«No podéis servir a Dios y al dinero» Los vicios capitales (III): La avaricia
D. Tomás Miguet Civera, Pbro., Capítulo Nuestra Señora de los Desamparados

Vivid sin ansia de dinero, contentándoos con lo que tengáis, pues Él mismo dijo: “Nunca te dejaré ni te abandonaré”. (Heb 13, 5)
En su divina predicación, para sorpresa y espanto de sus discípulos (Mc 10, 24.26) y para burla de los fariseos (Lc 16,14), nuestro Señor estableció una disyuntiva radical: «Non potestis Deo servire et mammonæ, no podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6, 24; Lc 16, 13). No dijo “no podéis servir a Dios y al demonio” o “a Dios y a vosotros mismos” o “a Dios y al poder”. Lo que contrapuso frontalmente al servicio a Dios fue el servicio al dinero, caracterizándolo además como un amo (dominus) que se disputa con Dios la primacía de nuestros corazones. Al hablar así, Jesucristo no sólo hizo patente la terrible verdad de que el dinero deviene fácilmente en objeto de servicio y de adoración (un auténtico ídolo), sino que, más aún, puede convertirse en el culto alternativo al mismo Dios. He ahí el punto, he ahí la sorpresa. Y he aquí una constante algo olvidada (o sospechosamente silenciada) que atraviesa la predicación de Cristo y las enseñanzas de los santos: la condena tajante del amor al dinero, de la avaricia.
No en vano nuestro Divino Maestro dejó dicho en otro lugar: «Mirad: guardaos de toda clase de avaricia (Lc 12, 15). Y exclamó: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!» (Mc 10, 23). Y enseñó: «Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias [avaritiae], malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad». (Mc 7, 2022). En consonancia con las palabras de Cristo, San Pedro llamó «hijos de la maldición» a quienes «tienen el corazón entrenado en la codicia» (2Pe 2, 14). Y San Pablo, que habló del afán de dinero como una verdadera idolatría (Ef 5, 5; Col 3, 5), afirmó categóricamente que «radix enim omnium malorum est cupiditas, la codicia –el amor al dinero– es la raíz de todos los males» (1Tim 6, 10). Son sólo unos ejemplos.
Como siempre, este modo de hablar de la Sagrada Escritura, debe dirigir tanto nuestro obrar a obedecer prontamente, como también nuestro entendimiento, para comprender la verdad de las cosas, el lugar y significado de cada uno de los elementos de este mundo, de nuestras relaciones, de nosotros mismos. El lugar, en este caso, del dinero, y de nuestra relación con él.
Empezamos, pues, por preguntarnos qué es la avaricia y qué la hace tan peligrosa. Santo Tomás nos guía en este punto al hacer una primera distinción entre el dinero y el afán de dinero. El dinero, así como los bienes materiales a los que simboliza, pertenece al terreno de los medios o instrumentos: «Las riquezas tienen de suyo razón de bien útil, pues se desean porque sirven para utilidad del hombre» (IIII, 118, 2, resp.). Es natural, por tanto, desear los bienes exteriores en cuanto medios para conseguir el buen fin de nuestra subsistencia, valorándolos así como algo sometido al hombre, no algo a lo que someterse. Por eso, explica el Aquinate, «mientras se mantenga dentro de los límites impuestos por el fin, este deseo [de los bienes materiales] no será pecaminoso. Pero la avaricia traspasa esta regla y, por tanto, es pecado» (IIII, 118, 1, ad 1). La avaricia es, en efecto, la inmoderación en la recta valoración y uso de los bienes materiales, un apego insano a las riquezas que «se manifiesta en el gozo que se experimenta en poseerlas, en el afán por conservarlas, en la dificultad para separarse de ellas y en la pena que se siente al darlas».1
¿Cómo la avaricia traspasa la regla de la moderación? Por un lado, la inmoderación es posible, explica santo Tomás, con relación a la posesión de los bienes, y se da «cuando uno los adquiere y retiene más de lo debido». Al hacer esto, «la avaricia es pecado directamente contra el prójimo, porque uno no puede nadar en la abundancia de riquezas exteriores sin que otro pase necesidad, pues los bienes temporales no pueden ser poseídos a la vez por muchos» (IIII, 118, 1, ad 2). En este caso, y en otros en que se adquieran ilícitamente los bienes, la avaricia se contrapone principalmente a la virtud de la justicia (cf. IIII, 118, 3, resp.).
Un segundo modo de inmoderación, más sutil, se refiere al «afecto interior que se tiene a las riquezas por ejemplo, si se las ama o desea gozar de ellas desmedidamente», aunque no se le haga nada malo al prójimo directamente o se tengan pocas riquezas. En este caso, la avaricia es pecado contra uno mismo –verdadera autolesión, olvido de la salvación– pues «no se puede amar al mismo tiempo a la propia alma y al dinero»2. Y, como consecuencia lógica, también «es pecado contra Dios, como todos los pecados mortales, en cuanto se desprecia el bien eterno por un bien temporal» (IIII, 118, 1, ad 2). Cuando esto ocurre, la avaricia se opone más bien a su virtud propiamente contraria, la liberalidad (cf. IIII, 118, 3, resp.).
Y aquí hemos tocado el punto neurálgico: Un afecto desmedido que hace despreciar el bien eterno. De esto, en grado superlativo, es capaz el dinero o, mejor dicho, nuestro corazón con relación al dinero. Es ahora cuando nos podemos preguntar el porqué. Por qué es tan peligroso el dinero, por qué toca dimensiones tan hondas del corazón, por qué puede convertirse en ese “dominus” alternativo al Único y Verdadero Señor y ser, además, raíz de todos los males.
Santo Tomás, con visión de águila, nos da la clave al hablarnos de que el fin más apetecible del hombre, su fin último, es la bienaventuranza o felicidad. Por consiguiente, explica, «cuanto más un objeto participa de las condiciones de la felicidad, tanto más apetecible es» (IIII, 118, 7, resp.). ¿Cuáles son las condiciones de la felicidad? Una de ellas es que sea suficiente en sí, que no sea medio de otra cosa. Y esto es lo que le pasa al dinero. En efecto, como «las riquezas de suyo prometen esta suficiencia [de la bienaventuranza] en grado máximo», fácilmente les damos categoría de fin último. Y al darle esta categoría, también adquiere la característica de tender al infinito: lo que se quiere como fin último debe quererse sin medida. Y esta es la maldición del avaro: nunca tiene suficiente. «La bulimia del alma –dijo el Crisóstomo– es la avaricia; cuanto más se atiborra de alimentos, más desea»3.
El Aquinate reforzará esta idea con lúcidas citas de Aristóteles y del Eclesiástico. El primero dijo que «nos servimos del dinero para conseguirlo todo»; el segundo, que «el dinero sirve para todo» (IIII, 118, 7, resp.). He aquí el espejismo. El dinero es un sucedáneo del Cielo, promete falsamente que se puede tener todo, a la vez que es posibilidad de tener muchas cosas (I-II, 84, 1, resp.), convirtiéndose así en una trampa eficaz para un corazón que está hecho para el Todo, y sí, para ser rico, aunque de los bienes que no se apolillan (Mt 6, 19ss). Por eso ejerce tal atracción, por eso se entromete en la esfera de lo religioso, por eso los hombres le rinden tal culto y por él son capaces de tantos sacrificios y de tantas maldades. Y, por eso, al servir al dinero abandonan la fe en el Dios verdadero. Porque la seducción de las riquezas ahoga la palabra (Mt 13, 22). Porque no se puede servir a dos señores. Si no se confía en Dios, hace falta otro cimiento en el que edificar la propia vida. San Juan Clímaco lo dice sin tapujos: «El amor al dinero es la hija de la falta de fe. El avaro es un despreciador del evangelio y su transgresor voluntario… el que está encadenado a esta pasión no alcanzará jamás la oración pura»4. En definitiva, volvemos a las palabras del Divino Maestro: «No podéis servir a Dios y al dinero».
El afán de dinero es, por tanto, grandísima tentación y pecado cuando se consiente. No es el pecado más grave, pero sí acaso el de mayor fealdad (IIII, 118, 5, resp.) y, en un sentido, el de mayor peligro (IIII, 118, 5, ad 3). Es, además, pecado capital, precisamente por esa apariencia de fin, que nos impulsa «a emplear toda clase de medios, buenos o malos, con tal de conseguirlo» (íbid.), también otros pecados. El P. Castellani, con su característico donaire, lo llamó «pecado jefe», porque «manda a otros muchos»5.
Si, pues, la avaricia es pecado capital, ¿cuáles son sus “hijas”? El Aquinate enumera, con la Tradición, siete: la traición, el fraude, la mentira, el perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza de corazón (IIII, 118, 8, obj. 1).
Cada una de estas “hijas” deriva de uno u otro movimiento de la avaricia. En cuanto que ésta busca retener para sí las riquezas, la avaricia engendra dureza de corazón, «que no se ablanda con la misericordia ni ayuda con sus riquezas a los pobres» (IIII, 118, 8, resp). En cuanto la avaricia peca por exceso en la adquisición de riquezas, tenemos, por un lado, la inquietud, ya que el avaro nunca tiene suficiente y siempre está pensando o en no perder lo que tiene o en alcanzar lo que todavía no es suyo. Por otro lado, están la traición, el fraude y las otras injusticias, ya que el deseo de poseer se hace tan fuerte que fácilmente el avaro traspasa la Ley para lograrlo. Es el caso de Judas «que traicionó a Cristo por avaricia» (IIII, 118, 8, resp.).
El avaro, además, es incapaz de discernir bien, es decir, de ser prudente. Se le ha cegado la mirada, la lámpara del cuerpo (cf. Mt 6, 2223). Por eso, santo Tomás explica con lucidez pasmosa que los vicios falsamente semejantes a la prudencia (prudencia de la carne, astucia, engaño, solicitud por las cosas temporales, preocupación por el futuro) tienen su raíz precisamente en la avaricia (IIII, 55, 8, resp.). Es claro. ¿Cómo podrá ser prudente –mirar y obrar rectamente– quien está dominado por un apego a los bienes temporales, es decir, por una búsqueda constante del propio interés y seguridad? ¿Cómo ser objetivo sin un constante ejercicio de autorrenuncia, sin dejar de referir las cosas a uno mismo, sin mirar a lo Alto? En vez de prudente, aunque lo parezca, el avaro es astuto y calculador, siempre buscando asegurar lo que posee y “salvarse” a sí mismo. Y por eso, si maquinador e imprudente, mezquino6.
Terminado este breve recorrido por la avaricia, nos puede visitar ese espanto y desesperanza que invadió a los apóstoles cuando el Señor expresó lo difícil que es que un amante de las riquezas entre en el Cielo: «Entonces, ¿quién puede salvarse?» (Mt 19, 16). Nuestro Señor remitió al poder de Dios, que es donde debemos mirar: «Dios lo puede todo». Y como lo puede todo –no como el Dinero que promete esto mismo, pero no cumple–, puede también enseñarnos a poner en Él todo nuestro deseo de riqueza, todo nuestro anhelo de seguridad, a enamorarnos de la pobreza de espíritu (Mt 5, 3), para que Él sea nuestro única y verdadera ganancia. Puede lograr para nosotros, si de verdad lo queremos, que no sirvamos al mal señor, sino a Aquél que, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos (2Cor 8, 9). Puede también acostumbrarnos a mirar el Juicio, para que ese día no escuchemos lo mismo que quien atesoró para sí y no fue rico ante Dios: «Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?» (Lc 12, 2021). Puede hacer que nuestro duro corazón goce de dar con largueza y compartir con generosidad los bienes con los que nos bendice. Entre estos bienes, y por encima de ellos, está su santa Madre, pobre a este mundo y la más rica ante Dios. Ella nos fue dada al pie de la cruz para que la recibiéramos entre lo nuestro (Jn 19, 27) y así aprendiésemos que a quien tiene en Cristo su tesoro, nada la falta.
1 J. C. Larchet, Terapéutica de las enfermedades espirituales (Salamanca, Sígueme, 2014), 164.
2 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre 1 Corintios, XXIII, 6.
3 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre 2 Timoteo, VII, 2.
4 J. Clímaco, Escala Espiritual, escalón XVI.
5 L. Castellani, El Evangelio de Jesucristo (Cristiandad, Madrid, 2011), 273.
6 Cf. J. Pieper, Las virtudes fundamentales (Rialp, Madrid, 2007, 9ª ed.), 54-56.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº46 – JULIO 2025