Sábado 27 de julio. Santa María en sábado. San Pantaleón, mártir
Resumen de las catequesis del Libro del Peregrino 2024 – Nuestra Señora de la Cristiandad – España.
- La Santa Misa, verdadero sacrificio*
La Santa Misa es un verdadero sacrificio. Para entender esto debemos considerar, en primer lugar, la importancia de los sacrificios como parte de toda religión natural, de los sacrificios de la Antigua Alianza y del sacrificio de la Cruz.
¿Qué es un sacrificio? Lo primero que se ha de decir es que el sacrificio es el acto más importante del culto externo y público, el más solemne y excelente con que puede honrarse a Dios.
En sentido estricto, el sacrificio se define como la oblación externa de una cosa sensible, con cierta inmutación o destrucción de la misma, realizada por el sacerdote en honor de Dios para testimoniar su supremo dominio y nuestra completa sujeción a Él.
Este principio, que es de derecho natural y confirma la práctica universal del género humano en todas las religiones, cobra un nuevo sentido con la Revelación del Dios verdadero. En la Antigua Alianza, los sacrificios que se ofrecen, mandados por Dios, van a ser cruentos (con efusión de sangre) pero finitos (por quienes los ofrecen y por lo que se ofrece).
Estos van a tener el sentido de preparar el verdadero, pleno y definitivo Sacrificio que será ofrecido por Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz. Su valor es infinito por quien lo ofrece y por lo que ofrece: a Sí mismo.
Podemos completar esta noción general de sacrificio con la que ofrece San Agustín en la Ciudad de Dios cuando afirma que “el verdadero sacrificio es toda obra hecha para unirnos a Dios en santa alianza, es decir, referido a la meta de aquel bien que puede hacernos de verdad felices”.
Dicho esto, podemos entender mejor qué queremos decir cuando afirmamos que la Misa es un verdadero sacrificio, tal como la Iglesia lo enseña. Es de fe divina que en la Santa Misa se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio y es doctrina católica que el sacrificio de la Cruz y el sacrificio del altar son un solo e idéntico sacrificio, sin más diferencia que el modo de ofrecerse: cruento en la cruz e incruento en el altar.
Como enseña el Concilio de Trento: “Una y la misma es la víctima, uno mismo el que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes y el que se ofreció entonces en la cruz; solo es distinto el modo de ofrecerse”.
Por eso, podemos decir descriptivamente que la Santa Misa “es el sacrificio incruento de la Nueva Ley que conmemora y renueva el del Calvario, en el cual se ofrece a Dios, en mística inmolación, el cuerpo y la sangre de Cristo bajo las especies sacramentales de pan y vino, realizado por el mismo Cristo, a través de su legítimo ministro, para reconocer el supremo dominio de Dios y aplicarnos los méritos del sacrificio de la cruz”.
- Esencia del sacrificio de la Misa
Los teólogos se han preguntado cuál es la esencia de la Misa. Algunos la han encontrado en el ofertorio. Otros, en la consagración y comunión del sacerdote, en la sola comunión, o en la conjunción de la consagración, oblación de la Hostia consagrada, mezcla de las dos especies y comunión. Otros, entre ellos Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, en la sola consagración de las dos especies.
Siguiendo a Santo Tomás, la encíclica Mediator Dei, de Pío XII, enseñó que la esencia del sacrificio de la Misa consiste en la sola consagración de las dos especies: “Se debe, pues, una vez más advertir que el sacrificio eucarístico, por su misma naturaleza, es la incruenta inmolación de la divina Víctima, inmolación que se manifiesta místicamente por la separación de las sagradas especies y por la oblación de las mismas al Eterno Padre”.
Por esta razón, se dice que la consagración o transubstanciación de las dos especies del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor constituye formalmente el Sacrificio Eucarístico. Cristo, por la separación simbólica o sacramental de su Cuerpo y de su Sangre bajo las distintas especies, que representan su inmolación cruenta en la cruz, se ofrece e inmola a su Eterno Padre de una manera incruenta, mística o sacramental.
Así, Pio XII en la misma encíclica, siguiendo de nuevo a Santo Tomás, enseña que “en la cruz Él se ofreció a Dios totalmente y con todos sus sufrimientos, y esta inmolación de la Víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente padecida; en cambio, sobre el altar, a causa del estado glorioso de su naturaleza humana, «la muerte no tendrá́ ya dominio sobre El» (Romanos 6,9), y por eso la efusión de la sangre es imposible; pero la Divina Sabiduría ha hallado un modo admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la transustanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo, así como está realmente presente su cuerpo, también lo está su sangre; y de esa manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que, por medio de señales diversas, se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima.”.
- Fines de la Santa Misa I
La Santa Misa, como renovación incruenta del sacrificio del Calvario, tiene los mismos fines y produce los mismos efectos que el Sacrificio de la Cruz. Es doctrina de fe divina, expresamente definida en el Concilio de Trento, que la Santa Misa es, a la vez, un sacrificio de adoración, reparación, impetración o propiciación y acción de gracias.
Sacrificio latréutico o de adoración: por la mística inmolación de Jesucristo bajo las especies de pan y vino se ofrece a Dios un sacrificio de valor infinito en reconocimiento de su supremo dominio sobre nosotros y de nuestra humilde servidumbre hacia Él, que es lo propio del culto de latría o adoración. Esta finalidad se consigue siempre y de modo infalible por la dignidad infinita del Sacerdote principal que es Jesucristo y por el valor de la Víctima ofrecida.
Así, una sola misa glorifica más a Dios que lo que le glorificarán en el cielo por toda la eternidad todos los ángeles y santos juntos, incluyendo a la misma Santísima Virgen María, Madre de Dios.
La razón es que toda la glorificación que las criaturas ofrecerán a Dios eternamente en el cielo será todo lo grande que se quiera, pero no infinita; mientras que la Santa Misa glorifica infinitamente a Dios, en el sentido riguroso y estricto de la palabra. En retorno de esta inmensa glorificación, Dios se inclina amorosamente hacia sus criaturas. De ahí procede el inmenso tesoro que representa para nosotros el Santo Sacrificio del altar.
Sacrificio de reparación o propiciatorio: La Santa Misa, como renovación que es del mismo sacrificio redentor, tiene toda su virtud infinita y toda su eficacia reparadora. Claro que este efecto no se nos aplica en toda su plenitud infinita, sino en grado limitado y finito, según nuestras disposiciones. Pero, con todo:
a) Nos alcanza —de suyo ex opere operato, si no le ponemos obstáculos— la gracia actual, necesaria para el arrepentimiento de nuestros pecados.
Lo enseña expresamente el concilio de Trento: «Pues aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean».
b) Nos remite siempre, infaliblemente si no ponemos obstáculo, parte, al menos, de la pena temporal que teníamos que pagar por nuestros pecados en este mundo o en el otro.
Y este efecto puede producirlo también en favor de las almas del Purgatorio, como declaró expresamente el mismo Concilio de Trento. El grado y medida de esta remisión depende de nuestras disposiciones, al menos en lo relativo a las penas debidas por nuestros propios pecados; porque en lo relativo al grado de descuento a las almas del Purgatorio, es lo más probable que ex opere operato dependa únicamente de la voluntad de Dios, aunque ex opere operantis ayude también mucho la devoción del que dice la misa o del que la encargó.
En fin, ningún sufragio aprovecha tan eficazmente a las almas del Purgatorio como la aplicación del Santo Sacrificio de la Misa. Y ninguna otra penitencia sacramental pueden imponer los confesores a sus penitentes cuyo valor satisfactorio pueda compararse, de suyo, al de una sola misa ofrecida a Dios.
- San Tarsicio, mártir de la Eucaristía
San Tarsicio, patrono de los acólitos y ejemplo de culto eucarístico para todos los fieles, murió mártir durante la persecución de Valeriano.
El relato de los hechos, con todos los rasgos de verosimilitud histórica, es como sigue.
Los cristianos no podían vivir la fe con manifestaciones externas. Era preciso esconderse para alabar al único Dios verdadero como discípulos del Señor Jesucristo; por no disponer de locales amplios donde pudieran reunirse, lo hacían a la orilla del Tíber, en los cementerios.
Es un día especial. Sixto es el sacerdote; sí, lo nombraron sucesor del pontífice Esteban al que habían matado los perseguidores. Todos cantan salmos, en medio de un gran silencio se leen algunos trozos del Evangelio y hace Sixto una sabia reflexión. El diácono Lorenzo pone pan y vino sobre la mesa y el anciano sacerdote comienza la fórmula de la consagración. Antes de comulgar todos se dan el ósculo de la paz.
Poco antes de dispersarse hay un recuerdo para los encarcelados; son los confesores de la fe; no han querido renegar; aman a Jesús más que a sus vidas. Es conveniente rezar por ellos y ayudar a sus familiares en la tribulación. Es también preciso hacerles partícipes de los santos misterios para que le sirvan de fortaleza en la pasión y en los tormentos.
¿Quién puede y quiere afrontar el peligro? Hace falta un alma generosa. Delante del nuevo papa Sixto un niño ha extendido la mano; hay cierta extrañeza en el sacerdote que parece no comprender tamaña decisión, a simple vista disparatada. «¿Y por qué no, Padre? Nadie sospechará con mis pocos años». Jesús eucaristizado es envuelto en un fino lienzo y depositado en las manos del niño Tarsicio, que sólo tiene once años y es bien conocido en el grupo por su fe y su piedad.
Por entre las alamedas del Tíber va como portador de Cristo, se sabe un sagrario vivo, es una sensación extraña en él -entre el gozo y el orgullo- que nunca había experimentado. Pasa, sin saludar, embelesado con su tesoro. Unos amigos le invitan a participar en el juego. Tarsicio rehúsa, ellos se le acercan. Tarsicio oprime el envoltorio; le hacen un cerco y llega la temida pregunta: «¿Qué llevas ahí? Queremos verlo». Aterrado, quiere echar a correr, pero es tarde.
Lo agarran y fuerzan a soltar el atadijo que cada vez agarra con más tesón y fuerza, lo zarandean y lo tiran al suelo, le dan pescozones y puntapiés, pero no quiere por nada del mundo dejar al descubierto al Señor; entre las injurias y amenazas acompañadas de empellones y puños, Tarsicio sigue diciendo «¡Jamás, jamás!». Uno de los que se ha acercado al grupo del alboroto se hace cargo de la situación y dice: «Es un cristiano que lleva sortilegios a los presos». Pequeños y mayores emplean ahora, bajo excusa de la curiosidad, con furia y saña, palos y piedras.
Recogieron el cuerpo destrozado de Tarsicio y lo enterraron en la catacumba de Calixto.
«Queriendo a san Tarsicio almas brutales
de Cristo el sacramento arrebatar,
su tierna vida prefirió entregar
antes que los misterios celestiales».
* Resumen de las catequesis elaboradas por D. Pablo Ormazabal para el Libro del Peregrino 2024 – Nuestra Señora de la Cristiandad – España.