La fecundidad de la conversión: San Ignacio de Loyola
D. Pablo Ormazabal Albistur, Pbro.
En este año de 2022, en el que se celebra el 400 aniversario de la canonización de cuatro santos españoles y un italiano (San Isidro, San Francisco Javier, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús y San Felipe Neri) es también el 5º centenario de la conversión, de la “entrega a Dios” de uno de ellos: San Ignacio de Loyola. Lo que esta figura de este guipuzcoano universal ha supuesto para la Iglesia y para la cristiandad es de sobra conocido: Iñigo López de Loyola (1491-1556), hidalgo, militar al servicio del Rey de Castilla, penitente, peregrino, estudiante en Alcalá, Salamanca y París, sacerdote y fundador de la Compañía de Jesús de la que fue su primer General.
Sin embargo, me gustaría fijarme en dos características de su vida que podrían considerarse menores con la gloria que se le atribuye (que, no lo olvidemos no es sino el reflejo y el fruto de la Gloria de Dios) pero que son de capital importancia. Estas dos características las podríamos definir como la obra de la Providencia y la fecundidad de la conversión.
- La obra de la Providencia
Toda la vida de cualquier ser humano es obra de la Providencia amorosa de Dios, no sólo una parte de ella. Solemos tener la costumbre de señalar como “providencial” aquellos hechos que nos son favorables frente a otros que vivimos con pesar. Pero en realidad, todo es obra de la Providencia de Dios, cuyos caminos tantas veces misteriosos no alcanzamos a comprender, pero por los que Dios con su Sabiduría, Omnipotencia y Bondad, conduce nuestras vidas. Narra en su Autobiografía que “hasta los veintiséis años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo, y principalmente se deleitaba en el ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra” (n.1). La primera luz que recibimos de esta afirmación es cómo Dios, en su misteriosa providencia, permite que sigamos el deseo desordenado de nuestras pasiones para buscarnos y encontrarnos. Pues es precisamente este “vano deseo de ganar honra” lo que lleva a San Ignacio, en la defensa de Pamplona, a una acción con rasgos de valerosa pero del todo imprudente e inútil desde el punto de vista militar, a ser herido y con consecuencias físicas de por vida, que acabaron con su carrera militar. Lo que a los ojos de los hombres y del propio Iñigo era una desgracia fue la ocasión providencial de su cambio de vida. Cuando se visita la casa-torre de los Loyola en el barrio de Azpeitia (Guipúzcoa) del que procede su nombre, se puede visitar la habitación en la que Iñigo reposa de sus heridas desde Mayo del 1521 hasta febrero de 1522, en el que sale como peregrino hacia Montserrat. Son meses de profunda transformación interior operada por la gracia de Dios. En esa habitación transformada en capilla desde hace siglos, se puede encontrar la siguiente inscripción en euskera y castellano: “Aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola / Hemen Jainkoaganatu zen Iñigo Loiolakoa”. La obra de la Providencia hace que de un mal moral (la vanidad) y un daño físico (las heridas) todo sea conducido para el bien y la “mayor Gloria De Dios”. Como recordará San Pablo, esto no significa que se ha de permanecer en el pecado para que abunde la gracia (Romanos 6,1) sino más bien que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia, para que como reinó el pecado por la muerte, así también reine la gracia por la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Romanos 5,20-21). Así comprendemos que todo acontecimiento de nuestra vida, lo quiera Dios con voluntad positiva o permisiva (es decir, que Dios no lo quiere pero lo permite), es ocasión para encontrarnos con su Providencia amorosa y poder acoger la gracia que Dios nos quiera dar en ese momento: “sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que según sus designios son llamados” (Romanos 8,28).
- La fecundidad de la conversión
La gracia que la Providencia tenía reservada para San Ignacio en estos acontecimientos era la de la conversión para una futura vida de apostolado fecundo por la gloria de Dios y la salvación de las almas. Pero fue una conversión sostenida por cuatro elementos tal como se recoge en la autobiografía: la ocasión próxima de la muerte, los sacramentos, la lectura espiritual y la perseverancia en los santos propósitos. El sufrimiento y la certeza de la propia muerte ha movido a muchos santos a cambiar de vida y así debería ser en nosotros. Somos seres finitos y marcados por la muerte para la que nos tenemos que preparar. Pero el hombre no cambia por sí mismo ni se vuelve a Dios por sus solas fuerzas: es por la Gracia. Y así, los sacramentos nos dan la Vida que no tenemos y nos curan, nos transforman y nos liberan del pecado y de la muerte eterna. Y, si Dios nos concede días a nuestros días, debemos alimentarnos de la sana doctrina que la Providencia había dispuesto, en el caso de San Ignacio, en forma de los dos únicos libros que había en su casa: la vita Christi del cartujo Ludolfo de Sajonia y las vidas de los Santos recogidas en la Legenda aurea del dominico Jacobo de Voragine. Cuánto bien ha hecho la lectura espiritual y la sana formación católica y cuánto mal su contrario. Y con todas las gracias que San Ignacio iba recibiendo, él perseveraba en sus propósitos iniciales, transformándose interiormente aun sin darse cuenta: “Él, no se curando [no dándose cuenta] de nada, perseveraba en su lección y en sus buenos propósitos; y el tiempo que con los de casa conversaba, todo lo gastaba en cosas de Dios, con lo cual hacía provecho a sus ánimas” (Autobiografía, n.11).
La conversión de San Ignacio y la correspondencia a la gracia que éste contenía hizo de él uno de los Santos cuya fecundidad es palpable en la historia de la Iglesia.
Estas dos características son una luz grande para nosotros: todo en nuestra vida es ocasión de gracia para Dios. Lo que a nosotros se nos pide es estar disponibles y atentos a acoger la gracia que cada día Dios nos regala. Ante la situación del mundo y de la Iglesia podríamos tomar muchas actitudes pero ninguna sería fecunda si no empezara ni continuara por nuestra propia “entrega a Dios” en la que hay que perseverar cada día de nuestra vida. Nuestra época es también época de santos y cada uno tiene que preguntarse si está acogiendo la gracia que Dios le brinda en su vida y en este tiempo. Dios lo quiere y la Iglesia lo necesita para llevar muchas almas a Dios. Que el santo de Loyola interceda por nosotros para que así sea.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «COVADONGA» Nº9 – JUNIO 2022