El riesgo de la herejía gnósitca en la Iglesia
D. Samuel Clavijo Gómez, Capítulo Nuestra Señora de Covadonga.
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Hay una herejía primitiva, la del gnosticismo, que está más en boga que nunca. Este modelo epistemológico, radicalmente incardinado en el pensamiento protestante desde la celebérrima «reforma» luterana, ha extendido tentáculos mucho más allá de sus lindes. Recordemos que las religiones originan culturas. Por ejemplo, si hubiera prosperado el arrianismo, Europa sería culturalmente mucho más parecida a una sociedad islámica que a lo que hemos conocido como la Cristiandad, tal como afirma Hilaire Belloc en su conocida obra Las Grandes Herejías.
En esencia, el gnosticismo es una negación de la Encarnación, doctrina que, precisamente, supone la base de nuestra teología. A Dios se le conoce por medio de su Revelación definitiva en Cristo, y esto tiene consecuencias materiales evidentes en nuestra naturaleza. El gnosticismo se caracteriza, por el contrario, por ofrecer una vía de salvación en el conocimiento (principio que recoge, entre otros, la masonería). Crea, en consecuencia, falsas dicotomías sobre nuestra naturaleza (lo material es malo-lo espiritual es bueno). Así, a la luz de este razonamiento, el gnosticismo acaba cayendo en el pensamiento mágico y en el subjetivismo.
Y, por tanto, no existen instituciones objetivas (que en la Iglesia Católica serían los sacramentos), sino que para establecer principios sobre la realidad, yo tengo que hacer una lectura introspectiva de mi percepción personal sobre los hechos y, entonces, buscar la significación oculta para la mayoría del vulgo. Así pues, mi propia opinión, siempre contaminada por mis sesgos particulares, se erige como promotora de mi propia realidad (que puede ser una realidad diferente a la realidad del prójimo, sin lugar a dudas).
Esto se aprecia ostensiblemente en las doctrinas protestantes más distintivas. Por ejemplo, en la doctrina de la «Sola Scriptura». Para ellos, sólo la Biblia es fuente de revelación divina, por lo que no es necesario someterse a ninguna autoridad o tradición interpretativa. El problema es manifiesto: ya no se cree en la Biblia, sino en lo que «yo creo» subjetivamente sobre lo que dice la Biblia. Al negarse las instituciones objetivas y también el poder divino depositado ministerialmente en algunos hombres, todo se convierte en un concepto. De ahí nace esta famosa frase de «Dios no es religión, es relación».
Los mecanismos materiales se hacen innecesarios como comunicantes de Gracia, porque ya no se necesitan mediaciones ante Dios y se puede vivir en comunión con Él solos y conocerlo a través de las propias experiencias sensibles. Y, como por lo general Dios se hace presente en lo cotidiano, este pensamiento deriva en el sentimentalismo. La consecuencia última de esta herejía, y que se aprecia en los movimientos más contemporáneos, es que cada uno cree en las cosas en tanto que las «siente». El riesgo, por supuesto, se encuentra en la garantía de que un día el sentimiento se irá y, por ende, la fe.
Es en la negación de lo material y, por lo tanto, de la Encarnación (en la que el Verbo Divino dignifica nuestra naturaleza al adoptarla Él mismo), donde se halla el motivo de todas las negativas protestantes a acoger la piedad católica. Todos los sacramentos, además de forma, han de tener materia. Pero en su «relación» con este Dios mágico, no cabe necesidad material alguna. Por eso, el que niega a la Madre del Señor, ha de negar también la Eucaristía.
Como ejemplo de todo lo que hemos explicado tenemos la confesión. La confesión es un acto jurídico, donde yo, penitente, recibo la garantía del perdón de los pecados acreditada por la fórmula de absolución pronunciada de labios del sacerdote, que hace las veces de Cristo. Aquí no caben interpretaciones, mientras que en el «yo me confieso directamente con Dios», lo que se expresa es que yo «me siento» perdonado. Precisamente porque la materia es buena, no es el pecado la materia sacramental de la confesión, sino el arrepentimiento.
Si eliminamos lo sobrenatural de la ecuación en nuestra devoción, podremos ver la Misa por la tele, «confesarnos» directamente con Dios, no hacer «repeticiones absurdas» con el Rosario y simplemente decirle a Dios: «Tú ya me conoces». Cuando se elimina lo material de la fe, no hay necesidad de disciplinar el cuerpo, esto es, no hay ascética (porque el cuerpo no sería importante). A nivel de exégesis bíblica, ocurre algo similar. La nueva teología se sustenta en la negación de lo sobrenatural, la aplicación exclusiva del método histórico-crítico, la búsqueda del «verdadero significado» detrás del milagro X en los evangelios (que pudo ser un símbolo, una figuración), etc. En resumen, cuando no hay certezas, nos quedamos en el «Dios es Amor», y, como Dios es Amor, cada uno que opere como lo estime oportuno.
La solución, en opinión (esta vez sí) de un servidor, es la contemplación del Misterio de la Encarnación. No puedo imitar a Cristo si no lo contemplo también como verdadero Hombre, se me escaparía. Una doctrina y una liturgia centradas en el Misterio del Dios-Hombre que desea divinizarnos es el punto de partida para encontrar sentido en el dolor, en el sacrificio, y sobre todo, en el remio del Cielo.
Que Dios os bendiga siempre y La Madre del Amor Hermoso os cobije. ¡Viva Cristo Rey!
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº41 – FEBRERO 2025