La pronunciación del latín eclesiástico
Macario Valpuesta Bermúdez, Catedrático de Bachillerato de Latín
El latín es una de las lenguas más importantes del mundo desde todos los puntos de vista que lo queramos mirar. Nos atreveríamos a decir que es quizás la lengua más relevante que ha existido en la historia de la humanidad, tanto por el número de hablantes de lenguas neolatinas actualmente existentes (casi mil millones de personas en el mundo lo tienen como lengua nativa), como por la influencia que este idioma ha ejercido en todas las culturas humanas -incluso las que son del todo distintas y exóticas- en el ámbito cultural, literario, científico, jurídico o filosófico. También en la esfera religiosa destaca su trascendencia. En algunas cuestiones, puede que el griego rivalice con él, pero es indudable su posición de absoluta relevancia y protagonismo en la historia de la humanidad.
En este caso concreto, a nosotros nos interesa resaltar el aspecto de lengua ritual o cúltica que ha ejercido y aún ejerce en la historia de la Iglesia Católica. No es el único caso de un fenómeno semejante: resulta bien conocida en muchas tradiciones religiosas la existencia de una lengua “antigua” que se consagra como instrumento de culto divino, debido a la consideración de que el idioma vulgar es menos adecuado para el acceso a lo sagrado, además de por evitar en lo posible los problemas que conlleva una “traducción fiable”. Así le ocurre al eslavo antiguo en la Iglesia ortodoxa rusa, al copto en la Iglesia alejandrina o al sánscrito en determinadas ramas hinduistas.
Evidentemente, ninguna lengua permanece estable y fosilizada de forma natural. Todos los idiomas vivos evolucionan con el paso del tiempo y con su adaptación a sociedades geográfica y culturalmente diferenciadas. Podemos poner como ejemplo el caso del español: no es igual la variante usada en la Península Ibérica en el siglo XVII (la lengua de Cervantes y de Lope de Vega, por ejemplo) que la forma utilizada, por ejemplo, en Argentina a mediados del siglo XX (la lengua de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar). En principio, todas ellas son versiones del español dotadas de la misma legitimidad, aunque siempre se suelen valorar más ciertas etapas como representativas de un lenguaje normativo de “máxima calidad”. Normalmente, la variante privilegiada es aquella a la cual acompaña una literatura considerada superior, como en el caso hispano puede ocurrir con el español del Siglo de Oro o, en otros contextos, la lengua estándar de nuestros días relativamente unificada en toda la Iberosfera.
Eso mismo ocurre también en la historia del latín. Claramente, todos los filólogos tienden a primar la variante conocida como el “latín clásico”, que era el conjunto de características lingüísticas que se señalaban como propias del siglo I antes de Cristo, básicamente el latín de prosistas como Julio César y Cicerón, y el de poetas como Horacio y Virgilio. Se consideraba, con toda razón, que esa era la época de mayor vitalidad y prestigio de la latinidad. Este latín clásico es tomado en nuestros días como axial y paradigmático, como si fuera más “puro” y “excelente” que todas las demás variantes. Todo lo anterior era considerado como “arcaico” y todo lo posterior era tomado como “postclásico”, “tardío” o incluso “decadente” (con cierta injusticia).
Hay que decir, por tanto, que el latín eclesiástico, aunque sigue siendo sustancialmente la misma lengua que este latín clásico que hemos descrito, cristaliza en un momento posterior al mismo, básicamente entre los siglos III y V d. C., ya que este es el momento del asentamiento institucional de la Iglesia romana. Es, por lo tanto, una fase del latín que podríamos llamar “tardía”, que se separa a veces de la elegancia normativa de los autores clásicos. Además, se percibe una voluntad más o menos consciente de no apartarse demasiado de la comprensión popular[1] aun a costa de la pureza de la lengua, aunque también encontramos a algunos autores eclesiásticos que hacen un esfuerzo por adaptar su estilo a las normas más clásicas, como Lactancio o Prudencio. Además, hay que tener presente la existencia de muchos semitismos y helenismos que no solo afectan al vocabulario, sino incluso a la sintaxis, aunque no podemos ahora profundizar en estos temas. El resultado es que el latín eclesiástico resulta un tipo de lengua “especial”, dotada de unos parámetros específicos que la alejan, en cierta medida, de los autores más representativos y apreciados, que son los del siglo I.
Por lo tanto, esta distinción básica entre las dos variantes lingüísticas -el latín clásico y el eclesiástico- ya nos debe servir para empezar a comprender por qué son diferentes los dos principales “sistemas” de pronunciación existentes en nuestros días: básicamente, la pronunciación clásica (pronuntiatio restituta), por un lado, -usada en el ámbito de la enseñanza laica media y superior-; y la eclesiástica o pronunciación “a la romana”, por otro. Ambas normas se corresponden con dos momentos distintos en la historia del latín.
En cierto sentido, ambos sistemas de pronunciación son un tanto artificiales, ya que no estamos muy seguros de si, cuando nosotros recitamos oralmente una Bucólica de Virgilio o el Ave Maria, los hablantes del siglo I a.C. y del siglo IV d.C., respectivamente, nos entenderían con toda nitidez. En ambas variantes hay un cierto grado de hipótesis respecto a determinados rasgos articulatorios en los que no podemos entrar ahora (cómo sonaba exactamente la r o la l…) Por ejemplo, sabemos que, al menos en el siglo I, los romanos distinguían al oído entre vocales largas y breves, y que más tarde ese sistema evolucionó hacia una prosodia más similar a la que conocemos en las actuales lenguas romances. En nuestros días, sabemos intuitivamente que una persona es inglesa, francesa o alemana (o canaria o sevillana) por el modo o acento que tiene de hablar en español. Pues, igualmente, un hablante nativo latino de aquellos siglos nos notaría “extraños” o “extranjeros” al hablar cualquier variante del latín, aunque no sabemos hasta qué punto llegaría su extrañeza.
En este pequeño artículo, creo que no es pertinente detallar cómo era la pronunciación clásica. Nos centraremos en la que se sigue en los rituales tradicionales de la Iglesia católica o pronunciación “a la romana”, además de en sus ambientes académicos, literarios e institucionales. Simplificadamente, se podría decir que esta pronunciación se correspondería con el modo de hablar cotidiano en la Roma de los siglos IV y V, en el cual ya se apreciaban algunos de los rasgos que iban a conducir a la creación de las lenguas romances (en este caso, al italiano, y más concretamente, al romagnolo). Señalaremos algunos de los rasgos más notables de esos cambios.
En cuanto al vocalismo, nos encontramos, en primer lugar, con las cinco vocales que, en principio, se pronunciarían igual que en español: a, e, i, o, u. En esa fase de la lengua, tendríamos solo tres diptongos: ae, au y oe. Los demás encuentros de vocales no serían en ningún caso diptongos, sino simples hiatos. De ellos, au sería el único que se pronunciaría igual que en español, mientras que ae y oe los debemos pronunciar como si fueran una e. Seguramente, los hablantes de la época distinguían al oído el sonido de ae (una e más abierta) que el de oe (más cerrada), pero nosotros podemos prescindir de esos matices. Excepcionalmente, algunas veces, los grupos vocálicos ae y oe no forman diptongo. Ciertos editores señalan este hecho en el texto escrito poniendo una diéresis sobre la e para indicar que esta se pronuncia separada de la otra vocal. Por ejemplo, aër (“aire”) o poëta, aunque en latín ese signo no es ortográfico ni obligatorio.
El consonantismo latino es bastante similar al español, con algunos matices secundarios sobre los que creo que no hay que entrar. Las “anomalías” más llamativas son las que tienen que ver con el asunto de la “palatalización”, que es un fenómeno fonético que tuvo lugar en época postclásica, y que explica la creación de nuevos sonidos inexistentes en época anterior que después pasaron a las lenguas romances (transcritos en español como ch, ñ, ll, y, aunque eran algunos más, con muchas variantes locales). Así, por ejemplo, el grupo consonántico gn comenzó a pronunciarse como ñ (lignum = liñum). O la doble ll, que comenzó a pronunciarse con un sonido nuevo (como un señor de Palencia o de ciertos pueblos andaluces pronuncia la ll de valle) en el latín de Hispania. Pero en la Italia central, la ll geminada siguió siendo una doble l, por lo que debemos seguir pronunciándola así en latín, al menos en la versión oficial eclesiástica.
Sin embargo, los más importantes de estos fenómenos relacionados con la palatalización son dos: por un lado, los grupos ce, ci, ge, gi, que en latín clásico se pronunciaban como “ke, ki, gue, gui”, pasaron a pronunciarse como nosotros decimos “che, chi, ye, yi”. Palabras como cenare o gibba (“joroba”), empezaron a sonar como chenare y yibba.
Y, por otro lado, la t en contacto con una i semiconsonántica (la conocida en fonética como yod) comenzó a pronunciarse como ds. Una palabra como gratia, que en latín clásico tenía tres sílabas (gra-ti-a) y que sonaba igual que la leeríamos hoy en español, empezó a pronunciarse como bisílaba con esa innovación fonética: gradsia (gra-dsia); el término iubilatio (que tenía cinco sílabas: iu-bi-la-ti-o) comenzó a pronunciarse como tetrasílaba, con el nuevo sonido incorporado: iubiladsio.
Algo parecido ocurría con la c en contacto con la yod: audacia (que en latín clásico se decía “audaquia”), empezó a pronunciarse “audadsia” (o tal vez algún sonido fricativo similar, probablemente un sonido ch o sh). En cualquier caso, todas estas reglas tienen algunas excepciones debidas al contexto fonético. De modo que términos como mixtio, hostia o Bruttium se pronuncian sin palatalización, es decir, sin afectación del sonido original t. Si la presunta yod aparece en la primera sílaba de la palabra tampoco se produce la palatalización: tiara se mantiene igual y no se convierte en tsiara. Por otro lado, la t se mantiene si esa i que afecta a su articulación va acentuada (y, por tanto, no sería una verdadera yod) en palabras como “totius” (pronunciada como “totíus”) o en vocablos griegos, como prophetia o Boeotia.
En realidad, habría poco más que añadir. La h en latín es siempre muda, aunque en algunos contextos se impuso una pronunciación hiperculta, como sonido k, en palabras como mihi o nihil (de donde provienen términos castellanos como “tiquismiquis” o “aniquilar”). Así se mantiene en el caso de estas dos palabras. Y en la dicción de los grupos “gu” o “qu” + vocal, debemos pronunciar siempre esa u actualmente muda: sanguis (“san-guis”, con dos sílabas), qui (quí, con una sola sílaba y acentuada en la i; mientras que el dativo cui tiene dos sílabas, cú-i, y se acentúa prosódicamente en la u).
Por otro lado, al reproducir los sonidos griegos th o ch, la pronunciación latina académica debía sentirse como muy pedante si reproducía la aspiración original griega. En efecto, la primera sílaba de la palabra theatrum contenía una t semejante a la que usan los ingleses para decir two. Pero, como digo, tal sonido a los oídos romanos era afectado y pedante, por lo que pronto se impuso una pronunciación similar a la que tenemos hoy en español, es decir, como si fuera “teatrum”, y así debemos pronunciar hoy. Igualmente, una palabra como machina (que en el original griego sonaba como “májina”) acabaría siendo pronunciada como “máquina”, ya que los romanos desconocían el sonido de nuestra j[2]. Por tal razón, debemos pronunciar “Christus” como si dijera “Cristus”, siendo la h una mera grafía muda. Tan solo respecto al sonido ph se adoptó el resultado de la evolución que se había experimentado en griego helenístico, de modo que dicha grafía empezó a pronunciarse igual que una f. Por tanto, palabras como Pharao o physica, las debemos decir como si se escribieran “Farao” o “física”.
Digamos de paso también que, efectivamente, los griegos tenían una vocal más inexistente en el sistema fonológico latino: la y (que, por eso, nosotros llamamos “griega”), la cual sonaba en dicho idioma como la “u” francesa o la “ü” alemana. En ese contexto, resultaría bastante extravagante en un ambiente latino pronunciar la y a la manera que lo hacían los griegos, de modo que tyrannus o typus, acabarían pronunciados a la romana como si fuera “tirannus” o “tipus”. Y así hay que seguir haciéndolo.
Y, por último, los griegos usaban también una letra z desconocida en Roma. De modo que una palabra como Nazarenus debía pronunciarse como “Nadsarenus”, tanto en el siglo I como en el V de nuestra era.
El sistema que hemos descrito brevemente se corresponde con la pronunciación llamada eclesiástica o “a la romana”, que es considerada como normativa por las autoridades de la Iglesia Católica. En efecto, pontífices como Pío X, Pío XII o incluso Juan XXIII insistieron en la necesidad de que el lenguaje católico fuera universal, también en este sentido de la oralidad. Entiendo que este sistema debe ser empleado siempre que nos encontremos en ambientes internacionales o ecuménicos, como manera de simbolizar la unidad de la Iglesia.
Ahora bien, la grandeza del latín eclesiástico también se percibe en el hecho significativo de que existen tradiciones “nacionales” -hoy en día algo debilitadas- a la hora de pronunciar el latín. Tales tradiciones son resultado de muchos siglos de existencia de un latín vivo en ámbitos como el culto litúrgico, en la docencia o en cierto tipo de la literatura en los países occidentales. Existe, por tanto, una pronunciación del latín “a la francesa”, “a la inglesa”, “a la alemana”… y también “a la española”. Pero como este artículo ya está resultando demasiado largo, dejaremos esta cuestión para desarrollarla algo más en una próxima entrega.
[1] Véase la frase de S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 138, 20: Melius est repprehendant nos grammatici quam non intelligant populi; “es mejor que nos reprendan los gramáticos que no nos entiendan los pueblos”. En tal frase apreciamos una voluntad de apartarse del purismo en aras de hacerse entender.
[2] Por la misma razón, recuerdo cómo una señora italiana a la que conocí me decía que era fan de “Culio Iglesias”, ya que era incapaz de pronunciar la j española.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº28 – ENERO 2024