Vida de San Abraham
Efrén de Edesa

Prólogo
Hermanos míos, deseo narraros el buen modo de vivir del admirable y perfecto varón Abraham, que de tal modo lo emprendió que al fin mereció la gloria eterna. Pero temo relatar su admirable y maravillosa historia cuando considero la imagen de sus virtudes, pues el acabado modo de vivir de este hombre es el mejor, mientras que yo me hallo maltrecho y soy rudo. Ciertamente la imagen de su virtud es espléndida y digna de admiración, pero los colores de palabras con que va a ser pintada son demasiado tristes y oscuros. Con todo, aunque inexperto, lo intentaré a pesar de mis limitaciones y de que no lo llegue a lograr a la perfección. Lo narraré en cuanto soy capaz de hablar de este hombre, puesto que quien se mereció llamar «segundo Abraham» no puede ser descrito con facilidad por la boca humana; vivió él en nuestros tiempos llevando en la tierra una vida de ángeles; adquirió la paciencia como diamante fortísimo, por la que mereció alcanzar la gloria celeste; y, porque desde su juventud conservó el pudor de la castidad, fue hecho templo del Espíritu Santo como vaso santificado, y así se presentó ante Dios para que se dignase habitar en el habitáculo de su mente.
CAPÍTULO I
Este dichoso Abraham tuvo unos padres muy ricos que lo amaban tiernamente y sobremanera, al punto de que su amor trascendía el afecto humano, y lo desposaron con una niña mientras todavía también él estaba en la niñez, esperando y deseando que se elevase a alguna dignidad en el mundo. Con todo, de ninguna manera era esta su intención: ya desde los comienzos de su adolescencia frecuentaba continuamente las celebraciones en las iglesias, y cuanto allí se recitaba de las divinas Escrituras lo oía de buenísima gana inclinando su oído y lo guardaba en la memoria de su corazón, de manera que podía rumiar en profundísima meditación cuando estaba ausente aquello que había aprendido. No obstante, cuando sus padres consideraron que ya era el momento de que se casase, se pusieron a empujarlo a atarse con los vínculos del matrimonio. Él al principio no quiso hacerlo, pero como no podía soportar sus continuas e insistentes molestias, vencido por el rubor y la vergüenza, se vio presionado a acceder. Así pues, una vez celebrada la boda, estando a los siete días su esposa sentada en el lecho nupcial, de repente la divina gracia brilló en su corazón como una luz. Él la recibió como guía de su deseo, salió de allí, la siguió y partió de la ciudad.
CAPÍTULO II
Casi a dos millas de su casa encontró una celdilla vacía, en la que comenzó a vivir. En ella permanecía glorificando a Dios con inmensa alegría, pero tanto sus padres como los vecinos estaban muy confundidos por lo que había sucedido y, poniéndose en marcha, se dispersaron por diversos lugares, buscando en todas partes al hombre de Dios. Después de diecisiete días lo encontraron rezando en la mencionada celdilla, y el bienaventurado varón, viéndolos llenos de confusión, les dijo: «¿Por qué me miráis con admiración? Glorificad más bien al Dios de toda misericordia, que me libró del cieno de mis maldades, y orad por mí, para que sea capaz de llevar hasta el fin este suavísimo yugo bajo el cual, aunque indigno, se dignó recibirme el Señor, y pueda ordenar toda mi vida según el beneplácito de su voluntad». Al oírlo todos, respondieron: «Amén»; y él les rogó que no le causasen muchas molestias con pretexto de visitarlo. Una vez que se marcharon, tapó la entrada de su celda y, encerrándose por dentro, dejó un agujero pequeñísimo a modo de ventana para que pudiese recibir los alimentos el día que se los traían según la costumbre.
De este modo, la gracia de Dios iluminaba su alma, que se había retirado de las inquietudes de la multitud. Y, progresando cada día de la mejor manera en que se puede vivir, puso la continencia como primer fundamento de su vida. y se entregó a vigilias y oraciones con llanto, humildad y caridad. Asimismo, como se divulgó por todo el lugar la fama de su santidad, venían personas de todas partes para verlo y ser edificados por él. Dios le concedió generosamente poder hablar con sabiduría, ciencia y consuelo, y así iluminaba las mentes de los que lo escuchaban como si fuera una estrella brillantísima.
CAPÍTULO III
Doce años después de haber renunciado al mundo, sus padres partieron de esta vida y le dejaron abundante oro y grandes fincas, y él llamó a un amigo a quien quería mucho y le impuso la piadosa tarea de repartir todo a los necesitados y a los huérfanos, a fin de que no le surgiese impedimento a sus plegarias por causa de esto. Haciéndolo así, permaneció con ánimo seguro y mente tranquila, pues este buen hombre procuraba ante todo que su corazón no se atase a ningún negocio terreno, y por eso no poseía nada sobre la tierra sino un saco y una túnica de cilicio. Conservó también un cuenco pequeñísimo en que solía comer o beber, y una esterilla para dormir. Se portaba con todos con muchísima humildad y actuaba igualmente con caridad para con todos: no honraba más al rico que al pobre ni anteponía el señor al súbdito ni el noble al plebeyo, sino que, amando del mismo modo a todos, honraba a todos sin ninguna acepción de personas. Y nunca increpaba insolentemente a nadie, sino que su conversación se basaba en la caridad y en la mansedumbre. ¿Quién oyendo sus palabras se pudo alguna vez saciar de las que provenían de la dulzura de su hablar? ¿O quién viendo su rostro, portador de imagen de santidad, no tuvo deseos de verlo más a menudo? Jamás cambió la regla de abstinencia que una vez había tomado; así, llevó a término durante cuarenta años esta vida con completa alegría, y por el gran amor y deseo que tenía puesto en Cristo, reputaba toda la duración de aquel tiempo por poquísimos días, y todo el rigor de su durísima vida le parecía nada.
CAPÍTULO IV
No lejos de aquella ciudad había un pueblo bastante grande y poblado en que eran todos cruelísimos paganos, desde el más pequeño al más grande, a quienes nadie era capaz de apartar del culto de los ídolos. Algunos presbíteros y diáconos, a quienes el obispo había ordenado y mandado que fuesen allí, regresaban sin ningún fruto de salvación, incapaces de soportar el trabajo de su aflicción, pues no habían podido persuadirlos y conseguir que su espíritu feroz aceptase la fe. Al contrario, ellos levantaban persecuciones y grandísimas revueltas contra los que les predicaban. Incluso una muchedumbre de monjes, que intentaron una y otra vez entrar allí, no fueron capaces de hacer casi nada por su conversión. Con todo, en una reunión del obispo con sus clérigos, hizo mención de este felicísimo varón, y les dijo: «Yo no fui capaz de ver en mis años a un hombre como este, tan perfecto en obrar el bien y adornado de todas las virtudes, en quien quiso Dios morar, como se puede hallar ahora al santísimo Abraham». Los clérigos respondieron ser verdad que era siervo de Dios, y lo llamaban «monje perfecto». Y dijo el obispo: «Quiero ordenarlo presbítero en ese lugar de gentiles, pues puede convertirlos con su paciencia y su gran amor a Dios». Y levantándose de inmediato partió hacia la celda del santo varón con sus clérigos. Tras saludarlo, le habló al momento de los gentiles de aquel lugar, rogándole que se fuese a vivir con ellos para trabajar por su salvación. Al oírlo él, se puso muy triste y dijo al obispo: «Te ruego, Padre santísimo, permíteme llorar mis maldades, y no me impongas esta tarea, pues soy débil y pequeño». Y el obispo le respondió: «Eres capaz por la gracia de Dios, no seas, pues, tardo en cumplir este santo mandato». Y el bienaventurado varón le respondió de nuevo: «Suplico a tu santidad que me deje llorar mis maldades». Y le dijo el obispo: «Has dejado el mundo entero y lo que hay en él y abrazado una vida crucificada, pero, aun cuando has realizado todo esto, reconoce que no tienes la obediencia que sobresale sobre todas las virtudes». Al oír esto, empezó a llorar amargamente, diciéndole: «¿Qué soy yo, perro muerto1, y qué es mi vida, pues has juzgado tal cosa de mí, oh santísimo Padre?». Y le dijo el obispo: «Quedándote aquí solo consigues tu salvación, pero allí muchos, por obra de la divina gracia, se salvarán gracias a ti: aquellos que tú conviertas al Señor Dios. Considera, pues, cómo alcanzarás mayor recompensa: si te salvas solo a ti mismo o si llevas contigo a muchos a la salvación». Entonces concluyó llorando el bienaventurado hombre de Dios: «Hágase la voluntad del Señor: por obediencia emprenderé cuanto has ordenado».
CAPÍTULO V
Así pues, el obispo lo sacó de su celda, lo llevó a la ciudad, lo ordenó presbítero por la imposición de manos y lo condujo sin demora al pueblo de los paganos. Mientras Abraham iba de camino, rogaba al Señor: «Dios lleno de clemencia y benignidad, mira mi debilidad y manda tu gracia del cielo para protegerme, para que sea glorificado tu santo nombre». Llegando al pueblo y viéndolos a todos completamente sumidos en la locura de la idolatría, gimiendo desde lo profundo de su corazón, lloró amargamente, y elevando sus ojos al cielo, exclamó: «Tú eres el único sin pecado, oh Dios, no desprecies la obra de tus manos». Y con presteza mandó un correo a la ciudad para el amigo que tanto quería a fin de que la trajese el dinero que había sobrado de su patrimonio. En cuanto llegó el dinero, en el plazo de pocos días logró construir una iglesia, que dotó de abundantes y magníficos adornos, como se haría con la mejor de las esposas. No obstante, mientras se estaba construyendo, el hombre de Dios pasaba cada día por entre los ídolos de los gentiles sin decir nada, sino que tan solo oraba en su corazón y, con lágrimas, dirigía al Señor sus gemidos.
Una vez que se acabó de construir la iglesia, se dispuso a presentar, con lágrimas, su oblación al Señor a manera de obsequio. Así pues, puesto de rodillas hizo al Señor esta ardiente plegaria en su oración: «Tú, Hijo omnipotente de Dios vivo, que llevaste todo el mundo, oprimido por la oscuridad del error, al conocimiento de tu luz por tu presencia, congrega también a este tu pueblo disperso en el seno de tu Iglesia e ilumina los ojos de sus almas, para que, rechazando el culto de los ídolos, te reconozcan a ti como único Dios, que amas a los hombres y eres bueno con ellos».
Terminada la oración, salió de inmediato de la iglesia y se dirigió al templo de los gentiles, cuyas aras e ídolos volcó y destruyó con sus manos; y, cuando la turba de los gentiles lo vio, se abalanzaron sobre él como fieras salvajes y lo hicieron huir herido con muchos golpes, mas él, permaneciendo ocultamente de noche en la iglesia, sin prestar atención al dolor de sus heridas, tan solo oraba con lloros y gemidos al Señor para que se salvasen.
Llegada ya la mañana, acercándose los paganos, encontraron al hombre de Dios orando, y llenos de gran confusión, se quedaron algunos como petrificados. Desde entonces, empezaron a ir cada día a la iglesia, no solo para orar, sino también para alegrarse contemplando con sus ojos el decoro y la hermosura de la iglesia. Empezó entonces cierto día el bienaventurado Abraham a predicarles para que reconociesen a Dios, pero ellos, mostrándose todavía más salvajes que antes, lo golpearon con varas como si fuese una piedra inerte, y atando sus pies con una cuerda, lo echaron fuera del pueblo lanzándole piedras; y, pensando ya que lo habían matado, lo dejaron allí medio muerto.
A media noche recobró el conocimiento y empezó a llorar muy amargamente y a decir: «¿Por qué, Señor, has despreciado mi humildad, y por qué apartas de mí tu rostro? ¿Por qué rechazas mi alma y has despreciado, Señor, la obra de tus manos? Ahora, Señor, mira a tu siervo y escucha mi súplica y fortaléceme, y desata a tus siervos de las ataduras del diablo, y concédeles que te conozcan como único Dios, y que fuera de ti no hay otro». Después, levantándose de su oración, llegó al pueblo, entró en la iglesia y se puso a cantar salmos al Señor. Cuando se hizo de día, los que pasaban por allí lo vieron, y estupefactos y poseídos de locura, sin tener entrañas de misericordia, lo atacaron cruelmente, provocándole muchas heridas; y, atándolo con cuerdas, según su costumbre, lo echaron fuera del pueblo.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº49 – OCTUBRE 2025