La libertad de la vida en el Espíritu y los fenómenos extraordinarios

D. Rodrigo Menéndez Piñar, Pbro.

El espíritu grande y libre de doña Teresa de Ahumada había sido encajonado por el obtuso entender de sus confesores, al fallar sobre sus altas gracias divinas y los regalos que Dios le hacía en la oración. La estaban abocando a ser un alma apretada, lo más contrario a su anchuroso corazón, al dictar que debía resistir ─e incluso dar higas─ a la visión de nuestro Señor por creer que era demonio. Apareció entonces en escena un jesuita de ventitrés años, el P. Diego de Cetina, quien acertó a conducirla con más suavidad y libertad, comprediendo con mirada amplia los vastos horizontes del alma de Teresa. Ella quedó consoladísima y determinada a no salirse un punto de sus consejos. Este juzgó como buen espíritu el que impulsaba a Teresa y la exhortó a tornar de nuevo a la oración, centrándose en la Pasión y en la Humanidad de Cristo. Sin embargo, le indicó que resistiese los gustos en la oración. La Providencia dispuso la visita a la Ciudad de los Caballeros del santo duque de Gandía, Francisco de Borja, quien la mantuvo en la contemplación de la Pasión, pero le advirtió que no resistiese si el Señor le llevara el espíritu.

Cuando faltó Cetina ─apenas dos meses duró la dirección─ la tomó otro joven de la Compañía, esta vez de veintisiete, cuando Teresa vivía en casa de su gran amiga Doña Guiomar de Ulloa, que le indicó tratase con él. Se trataba del P. Juan de Prádanos, que a pesar de su juventud tenía en Ávila fama de elevar muchas almas hacia la perfección. Este padre, con exquisita prudencia, llevó su alma y la comenzó a poner en más perfección… con harta maña y blandura. Teresa aún estaba nada fuerte, sino muy tierna y con tiento le hizo ver la necesidad de dejar algunas amistades, que, aunque no ofendía a Dios en ellas, era mucha la afeción y parecíame a mí era ingratitud dejarlas, y ansí le decía que, pues no ofendía a Dios, que por qué havía de ser desagradecida. Prádanos insistió y le pidió lo encomendase a Dios unos días y rezase el himno del Veni Creator porque me diese luz de cuál era lo mejor.

Así lo hizo y la luz y el fuego del Divino Paráclito entraron a raudales en su alma para hacerla libre. Fue su primer éxtasis: un arrebatamiento tan súpito que casi me sacó de mí, cosa que yo no pude dudar porque fue muy conocido. Y entendió del Señor estas palabras: ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles. Pudo volar más alto porque se desataron aquellos hilos de los que habla san Juan de la Cruz: porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Estos eran los apetitos, las afecciones desordenadas a ciertas amistades, que provocan grandes daños en el alma, según sigue diciendo el doctor místico: porque el apetito y asimiento del alma tienen la propiedad que dicen tiene la rémora con la nao, que, con ser un pece muy pequeño, si acierta a pegarse a la nao, la tiene tan queda, que no la deja llegar al puerto ni navegar ─en la literatura clásica se decía que tenían la capacidad de encallar las naves. Plinio el Viejo, por ejemplo, culpa a una rémora de la derrota de Marco Antonio y Cleopatra frente a la flota de Octavio en la gran batalla del Accio─. Y así es lástima ver algunas almas como unas ricas naos cargadas de riquezas, y obras, y ejercicios espirituales, y virtudes, y mercedes que Dios las hace, y por no tener ánimo para acabar con algún gustillo, o asimiento, o afición ─que todo es uno─, nunca van adelante, ni llegan al puerto de la perfección, que no estaba en más que dar un buen vuelo y acabar de quebrar aquel hilo de asimiento o quitar aquella pegada rémora, de apetito.

Teresa quedó otra. Su corazón libre ─para que todas sus amistades fuesen siempre en Dios─ y su alma en paz. Prádanos supo esperar, sin presionarla, y aguardar a que el Señor obrase, como lo hizo, dando a Teresa en un punto la libertad que yo, con todas cuantas diligencias havia hecho muchos años havía, no pude alcanzar conmigo.

Esta es la obra del Paráclito en el alma. Esta es la verdadera vida en el espíritu. Esta es la libertad de los hijos de Dios. Desatar de las criaturas para atar en Dios, sabiendo que criatura es todo lo que no es Dios, también todo lo que podemos llamar fenónemos extraordinarios. Dios puede ─y de ordinario suele─ engolosinar a las almas. Son impulsos fuertes, pero para avanzar, no para quedarse en ellos. Por eso una cosa es que Dios los cause y nosotros, pobres hombres, veamos con harta confusión como el Espíritu sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va (Jn 3, 8); y otra muy distinta es buscarlos y creer que nos podemos poner en disposición de recibirlos ─o incluso de provocarlos─ con ciertas prácticas, oraciones, dinámicas, cantos, alabanzas y todas cuantas alhacaras espirituales se nos puedan ocurrir.

San Juan de la Cruz es en esto muy tajante al enseñar, incluso, la necesidad de rechazar estos fenómenos extraordinarios para que no se conviertan en impedimento, pues el alma debe estar desasida de ellos. Además, argumentará el santo de Fontiveros, lo que Dios busca producir con sus gracias ─cuando vienen de Él, claro─ ya lo produce nada más enviarlas, de tal manera que hermosean el alma antes de que ella pueda rechazarlas. A partir de ahí, todo es susceptible de generar confusión y engaño, así que la disposición es siempre no buscarlas. Los medios próximos para la unión con Dios son las virtules teologales: fe, esperanza y caridad. Dios las hace crecer infundiendo gracias extraordinarias, como el éxtasis místico, pero también existen fenómenos más externos, aparentemente más llamativos, que no forman parte del desarrollo del organismo sobrenatural de la gracia santificante. Son las gracias gratis datae para la utilidad de la Iglesia Universal (don de lenguas, levitación, conocimiento de espíritus, estigmatización, bilocación…). Si el alma quiere estas últimas, corre peligro de no crecer en la pura fe, esperanza y caridad, buscando los consuelos de Dios y no al Dios de los consuelos.

En los primeros momentos de la vida de la Iglesia hubo una gran efusión de estos fenómenos por parte del Divino Espíritu, para ayudar a su expansión primitiva. Conocido es como en Pentecostés los apóstoles predicaban y las gentes de otras naciones los escuchaban en su propia lengua (cf. Hch 2, 1-12). Fenómeno, por otra parte, no totalmente desaparecido y repetido de manera análoga en algunos santos a lo largo de la historia, como el gigante de la predicación medieval, San Vicente Ferrer, cuyos labios comunicaban la Verdad del Evangelio en lenguas que él no había estudiado. Pero ya El Apóstol se dio cuenta de lo fácilmente confundibles que podían ser estos fenómenos con las locuras de los sujetos desestructurados. Y, si bien puede también llamarse “don de lenguas” a los gemidos inefables que un alma profiere a causa del gozo interior producido por Dios ─esto es el Iubilum en sentido clásico y que san Agustín explica admirablemente─, es lógico pensar que este fenómeno puede materialmente reproducirse con gran facilidad debido a cualquier trastorno personal o histeria colectiva. Según uno de los grandes especialistas en doctrina paulina del s.XX, Josef Holzner, es esto lo que ocurría en Corinto y lo que motivó la enseñanza de San Pablo: El carisma genuino del “don de lenguas”, que se manifestó por primera vez en Pentecostés como una extraordinaria manifestación del Espíritu Santo, que se derramó en verdaderos torrentes de fuego hasta las profundidades emotivas del alma, es, según san Pablo, distinto de una impropia y descastada manera de “hablar lenguas”, que viene del obscuro campo del subconsciente irracional, al cual sucumben con facilidad las naturalezas débiles. Esto es lo que por lo visto ocurría en Corinto. San Pablo se opone a esta estimación exagerada de lo puramente sentimental, cuyo origen era difícil de reconocer, pero procedía ciertamente de las profundidades de la sensibilidad subconsciente y fácilmente podría llevar a fenómenos morbosos (San Pablo, Heraldo de Cristo. Barcelona [Herder] 1961, pp. 334-335). El mismo Pablo quiso poner sentido común en esas situaciones, dejando para la oración en lo escondido (cf. Mt 6, 6) esas efusiones: Doy gracias a Dios porque hablo en lenguas más que todos vosotros; pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con sentido para instruir a los demás, que diez mil palabras en lenguas (1 Cor 14, 18-19).

Cuando al alma le falta esta libertad interior para buscar sólo a Dios es muy fácil que se arrincone y apriete. Se ata su afectividad y vuelca sus apetitos en lo que no es Dios, sino en su propio emotivismo que la encierra en ella. Tradicionalmente ese apretamiento estaba relacionado con la ascesis por exceso, entendiendo que el negar la propia voluntad y el sacrificio penitencial causaban ya la santidad, olvidando la vida mística. Hoy se está dando la ascesis por defecto, haciendo de epifenómenos relacionados con la mísitca el nervio del cristiano. En el primer caso el alma está constreñida por su propio voluntarismo, apagando sus gustos y afectos. En el segundo igualmente constreñida, aunque sus afectos estén desbordados en continuas sensaciones opiáceas, por quedar atada a sus gustos.

No nos quedemos en los oropeles de los sentidos ni en los engaños en la complacencia sensitiva. Seamos libres para atarnos a la Voluntad de Dios. Esto será obra suya, que nos atrae con su Belleza, superando todas las demás bellezas; que nos arranca de las ataduras a través de la Cruz; y que nos une con Él infundiendo su amor en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5, 5). Así fue con Teresa, así quiere hacer con nosotros.

Oh Hermosura que excedéis 
a todas las hermosuras.
Sin herir dolor hacéis
y sin dolor deshacéis
el amor de las criaturas.

Pentecostés (Tiziano)

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «COVADONGA» Nº9 – JUNIO 2022