Pulvis, cinis et nihil

D. Rodrigo Menéndez Piñar, Pbro.

Pulvis, cinis et nihil. Así reza el epitafio del que fuera regente de la monarquía hispánica tras la muerte de Carlos II, El Hechizado, y uno de los principales árbitros en los difíciles momentos del cambio de dinastía. El cardenal Portocarrero lo había sido todo. Ahora, enterrado en la catedral primada de España, sólo es: polvo, ceniza y nada. Y es que la muerte nos iguala a todos, según lo que nos dijo Jorge Manrique en sus Coplas por la muerte de su padre: allí los ríos caudales, allí los otros medianos e más chicos, allegados, son iguales los que viven por sus manos e los ricos. Así hemos comenzado la santa Cuaresma: haciéndonos iguales.

Cuando la disciplina de los primeros siglos, que hacía a los pecadores públicos vestirse de saco (cilicio) y recibir la imposición de la ceniza al comienzo de la sagrada cuarentena, se fue perdiendo, es probable que fueran los mismos fieles los que, movidos por sentimientos sinceros de humildad, se colocaran en las filas de los penitentes para ser también ellos receptores de la señal de conversión. Jesucristo había deplorado la dureza de corazón de Corozaín y de Betsaida, amenazando con el castigo de Tiro y Sidón si no hacían penitencia in cinere et cilicio (Mt 11, 21). Poderosos reyes como David o sencillas mujeres como Judit habían vestido el saco y cubierto sus cabezas con ceniza para hacerse propicios a Dios. También los paganos, como los ninivitas tras la predicación de Jonás, oraron in cinere et cilicio. Ante Dios y ante la muerte que se avecinaba como castigo por los pecados se hacían todos iguales. Y así hemos comenzado la santa Cuaresma: haciéndonos iguales.

Todos iguales, al recordar la muerte al inicio del camino cuaresmal: Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris. Salomón se dio cuenta de que los triunfos en esta vida no son sino vanitas vanitatum, et omnia vanitas (Ecl 1, 2), precisamente a causa de la certeza de la muerte que nunca descansa. Poderosa señora, como dice Sancho, que no es nada asquerosa, de todo come y a todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega, y corta así la seca como la verde yerba; y no parece que masca, sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta; y aunque no tiene barriga, da a entender que está hidrópica y sedienta de beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua fría. Tal discurso hace a Don Quijote elogiar a su escudero: Dígote, Sancho, que si como tienes buen natural y discreción, pudieras tomar un púlpito en la mano y irte por ese mundo predicando lindezas (II, 20).

Y todos iguales porque, desde el día de la caída, es ley universal ─con dos excepciones y por diversos motivos: Jesús y María─ la necesidad que tenemos todos de hacer penitencia para restaurar el orden moral y para alcanzar nuestro fin último con actos propios, según el designio divino. Incluso teniendo el Mundo a raya no nos podemos echar a dormir porque, al decir de santa Teresa, será como el que se acuesta muy sosegado habiendo muy bien cerrado sus puertas por miedo de ladrones, y se los deja en casa (Camino X, 1). Y es que el ladrón somos nosotros, el hombre viejo que llevamos a cuestas: la Carne. Esto también nos hace a todos iguales.

Este imperio de las consecuencias del pecado, pues en Adán omnes peccaverunt (Rm 5, 12), parece que convierte a la religión cristiana en la religión del sufrimiento. Si todos hemos pecado, todos hemos de hacer penitencia. Si todos hacemos penitencia, todos sufrimos. Lo que no sabe el Mundo, o lo que el Demonio no le deja saber, es que ese sufrimiento penitencial es liberador, convirtiéndose en la llave de la auténtica felicidad. Porque esas consecuencias no son sino el desorden de los apetitos que, al decir de san Juan de la Cruz, causan en el alma dos daños principales: el uno es que la privan del espíritu de Dios, y el otro es que al alma en que viven la cansan, atormentan, oscurecen, ensucian y enflaquecen y la llagan (Subida I, 6, 1). Las almas que no reordenan esos apetitos por la penitencia ─que no es otra cosa que el movimiento contrario al pecado como aversio a Deo et conversio ad creatura─ se apacientan de las criaturas, no de Dios, y así, sigue diciendo el doctor místico, son como los perros a la mesa: siempre andan hambreando, porque las meajas más sirven de avivar el apetito que de satisfacer el hambre (ibidem, 3). Nunca quedan saciadas, son como cisternas rotas que no guardan el agua, o como el que teniendo hambre, abre la boca para hartarse de viento y, en lugar de hartarse, se seca más, porque aquel no es su manjar (ibidem, 6).

Necesitamos un cambio de manjar. Y para gustarlo hay que mudar el paladar. Esa es la labor de la cuaresma: cuarenta días de ayuno, haciendo olvidar la farfolla de las criaturas, para prepararse a gustar el banquete de Bodas del Cordero. Cuarenta días de aflicción, que nos recuerdan los cuarenta días del Diluvio, los cuarenta años del desierto o los cuarenta siglos de preparación precristiana. Días de penitencia, de oración, de limosna, de vigilias, de lágrimas… pero, como dice Fr. Justo Pérez de Urbel, no días odiosos, porque se nos comunica la ley, llueve sobre nosotros la gracia, se abren los cielos, suena la voz amorosa del Padre, y los corazones respiran con la tranquilidad inefable del perdón. […] En los caminos públicos hay lugares de descanso en que se sientan los viajeros fatigados para poder continuar su viaje; el mar tiene sus playas y sus puertos, donde descansan los navegantes, para poder seguir la travesía: esto es la Cuaresma en el ciclo anual (Itinerario litúrgico, Madrid3 1945, 64-65). Así, lo que aparentaba ser el ejercicio penoso de darse al sufrimiento físico, se convierte en escuela de apetecer a Dios, de hambrear la divinidad, de sacudir las potencias adormecidas por las sirenas del siglo y poder decir con el salmo: al despertar me saciaré de tu semblante, Señor (Sal 16, 15), y, contemplando, descansar.

No son días odiosos, pero sí de prisa, sin entretenimientos placenteros ni temores petrificantes, con determinada determinación de la voluntad. Así nos lo enseña el santo de Fontiveros: Buscando mis amores, / iré por esos montes y riberas; / ni cogeré las flores, / ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras (Cántico, c. 3). Con prisa, porque rápido pasa la vida, que es tiempo de merecer y tiempo de penitencia, que después ya no lo será ─Buscad al Señor mientras se deja encontrar (Is 55, 6), nos dice el profeta─. Sin distracciones en el camino que echan de nuevo a tierra los apetitos. Para esto ayudará muy mucho la meditación en la muerte y la fugacidad de la vida ─quizá más que las propias obras de mortificación─. Por eso san Ignacio recomienda a su discípulo aventajado, Javier, en la pluma de Don José María Pemán: no te acuestes una noche / sin tener algún momento / meditación de la muerte / y del juicio, que a lo que entiendo, / dormir sobre la aspereza / de estos hondos pensamientos / importa más que tener / por almohada, piedra o leño. Porque si la penitencia es el movimiento contrario al pecado ─la vuelta a Dios apartándose de la criatura─ más que nada servirá el traer una y otra vez a la mente aquello que está esculpido debajo de una calavera en las Ermitas de Córdoba, que como aldabonazos despiertan ante la trapaza del Mundo: Como te ves, yo me vi; como me ves, te verás; todo para en esto aquí; piensaló, y no pecarás.

Abrazado al polvo y ceniza, el cristiano impetra la inmerecida gracia de un fuego que no consume en polvo y ceniza, sino que tiene el poder creador y vivificador, para que de la nada se llegue al Todo, para que de la golosina del propio yo que nos llevó a la ruina en un árbol, se llegue al néctar de Dios que nos fue alcanzado en otro. Ese fuego es el amor sufriente del Cristo en la Cruz, consumido por él y renacido, como el Ave Fénix, de las cenizas. Y las obras de penitencia, al fin y al cabo, son configuración con la Pasión del Señor.

Quizá, en nuestros tiempos, nadie expresó mejor la cuaresma que Cristina de la Cruz Arteaga, aquella monja jerónima que lo tuvo todo ─hija del marqués de Santillana y duque del Infantado, y de la condesa de Santiago, ahijada de la Reina María Cristina, historiadora, poeta, premio extraordinario en su licencia en Historia, galardonada con la Gran Cruz de Alfonso XII, la primera mujer en España en defender una tesis doctoral en Historia─ y que lo consideró nada para darse al Todo: 

¿Para qué los timbres de sangre y nobleza? 
Nunca los blasones
fueron lenitivo para la tristeza
de nuestras pasiones.
¡No me des coronas, Señor, de grandeza!
¿Altivez? ¿Honores? Torres ilusorias
que el tiempo derrumba.
Es coronamiento de todas las glorias
un rincón de tumba.
¡No me des siquiera coronas mortuorias!
No pido el laurel que nimba al talento
ni las voluptuosas
guirnaldas de lujo y alborozamiento.
¡Ni mirtos ni rosas!
¡No me des coronas que se lleva el viento!
Yo quiero la joya de penas
divinas que rasga las sienes.
Es para las almas que Tú predestinas.
Sólo Tú la tienes.
¡Si me das coronas, dámelas de espinas!

El Árbol de la Vida. Ignacio de Ríes, 1653

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «COVADONGA» Nº6 – MARZO 2022