Témporas: la verdadera fiesta católica por el solsticio.
D. Víctor Asensi Ortega, Universidad de Valencia
En el anterior número hablamos de la fiesta de la Navidad, sus orígenes, su importancia en el calendario litúrgico y su relación con el solsticio de invierno. Al contrario de lo que popularmente se piensa, esta relación no se deriva de las fiestas paganas en honor a los cambios de estación, sino de la Pascua de Resurrección y del equinoccio vernal.
Sin embargo, sí existen unas fiestas católicas profundamente conectadas con los cambios de estación y con el culto pagano: las témporas. Y, aunque es una de las fiestas más antiguas y celebradas de la Iglesia católica, quizás incluso más antigua que la Navidad, es muy probable que nunca hayas oído hablar de ellas. Por eso, vamos a dedicar este artículo a estas grandes olvidadas. Y lo primero que debemos saber para entender las témporas es la naturaleza y el sentido de celebrar los cambios de estación.
Desde tiempos remotos, las civilizaciones han tenido un vínculo profundo con los cambios de estación. Es fácil entenderlo en aquellas civilizaciones que se asentaron gracias a la agricultura. La vida giraba en torno a las cosechas, y las cosechas se regían por las estaciones. Pero incluso las culturas del ártico, donde la agricultura es imposible y el cambio de las estaciones no se aprecia, celebran el solsticio de verano. Es el fin de la temporada de ballenas. Y es que la caza, igual que la agricultura, depende también de las estaciones[1].
Esta sujeción de la caza/agricultura a los avatares climáticos hace ver al hombre que él no es dueño absoluto de su destino. Ante este hecho, todas las civilizaciones volcaron su mirada en Dios. Hoy en día se tiende a leer esta respuesta como una divinización torpe del clima por creerlo incontrolable o caprichoso. Se aplica, nuevamente, el manido dios de los vacíos: «No sabemos qué causa las lluvias, así que debe ser Dios». La idea del dios de los vacíos falla porque ve al hombre antiguo como supersticioso e ignorante. Y esta idea no parte sino de la soberbia de nuestra época, que se ve a sí misma como «madura» y a sus ancestros, como «inmaduros», y, por eso, les achaca un pensamiento mágico y razonamientos infantiles.
Desde luego, esta lectura es incorrecta. Como ser racional, el hombre busca la verdad y observa patrones en todo lo que le rodea. En su momento más primitivo, lo busca en la naturaleza, y encuentra una razón (un logos) que aprende a predecir y aprovechar. Incluso las civilizaciones menos sofisticadas sabían leer el clima y los animales. Los sucesos no son fortuitos, sino que se dan conforme a un sentido. El desarrollo de un saber natural hace ver al hombre que la verdad y la mentira no las dicta él, sino que le vienen dadas.
Y, como ser espiritual, el hombre sabe trasladar esa ley natural que observa en toda la naturaleza a su vida y a su obrar. Entonces, toma conciencia de que no solo la verdad y la mentira, sino también el bien y el mal, le vienen dados. Desde luego, lo que no sabe es de dónde le viene dado, aunque entiende que debe ser de algo superior a él. Sabe que debe haber Dios, pero no sabe cómo es. Ahí es donde pueden comenzar el paganismo y la divinización de la naturaleza.
En otras palabras, las civilizaciones antiguas se sentían agradecidas de que la naturaleza siguiera patrones predecibles que les permitieran prosperar. Pero como no se le puede hablar a una nube ni a una tabla de cálculo, necesitaban agradecérselo a alguien, no a algo. Por ello, van surgiendo deidades como Ceres, Sedna o cualquier otra. Por tanto, la mayoría de estas fiestas en su honor tenían un componente religioso de acción de gracias dirigida a una divinidad personal. Por supuesto, también se le pedía a la divinidad que siguiera favoreciendo a sus fieles y regalando sus dones.
Nada de esto es torpe o pueril. De hecho, las civilizaciones más sofisticadas, como las mediterráneas orientales y, más tarde, Roma, desarrollaron una ciencia muy precisa para leer el clima. Pero ser capaces de entender el clima no desprestigiaba la fe pagana, al contrario. Como vimos, era ese mismo astro que tanto estudiaban y conocían el que personificaban en Sol. Si lo consideraban un dios tan importante, era justamente porque lo conocían muy bien. Precisamente por su gran predictibilidad y consecuente confiabilidad, Sol representaba tan bien la eternidad y el logos[2].
Así, el paganismo es la respuesta normal de un ser espiritual cuando no conoce a Dios. Por eso, hoy en día vuelve a surgir. No obstante, el paganismo no tiene lugar cuando el mismo Dios se revela. Dios mismo se hizo hombre hace 2025 años de María Santísima y nos predicó la Verdad del hombre, de la naturaleza e incluso de Sí Mismo. Desde entonces, no cabe ningún paganismo, ninguna suposición de cómo es Dios, porque él mismo nos ha dicho todo lo que necesitamos saber de Él, ni más, ni menos.
En consecuencia, el cristianismo corta radicalmente con el paganismo al pasar de un dios mítico a un Dios revelado, aunque esto no significa que rechace todo lo que es pagano. Como nos enseña san Pablo, «se examinó todo y se quedó con lo bueno» (1 Ts 5, 21). En este sentido, celebrar las estaciones es algo humano, no pagano. El cristianismo no era ajeno a esa realidad. Las fiestas de cambio de estación no suponían ningún problema. Pero, después de la Encarnación, no podían seguir dirigiéndose plegarias a ídolos de la naturaleza como Ceres, Baco o Saturno, sino únicamente hacia el verdadero autor de los ciclos naturales: Dios.
Una vez aclarado esto, podemos entender mucho mejor cómo tomaron forma estas fiestas. En realidad, la fijación dentro de la Iglesia de las fechas y las prácticas de las témporas es una historia larga y rica, cuyo hilo conductor fue siempre el cambio de estación. La primera referencia escrita la encontramos en el Liber pontificalis, bajo el pontificado de Calixto I (217-222), quien ordenó el ayuno para esos días. Sin embargo, su práctica podría ser aún más antigua. San León Magno (440-461) afirmaba que las témporas eran de institución apostólica. En una de sus homilías[3], este santo resume y explica muy bien todo lo expuesto hasta ahora, desmintiendo, de paso, la visión del dios de los vacíos:
[Los ayunos señalados por la Iglesia] han sido distribuidos a través del ciclo anual por la inspiración del Espíritu Santo, […] la ley de la abstinencia corresponde a todas las épocas; puesto que el ayuno primaveral lo celebramos en la Cuaresma; el veraniego, en Pentecostés; el otoñal, en el séptimo mes, y el invernal, en este mes, que es precisamente el décimo y como sabemos que los divinos preceptos no son cosa huera y que todos los elementos sirven a la palabra divina para nuestra enseñanza, por eso las cuatro estaciones del año, como si fueran cuatro Evangelios, nos enseñan incesantemente lo que debemos predicar y lo que tenemos que practicar. Al decir el Profeta: Los cielos anuncian la gloria de Dios y las obras de sus manos aparecen patentes en el firmamento; cada día tiene su palabra y cada noche su significado (Ps., 18, 1), ¿qué es lo que la divina verdad no nos habla? Sus palabras se oyen de día y también de noche y la belleza de tantas cosas creadas por la mano de un solo Dios están gritando continuamente a los oídos del corazón la gran conclusión: que lo que hay de invisible en Dios se puede colegir por lo que ven nuestros sentidos (Rom., 1, 20), y así es al creador del universo y no a la criatura a quien se debe rendir homenaje.
Aunque se podría escribir un artículo por cada témpora, tomemos las témporas de invierno a modo de escolio del artículo de la Navidad. Al beber directamente de los festivales paganos, las témporas fueron más populares en Roma. Las fiestas romanas del solsticio de invierno se celebraban del 17 al 23 de diciembre. Aunque el solsticio marca el día con menos luz solar, el efecto sobre el anochecer comienza antes debido a otros factores astronómicos, lo que marcaba el inicio de las celebraciones.
Concretamente, la distancia entre el Sol y la Tierra disminuye considerablemente en invierno (alcanzando el perihelio, el día de distancia mínima, alrededor del 4 de enero), lo cual causa que la Tierra se desplace algo más lentamente y se dilate un poco la hora de anochecer. Esto, a su vez, provoca que, por ejemplo en el 2024, el 17 de diciembre en Valencia ya anocheció consistentemente un minuto más tarde que el día anterior, pese a que el solsticio cayó el día 25[4]. Aunque pueda resultarnos imperceptible, a nuestros «pueriles e ignorantes ancestros» no se lo parecía, y, por eso, las fiestas del solsticio solían ser algo anteriores al solsticio, igual que las témporas.
Al principio, la fecha de las témporas eran móviles. Fue Gregorio VII (1073-1085) quien las fijó para toda la Iglesia los días miércoles, viernes y sábado posteriores al miércoles de ceniza, a Pentecostés, a la Exaltación de la Cruz y a santa Lucía, siendo esta última la referencia para el invierno[5]. La devoción a santa Lucía estaba muy extendida desde los primeros siglos y ya el Martyrologium Hieronymianum (s. IV) recoge su onomástica el 13 de diciembre.
Debido al error del calendario juliano, en el siglo XI el solsticio ya caía en el 16-17 de diciembre. La fecha en la que se celebraba santa Lucía (algo antes del solsticio), unida al simbolismo derivado de su nombre (que comparte raíz con luz), convirtió a santa Lucía en el referente de las témporas de invierno y de las fiestas cristianas del solsticio. En la recién cristianizada Europa del norte, donde la fiesta central de las culturas autóctonas era el solsticio de invierno, arraigó con renovada fuerza la devoción a santa Lucía, que todavía se conserva tanto por los católicos de esos países, como en la cultura popular[6].
Dawkins, un afamado ateo, respondió una vez a un católico que le acusaba de no conocer la Fe que «no hace falta conocer la Leprechaunología para no creer en los Leprechauns». La tesis de que «la Navidad sustituye a las fiestas del solsticio» suena muy convincente cuando se tienen conocimientos superficiales de la antigüedad y de la Fe. Sin embargo, una mirada profunda en la Historia revela que la cultura precristiana más devota del solsticio, la escandinava, reformuló su fiesta del solsticio con santa Lucía y nadie nunca trató de ocultarlo. Parece mentira, pero muchas veces la verdad es así de obvia y así de fácil de enmascarar bajo un relato.
Con el paso de los siglos, las témporas solo ganaron importancia. Desde los tiempos apostólicos, se exigía ayuno y oración para recibir las órdenes (Hechos 13, 3). Así que desde Gelasio I, las ordenaciones eran los sábados de témporas. De esta manera, la práctica del ayuno de témporas unía a toda la Iglesia en oración por el clero. La abstinencia se exportó a tierras tan lejanas como Japón. Las famosas tempuras reciben este nombre por los jesuitas portugueses que guardaban la abstinencia de témporas y cocinaban verdura y pescado de un modo aún desconocido en Japón.
Pero, pese a todo este éxito, las témporas no superaron la prueba de la modernidad. Quizá por culpa de la desconexión del hombre moderno con los ciclos naturales, estas fiestas quedaron relegadas a unas fiestas «por las cosechas» que solo se celebraban en las zonas agrarias. Finalmente, la constitución apostólica Paenitemini excluyó las témporas de los días de ayuno, y en el misal del 1969 las reduce a una única memoria, el 5 de octubre.
Aunque ya no sea una obligación estricta, las témporas se presentan como una oportunidad para reconectar con el ritmo del año litúrgico, agradecer por los frutos de la tierra y redescubrir la belleza de la liturgia tradicional. Las témporas invitan a entrar en cada época del año con un espíritu penitente, pero con un aspecto de acción de gracias. Cumpliendo ayuno y abstinencia, conseguimos entrar en una actitud de oración y retiro interno que eleva nuestra mente a Dios para ofrecerle los frutos de esa estación y encomendarnos para la que entra. Tal vez el mundo actual nos haya desconectado de la grandeza del orden natural, pero las témporas nos brindan una oportunidad de contemplar su grandeza y la de su Autor en cada cambio de estación. No las dejemos en el olvido.
[1] Se puede leer una breve reseña del Nalukataq, una de estas celebraciones aquí. En última instancia, esta festividad también se cristianizó.
[2] Del artículo anterior, Sol – The Sun In The Art And Religions Of Rome, Hinjmans, 2008
[3] SERMON VIII, Del ayuno del mes décimo. Sermones Escogidos, disponible aquí.
[4] Salidas y puestas del Sol según el IGN, se pueden consultar aquí. La puesta más temprana se alcanza el 30/11 y se mantiene hasta el 14/12, que empiezan a remitir, pero las horas de luz siguen disminuyendo hasta el 17/12 y se mantienen hasta el solsticio, cuando empiezan a aumentar.
[5] Mershman, F. (1909). Ember Days. In The Catholic Encyclopedia. New York: Robert Appleton Company. http://www.newadvent.org/cathen/05399b.htm
[6] Aquí hablan de algunas tradiciones asociadas, aunque hablando del origen son un poco imprecisos.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº40 – ENERO 2025