«¿QUIÉN SE PODRÁ DEFENDER DESTE MONSTRUO?» LOS VICIOS CAPITALES (I): LA ENVIDIA

D. Tomás Miguet Civera, Pbro., Capítulo Nuestra Señora de los Desamparados

Alegoría de la endivia del Giotto (1306), Cappella degli Scrovegni, extraído de Wikimedia Commons.

«¡Oh, envidia, raíz de infinitos males, y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo; pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias» (D. Quijote de la Mancha, II parte, Cap. VIII)

No hace falta ser un experto militar para comprender que una de las claves de todo combate es conocer al enemigo lo mejor posible: quién es, cuáles son sus planes y sus armas, qué fortalezas y debilidades tiene. Y esto también aplica al combate espiritual, en el que es crucial no sólo el conocimiento de los enemigos del alma –‍demonio, mundo, carne‍–, sino también sus objetivos bélicos, especialmente «aquello» en lo que nos quieren convertir con sus ataques.

En efecto, el tentador no trata simplemente de hacernos pecar. Pretende –a semejanza simiesca del Creador‍– conformarnos a su imagen, hacer un «antihombre» en el que nuestras fuerzas vitales queden deformadas grotescamente; que lo que está llamado en nosotros a vivirse recta, cabal y naturalmente (las virtudes), y así caminar hacia el Cielo, quede configurado para que hagamos el mal como algo propio (los vicios), y terminemos en el Infierno.

Estos vicios de los que hablamos, algunos de ellos «capitales» (es decir, generadores de otros), son primero tentaciones, pensamientos, insinuaciones. Luego, si se consiente, se concretan en pecados puntuales y, más tarde, si se reiteran, cuajan en nuestra naturaleza como hábitos malos. De ahí la conveniencia de conocerlos y atajarlos cuanto antes, cuando sólo son sugerencias y podemos ‍–‍gracia y naturaleza conjugadas‍– rechazarlos con más facilidad.

En esta ardua tarea no partimos de cero. La Iglesia lleva siglos estudiando y haciendo frente a los enemigos del alma, aunando la experiencia práctica con la luz intelectual. Y con la ventaja de quien conoce la Luz y el Bien, porque lo malo se conoce por lo bueno, y no al revés. De ella, Madre y Maestra, aprendemos a combatir, a conocer la fisonomía de los pecados, a detectar los movimientos de la tentación en sus primeros orígenes, a escoger las armas oportunas; con ella, aprendemos a tener la mirada puesta principalmente en Dios y a no dejarnos fascinar por el mal ni desalentarnos ante sus aparentes victorias; por ella, sobre todo, recibimos las fuerzas del Cielo y la confianza de que, aunque el adversario sea poderoso, con la ayuda de Dios podemos presentar batalla y vencer.

Entre los «pensamientos malvados» y los vicios que debemos conocer y combatir está la envidia, contraria al gozo de la caridad (S. Th. II-II, q. 34, intr.), hija de la vanagloria y madre de una perversa prole entre la que descuella el mismo odio (cf. II-II, q. 36). Ella pertenece a esa estirpe que «sale de dentro, del corazón del hombre… y hace al hombre impuro» (cf. Mc 7, 20-23).

No estamos, pues, ante un pecadillo sin importancia y sería de necios menospreciarlo. La envidia es, en efecto, como enseña Fray Luis de Granada, «uno de los pecados más poderosos y más perjudiciales que hay, y que más extendido tiene su imperio por el mundo, especialmente por las cortes y palacios, y casas de señores y príncipes; aunque ni deja universidades, ni cabildos, ni religiones por do no corra. Pues ¿quién se podrá defender deste monstruo? ¿Quién será tan dichoso que se escape, o de tener envidia, o de padecerla? […] Verdaderamente, este es un vicio de los que, de callado, tienen grandísimo señorío sobre la tierra, y el que la tiene destruida. Porque su propio efecto es perseguir a los buenos y a los que por sus virtudes y habilidades son preciados; porque aquí señaladamente tira ella sus saetas»1.

¿En qué consiste, pues, la envidia? ¿Cómo funciona? ¿Cuál es su raíz (cuyo conocimiento nos dará la clave para vencerla)? ¿Cuáles son sus frutos o hijas (cuya localización nos llevará hasta su madre)?

La envidia, uno de los «frutos de la carne» (Gal 5, 19-21), es «la tristeza ]el dolor, el trastorno] que nos ocasiona el bien del prójimo» (II-II, q. 36, a. 1). ¿Cómo es posible que el bien nos siente mal? He ahí la perversión: en cuanto se percibe como una amenaza para mi bien, para mi gloria, para mi felicidad. Y, al leerlo como mal, en consecuencia, sentimos dolor y rechazo, porque «el objeto de la tristeza [en general] es el mal propio». Y «sucede [en algunos casos] que el bien ajeno se toma como mal propio, y, en este sentido, se puede tener tristeza del bien ajeno» (II-II, q. 36, a. 1, resp.). Aunque, claro está, no todo dolor o tristeza por el bien ajeno es envidia (cf. II-II, q. 36, a. 1, resp.), pero eso es otro tema.

Y ¿qué causa que se perciba el bien como mal? ¿Cuál es la raíz de este delirio? San Pablo dice: «No seamos codiciosos de vanagloria, provocándonos unos a otros, envidiándonos recíprocamente» (Gál 5, 26). He aquí el punto, he aquí la madre: la vanagloria (el deseo enfermizo de manifestar la propia excelencia), la cual es, a su vez, hija directa de la soberbia. Quien enferma de envidia también está aquejado de vanagloria y, por eso, percibe «el bien de otro como mal personal porque aminora la propia gloria o excelencia. De esta manera, siente la envidia tristeza del bien ajeno, y por eso principalmente envidian los hombres aquellos bienes que reportan gloria y con los que los hombres desean ser honrados y tener fama» (II-II q. 36, a. 1, resp.).

Por ello, como agudamente enseña el Aquinate, «solamente se tiene envidia de aquellos con los que el hombre quiere o igualarse o aventajarles en su gloria» (II-II q. 36, a. 1, ad 2), es decir, con los que están más o menos cerca en lugar, tiempo o situación, ya que son estos los que pueden empañar la propia gloria. Además, sigue santo Tomás, la envidia germina con más facilidad en las almas ambiciosas y pusilánimes2. Ella es, por último, en cuanto a su género, pecado mortal (cf. S. Th. II-II q. 36, a. 4) y puede ser, cuando lo que se envidia es la gracia del hermano, pecado contra el Espíritu Santo (cf. S. Th. II-II q. 36, a. 4, ad 2).

Este vicio, a su vez, engendra otros. El Doctor Angélico, siguiendo a san Gregorio, enumera cinco hijas directas de la envidia: la murmuración, la difamación, la alegría en la adversidad del prójimo, la aflicción en su prosperidad y, finalmente, el odio. Su explicación merece citarse por extenso:

«El número de las hijas de la envidia pueden enumerarse de la manera siguiente: en el proceso de la envidia hay un principio, un medio y un fin. Al principio, en efecto, hay un esfuerzo por disminuir la gloria ajena, bien sea ocultamente, y esto da lugar a la murmuración, bien sea a las claras, y esto produce la difamación. Luego quien tiene el proyecto de disminuir la gloria ajena, o puede lograrlo, y entonces se da la alegría en la adversidad, o no puede, y en ese caso se produce la aflicción en la prosperidad. El final se remata con el odio, pues así como el bien deleitable causa el amor, la tristeza causa el odio» (S.Th. 2-2 q. 36, ad 3).

El fruto final de la envidia, que se ha dado a conocer en la murmuración, en la crítica y en esas incoherentes alegrías y tristezas, es, pues, el odio en sí mismo. Y el odio es contrario a la caridad. Y sin caridad no somos nada. Quien odia no vive, está muerto en vida. Se parece al diablo, «infinitamente soberbio y envidioso»3.

¿Cómo enfrentarnos a la envidia? Ya sólo hacerse la pregunta da esperanza y confianza para el combate. Se puede hacer algo, se puede vencer. Dios no nos conduce a la derrota.

Lo primero siempre es atender a lo que se ama y se defiende. Estar asentado en lo «genérico» de la vida cristiana: la vida de gracia y de caridad, de humildad, de oración, de magnanimidad, de no vivir apegado a los bienes de la tierra. Estar orientados hacia Dios y admirarnos de su Providencia, que reparte sus dones como quiere. Querer vivir de Él y para Él. Pedirle ayuda constantemente y especialmente en las tentaciones. Si no, ¿a qué luchar?, ¿con qué fuerzas? Uno lucha por lo que ama. Uno lucha si está vivo.

Luego está el combate específico. El de rechazar los ataques concretos. Ya hemos señalado la necesidad, para ello, de conocer a qué nos enfrentamos, cuál es el origen de la envidia y sus manifestaciones. Así, saber, por un lado, que estos sentimientos vienen del maligno (¡y no queremos servirle!) y de la vanagloria, y, por otro lado, detectar los pensamientos envidiosos y sus efectos, nos permitirá localizar lo que hay que rechazar y hacerle frente. Hemos de decirnos que no es verdad que el bien del prójimo sea mi mal. Esto sólo es verdad si quiero vivir de la vanagloria. Pero, en la humildad y en la caridad, no es verdad. El bien de mi prójimo (si es verdadero bien) es mi bien, y el mío es suyo, pues somos miembros de un mismo Cuerpo.

De ahí también la importancia de agradecer a Dios los dones propios y ajenos. Lo cual, además de ser terapéutico contra la envidia, es de verdadera justicia. Porque lo bueno viene de Dios, esté en mí o en el prójimo. Y es justo agradecérselo e injusto envidiarlo.

Más aún. No basta con no envidiar, es necesario abundar en bien: «Y no te debes contentar con no tener pesar de los bienes del prójimo, sino trabaja por hacerle todo el bien que pudieres y pide a nuestro Señor le haga lo que tú no pudieres»4. El mal se vence a fuerza de bien.

Y ahora pasemos de las palabras a los hechos, que los caballos se impacientan. Empuñemos las armas y que la Virgen María, que «no es envidiosa» (cf. 1Cor 13, 4) y que aplastó la cabeza de la serpiente, nos auxilie en la batalla.

1 Fray Luis de Granada, Guía de pecadores, Libro II, I parte, capítulo VIII.

2 «Nadie pone empeño en conseguir lo que está muy por encima de él. De ahí que, cuando alguien logra sobresalir en ello, no le envidia. Pero si la diferencia es poca, le parece que puede conseguirlo. Por eso, si fracasa en su intento, por el exceso de gloria del otro se entristece, y ésa es la razón por la que, quienes ambicionan honores, son más envidiosos. Los son igualmente los pusilánimes, porque todo lo planean a lo grande, y con el menor bien conseguido por otros se consideran ellos enormemente defraudados. Por eso leemos en Job 5,2: Al apocado le mata la envidia. Y san Gregorio, por su parte, escribe en V Moral.: No podemos envidiar sino a quienes tenemos por mejores que nosotros en algo.» S.Th. 2-2 q. 36, a. 1, ad 3.

3 San Agustín, Ciudad de Dios, XIV, III.

4 Fray Luis de Granada, Guía de pecadores, Libro II, I parte, capítulo VIII.