IREMOS A LA TIERRA DE LOS VIVOS. UN SERMÓN PARA EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS
D. Tomás Minguet Civera, Pbro., Capítulo Nuestra Señora de los Desamparados
Después de esto vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con voz potente: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!». Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y adoraron a Dios, diciendo: «Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 7, 9-12).
En la Epístola de la Misa de Todos los Santos, el Apocalipsis («revelación») ha descorrido un velo. Ese velo de nuestra carne que nos impide ver un mundo que está ahí, pero que naturalmente no podemos percibir. Somos muy pequeños para algo tan grande.
Así le pasó a Jacob. El libro del Génesis nos cuenta cómo, huyendo de su hermano Esaú, hizo noche en un descampado. Allí, el hijo de Isaac vio en sueños una escala que llegaba al Cielo y por la que los ángeles subían y bajaban. Y Dios le habló y le hizo una promesa. Cuando Jacob despertó, dijo: «Realmente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía». Y, sobrecogido, añadió: «Qué terrible es este lugar: no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo» (Gn 28, 16s).
También nosotros, al celebrar la Sagrada Liturgia, ingresamos en un lugar sobrecogedor. Aquí nos hallamos muy cerca –a una oración de distancia– de la Iglesia Celeste, invisible pero tan real: la multitud de los ángeles y de los santos. Todos ellos, con María Santísima como Reina, adoran a Dios Uno y Trino, haciendo en todo su Voluntad, siendo eterna y plenamente felices, a la espera de la resurrección de la carne, donde también sus cuerpos (los de los santos) participarán de esta gloria.
De esta forma, aunque el Cielo es esencialmente la visión de Dios –en la que se cifra toda la bienaventuranza– y es el encuentro definitivo con Cristo –a quien veremos cara a cara–, sabemos que también es la comunión de todos los bienaventurados. Y esto no es poco, sino un nuevo título para anhelar el Cielo y para alabar a un Dios tan grande y tan bueno. Por eso, en nuestra contemplación del Cielo –parte integrante de los novísimos–, no olvidemos que allí se goza de la compañía de los santos. Detengámonos aquí un momento. Pensemos en ello.
El Cielo, en efecto, como nos ha mostrado el Apocalipsis, no es una inmensa soledad silenciosa, etérea y descafeinada, sino la bulliciosa multitud de las personas más maravillosas que ni siquiera podemos imaginar. Es la ciudad de los hombres que viven las bienaventuranzas al pie de la letra y en plenitud. Además, gritan y cantan y están eternamente felices, alegres y adorantes. Y tienen rostros concretos, historias que recordar, voces determinadas que pronunciar.
Allí está la Santísima Virgen María, los coros angélicos, cada uno de los Apóstoles, de los santos doctores y pastores, de los santos mártires, de los santos confesores, de las santas vírgenes… ¡todos! Inocentes como niños, sabios como ancianos, maravillosamente buenos. También están nuestros familiares que ya son santos (los que todavía no lo son, deben esperar y ser purificados). Están ahí, ahora, y, a la vez que nos ayudan mientras peregrinamos, nos esperan. Y son ellos, ellos mismos, porque la vida eterna no anula la personalidad e historia de las personas, sino que las lleva a plenitud. Si llegamos al cielo, por la misericordia de Dios, los santos no nos parecerán extraterrestres o entes fríos, sino conciudadanos y familiares (cf. Ef 2, 19). ¡Y qué bien nos encontraremos entre ellos!
Porque los santos no solo están totalmente referidos a Dios y en todo lo aman y obedecen, sino que también extienden su caridad entre ellos y con nosotros. El mandamiento de amar a Dios, en efecto, no excluye el de amar al prójimo. Ni en esta vida ni en aquella.
Imaginemos por un momento este panorama, cómo es ese lugar: un lugar donde se vive lo que Cristo prometió en el Monte. Allí, todos son misericordiosos y mansos (ni un ápice de soberbia, de ira, de defender «la propia parcela»); todos saciados y consolados por Dios (sin ir necesitando saciedades y consuelos de las criaturas); llenos de su justicia; limpios de corazón (sin nada de lujuria, de miradas perversas o codiciosas).
Un lugar donde se puede disfrutar absolutamente de Dios, sin cansancio espiritual, sin culpa, sin el peso de una carne-no-transfigurada… Un lugar donde se dan unos a otros la gloria debida, ¡sin vanidad y sin envidia!, ¡sin celos ni idolatrías! Un lugar donde cada uno se maravilla de las obras de Dios en cada alma (¡y en la propia!), y la admira, y la aplaude. Un lugar de conversaciones apasionantes, de intercambio de regalos, de admiración mutua, de verdadera amistad… en un constante ahondarse más y más en la insondable riqueza de Dios.
Pensemos, por un momento, en lo que será vivir allí, llenos, a la vez, de gloria y de humildad. Seremos realmente buenos y bellos y llenos de gloria y no nos supondrá ninguna inflamación de ego, sino todo lo contrario: todo podrá ser vivido en el más auténtico e inocente olvido de sí, en gratitud hacia Dios origen de todo don.
En el Cielo, en fin, se habla –hablaremos– el lenguaje del amor verdadero, sin los peligros de nuestro mundo caído, porque allí el mal no tendrá ninguna cabida. ¿No deseamos vivir allí? Es más, ¿no es lo que estamos buscando en cada pequeño anhelo terrestre? ¿No es hacia donde apunta nuestro corazón, brújula imantada hacia el Cielo?
El Cielo, sí, es ese lugar que, en el fondo, siempre hemos deseado, que siempre hemos estado buscando en la tierra desde niños, pero aquí no acaba de llegar… Creo que podemos afirmar que siempre hemos querido vivir entre santos, siendo santos, en comunión con Cristo, ¡viendo a Dios! Siempre hemos añorado el Cielo, porque esa es nuestra verdadera casa. Todos somos, de algún modo, como esos príncipes o princesas de los cuentos que, de niños, fueron separados de sus palacios y criados en una sencilla casa, por un humilde pastor o campesino; crecieron en esas cabañas, pero con perenne sensación de que estaban fuera de lugar, hasta que un día, felizmente, descubren su verdadero hogar y destino. Ese hogar existe y hay una estancia preparada por el Señor para cada uno de nosotros… Sursum corda, «levantemos hacia los santos nuestros corazones con las manos, trascendamos todo lo que pasa. Lloren nuestros ojos sin cesar por las alegrías prometidas. Hallemos felicidad en lo que se ha cumplido ya en los fieles que combatieran por Cristo ayer, y con Cristo reinan hoy. Congratulémonos en lo que con certeza se nos ha dicho: Iremos a la tierra de los vivos».1
1 Texto anónimo de la tradición benedictina, del siglo XII, tomado de Jean Leclercq, El amor a las letras y el deseo de Dios. Introducción a los autores monásticos de la Edad Media (Sígueme: Salamanca, 2009), 88-93.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº50 – NOVIEMBRE 2025