Recordando la encíclica «Divini illius Magistri»
Rvdo. D. Tomás Minguet Civera, Pbro.
«Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios». (Mc 10,14)
«Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy». (Jn 13,13)
El 31 de diciembre de 1929, en el octavo año de su pontificado, Su Santidad Pío XI firmó la encíclica Divini illius Magistri sobre la educación cristiana de la juventud. Con este eminente documento, Pío XI ofreció el magno servicio de exponer los principios supremos y perennes de la visión católica de la educación: qué es educar, cuál es el lugar de la educación en el conjunto de la vida y de la misión de la Iglesia, cuál es su finalidad, cuáles las consecuencias coherentes de estos principios, cuáles son, por tanto, los errores que no deben ser tolerados en esta materia. Lo hizo a la vez que volvía a mostrar que la educación no es una mera tarea anexa a la misión de la Iglesia, sino que se inscribe en las entrañas de la misma, como lo estuvieron en las de Nuestro Divino Maestro.
Como es propio del recto Magisterio eclesial, el Papa Pío XI no trató de expresar ideas personales o pasajeras sobre el tema, sino que se atuvo a las fuentes y cauces propios del pensamiento y discernimiento católicos: la Revelación Divina, el recto uso de la razón y de la filosofía perenne, así como la multisecular experiencia educativa de la Madre Iglesia verificada en sus mejores hijos, los santos. Estas fuentes no desdeñan, sino que purifican e integran lo que de verdad hay en los pensadores paganos, como recuerda el mismo Pontífice citando a San Pablo: «Probadlo todo y quedaos con lo bueno» (1Tim 5,21).
Desde ahí, desde el sitio propio de la Iglesia, que no es otro que la verdad de las cosas, y con la autoridad que ha recibido de lo Alto, la Divini illius Magistri sigue brillando –la Verdad nunca pasa de moda– como la gran síntesis de lo que significa educar en su sentido más pleno y verdadero, en su sentido católico. Sigue siendo también una firme y clarividente denuncia de los errores que en esta materia se alzaban con fuerza en aquella época (hace un siglo) y que hoy, tristemente, se han extendido y asumido por doquier.
Por esta característica fundamental, la presente encíclica, aunque tan olvidada y poco referenciada, tiene un lugar eminente en el Magisterio eclesial sobre la educación. En efecto, aunque la Iglesia siempre ha estado atenta a la educación, ni antes ni después es fácil encontrar lo que aporta esta encíclica: la visión de conjunto, ordenada, sabia, clara sobre la educación católica. Así, al recorrer sus páginas, el lector atento entiende la gravedad e importancia de la educación, pues es el lugar donde confluyen la verdad y sentido de la historia con la naturaleza y destino del hombre; el lugar donde se hace carne la articulación de lo natural y lo sobrenatural, de la gracia y la libertad, de la justicia y la misericordia, del bien temporal y del bien eterno; el lugar, finalmente, donde se encuentran las tres grandes sociedades en las que está llamada a desarrollarse cada persona: la Iglesia, el Estado y la Familia.
Volvamos, pues, a esta magna encíclica. Estudiémosla. Aprendamos también desde ella a discernir, a ordenar, a ser verdaderamente críticos con este mundo en el que estamos, pero al que no pertenecemos. Tal vez sea ésta una de las tareas más urgentes ante la multiplicidad de voces, teorías, posibilidades, experiencias, etc… que se arremolinan en torno al tema educativo. En este sentido, esta encíclica, por ser expresión auténtica de la Tradición, es luz puesta en lo más alto de la casa y no debe ser escondida debajo del celemín. Ella aporta esa luz que dan los grandes principios, la que da saber qué lugar ocupa cada cosa dentro de la totalidad. Sólo así se discierne bien. Sólo así la palabra se vuelve sabia y, a la postre, verdaderamente útil. Sólo así se comprende el error, su naturaleza, su peligrosidad, su remedio.
No será, empero, tarea fácil. Al leer estas páginas se percibe rápidamente cuánto se ha alejado la humanidad en general de los principios educativos católicos, es decir, verdaderos. Y tras los principios, de sus consecuencias prácticas: educación sexual libertina, coeducación indiscriminada, educación laica, despotismo estatal, renuncia de la autoridad, naturalismo pedagógico, olvido del pecado original y de la gracia… Son algunos temas que hoy son vistos como normales, incluso para los creyentes, y que la Tradición siempre ha visto aberrantes.
¡Tanto nos hemos acostumbrado al modo de pensar y de hacer en materia educativa de este mundo! ¡Tanto el naturalismo y el liberalismo han infectado todos los ámbitos de la vida humana y la forma mentis de la mayoría! ¡Tanto se ha “normalizado” un modo de entender al hombre y la vida y, por tanto, la educación, totalmente ajenos a Dios! Hoy en el campo educativo, como en tantos otros, se verifican de nuevo las palabras del Apóstol: «Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de lo que les gusta oír; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las fábulas» (2Tim 4, 3-4).
Dejemos, pues, las fábulas educativas y a los que nos han robado la educación de la infancia. Renunciemos a ese extraño “síndrome de Estocolmo” por el que incluso los creyentes hemos legitimado a quienes han secuestrado la educación, haciéndonos creer que es competencia exclusiva suya y que las cosas no pueden ser de otra manera. No juguemos a la ambigüedad y a la confusión de decir lo mismo que otros, pero con un mero barniz que “suene” a cristiano. Obedezcamos el mandato de Cristo y dejemos que los niños se acerquen a Él sin que nadie se lo impida. No hay que empezar de cero. Hay que volver a mirar hacia donde nunca debimos dejar de hacerlo: a la Luz de Dios, que es Amable, que es Hermosa, que es Buena.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº28 – ENERO 2023