario purificar nuestras pasiones. La ira que nace de la injusticia tiene un sentido, y es empujarnos a actuar contra esa injusticia. Pero la ira sin estribos, puede llevar al pecado. Como dice el Apóstol: Airaos, pero no pequéis. La fuerza que viene del dolor, hay que saber abocarla al bien. Y despotricar no es un bien.
El ejemplo perfecto lo tenemos en el Santo Job. Como es sabido, cuando los desastres naturales se llevaron por delante su familia y sus bienes, él exclamo «El Señor me lo dio, El Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor». Es el acto de abnegación. Cuando no buscamos cambiar la realidad, sino responder a ella.
Y cuando se trata de responder a la realidad, nada como la Fe. Es el mismo Dios que creó al hombre el que nos revela cómo es el hombre y qué debe hacer. Por eso, ante cualquier circunstancia, los mandatos de Dios se mantienen. Tener Fe en Dios es saber que haciendo su voluntad basta, en cualquier circunstancia, para ser bienaventurado. Cuando la realidad de Job se recrudece, llega a maldecir la noche que fue concebido, pero nunca llega a maldecir a Dios. Finalmente, Job encuentra la gracia a los ojos de Dios porque nunca lo negó.
Así pues, estimado lector, creo que todo vuelve a la Fe. Si usted no es vecino de Valencia, probablemente nunca haya experimentado una riada. Pero estoy seguro que ha experimentado la realidad de las cosas cruzándose de lleno en su vida. Quizá incluso en contra de lo que usted pensaba. En esos casos, maldecir a Dios (o la realidad que le ha puesto delante) es tan vano como inútil. Más vale bendecir a Dios y usar esa ira y ese dolor como fuerza para obrar según sus mandatos.
En estos casos, tanto si es una riada como si no, qué bello es invocar al Santo Job. Callar y bendecir a Dios, de palabra y obra. Porque Dios, Padre bueno, no nos da más de lo que podamos aguantar. Nuestras circunstancias pueden ser cotidianas o catastróficas, pero Dios nos dio la misma ley a todas las personas para todos los escenarios. Por eso, con riada o sin ella, lo importante es tener claro cuál es el buen vivir y ponerlo en práctica. Y a partir de esa práctica, por sus frutos los conoceréis.
En Cristo y su Santa Madre, Sede de Sabiduría.
Víctor.
En Valencia, 12 de noviembre del 2024.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº38 – OCTUBRE 2024