¿Cómo sabemos que hay Dios?
Víctor Asensi Ortega, Universidad de Valencia
Sabemos que hay Dios porque la razón lo demuestra y la fe lo confirma. Lo que más me sorprende de la 23ª pregunta del catecismo de San Pío X es el orden en el que enuncia la respuesta. No dice «la fe lo muestra y la razón no lo repudia», sino «la razón lo demuestra y la fe lo confirma». El catecismo afirma que para sostener el teísmo (la idea de que hay Dios o «que Dios existe», como suele decirse ahora) no hace falta el dato revelado, sino que basta la simple razón.
Aunque todas las verdades de fe son razonables, no creemos en ellas porque la razón las demuestre. Pero eso no quita que ciertas verdades contenidas en la Fe sean accesibles también por la razón, incluso en materia moral. El ejemplo por antonomasia serían los mandamientos. Propiamente son de ley natural, y por tanto accesibles a la razón, pero la revelación de Dios los recoge, confirma, consagra y eleva[1]. Del mismo modo, la existencia de un Ser Superior que tiene las cualidades de Dios —o teísmo— no es un dato al que se llegue exclusivamente desde la fe sino que, como los mandamientos, la razón lo demuestra y la fe lo confirma.
La sentencia usa además el verbo demostrar. Los argumentos filosóficos como las cinco vías con las que Santo Tomás abre la Suma no pretenden mostrar que la existencia de Dios sea más probable que su inexistencia, sino que pretenden demostrarla con certeza objetiva. Quizá las cinco vías sean las más famosas, pero hay muchos más argumentos filosóficos a favor del teísmo. Y es que nuestra actual civilización ilustrada, probablemente la primera atea de la historia, se enfrenta sola a la práctica totalidad de culturas que, pese a discrepar ampliamente sobre Dios y su relación con el hombre, daban por sentado el teísmo.
Pero este pujante ateísmo no nace en nuestra época por haber rebatido filosóficamente a Dios. El asesino es otro. Desde los primeros ilustrados hasta los actuales postmodernos (pasando por nihilistas, positivistas…) todos parecen estar de acuerdo: la ciencia mató a Dios. En el imaginario colectivo «Dios» evoca una creencia sin fundamento que, en el mejor de los casos, aspira a «cubrir los vacíos» que deja la ciencia. Los creyentes colocan a Dios donde la ciencia no llega. Es lo que se conoce como «el dios de los vacíos».
Por ejemplo, para esta teoría, cuando el hombre pre-ilustrado no sabía qué había creado el universo, zanjaba el asunto creyendo que lo había creado Dios. Pero cuando la ciencia explicó el origen del universo, dejó de tener sentido poner ahí a Dios. Y esta jugada, piensan, se repetirá hasta que Dios quede completamente desterrado de la explicación racional. El ejemplo no está elegido al azar. La explicación científica del origen del universo (normalmente el Big Bang) se contrapone constantemente a la creación divina del universo. Quizá solo rivalice en insistencia con la evolución y la creación divina del hombre.
Por otro lado, los argumentos filosóficos teístas siguen un esquema diferente. Parten de premisas que suelen ser observaciones de la naturaleza, y a partir de ellas, infieren por lógica la existencia de un ser que, por sus atributos, identificamos con Dios. El método científico, diseñado para estudiar la materia, no puede probar la secuencia lógica ni la conclusión final. Esto es lo que genera que los cientifistas rechacen el argumento filosófico y por lo que piensan que la explicación empírica hace la filosófica prescindible. En realidad, lejos de la confrontación, la ciencia puede reforzar y verificar las observaciones de las que parten estos argumentos y darles más robustez.
Tomemos como ejemplo uno de los argumentos más afamados, el argumento llamado cosmológico kalam (por provenir de la escolástica islámica) que encuentra su formulación moderna en el silogismo propuesto por William Lane Craig[2]:
- Todo lo que comienza a existir tiene una causa.
- El universo comenzó a existir.
- Luego, el universo tiene una causa.
Por el desarrollo ontológico de esta causa, Craig añade que «si el universo tiene una causa, entonces un Creador personal incausado del universo existe que, sans el universo, es carente de comienzo, inmutable, inmaterial, atemporal, a-espacial, y enormemente poderoso». Es decir, Dios.
La clave del silogismo está en si el universo comenzó a existir. En filosofía esta proposición ha sido ampliamente debatida. Se dice que Aristóteles pensaba que era eterno, y en la Suma Santo Tomás afirma que el comienzo de la existencia del universo lo sabemos sólo por la fe, que de otro modo es indemostrable, y que se debe tener esto presente para que nadie «presumiendo de poder demostrar las cosas que son de fe, presente argumentos no necesarios y que provoquen risa en los no creyentes, pues podrían pensar que son razones por las que nosotros aceptamos las cosas que son de fe»[3].
A principios del siglo XX, cuando los científicos no se persuadían con el dato revelado de que el universo había comenzado a existir, la opinión generalizada era que el universo era eterno y estático. Esto es, el universo era incausado y por tanto no tenía necesidad de creador. Tal era el dogmatismo con el que se aferraban a esta idea, que cuando la relatividad general revolucionó la cosmología, el propio Einstein añadió una «constante cosmológica» (Λ) que compensaba sus ecuaciones para mantener el universo estático[4].
Ya entonces se sospechaba que el universo no era estático. La luz que nos llega de las galaxias se desplaza del azul al rojo (corrimiento al rojo) y se sospechaba que fuera por el efecto Doppler. El efecto Doppler es el cambio de frecuencia de onda aparente por el movimiento relativo de la fuente respecto al observador. Es decir, que si la luz de las galaxias se desplazaba al rojo, quería decir que se alejaban de la Tierra. Hoy sabemos que efectivamente así es como ocurre.
En 1927 el astrofísico y sacerdote jesuita Georges Lemaître propuso que el corrimiento al rojo se debía a la expansión del universo y resolvió las ecuaciones de la relatividad general de forma acorde (Λ=0). Se dice que ese mismo año, cuando le presentó su trabajo a Einstein, éste le dijo que «sus cálculos eran correctos pero su física era atroz». No son pocos los que dicen que los científicos de la época eran reacios a la teoría de Lemaître porque venía de parte de un sacerdote católico, que estaba «interesado» en que el universo no fuera eterno.
No obstante, cuando en 1929 Hubble observó las distancias predichas por Lemaître descubriendo la «ley de Hubble» o «de Hubble-Lemaître» las evidencias obligaron a Einstein y la comunidad científica a retirar la constante cosmológica y aceptar que el universo se expandía[5]. Pero no conforme con eso, Lemaître iba más allá y propuso que toda la expansión podía revertirse hasta un único «cuanto primigenio» que marcaría el comienzo del universo, antes del cual «las nociones de espacio y tiempo carecerían de significado». O en otras palabras, que el universo comenzó a existir en un momento preciso[6].
Las críticas al trabajo de Lemaître no cesaban. Incluso en el artículo en el que Lemaître expone su teoría, cita que Arthur Eddington calificaba la idea de que el universo comenzara a existir como «filosóficamente repulsiva». Aún más, la teoría de Lemaître no se conoce como «la del cuanto primigenio» sino «la del Big Bang» – el término peyorativo con el que se refirió a ella Fred Hoyle, artífice y firme defensor del modelo estacionario del universo. Aun con todo, las pruebas a favor de Lemaître fueron acumulándose hasta que por fin, con Lemaître aún vivo en los sesenta, el descubrimiento y estudio de la radiación de fondo cósmico confirmó definitivamente que el universo comenzó a existir hace unos 13.787 millones de años, más menos 20 millones[7].
¿Significa esto que el Big Bang demuestra la existencia de Dios? No. Lo que sí demuestra es que el universo comenzó a existir. Este dato, que Santo Tomás consideró indemostrable por deducción lógica, es demostrable por el método científico. El argumento kalam es un buen ejemplo de cómo la ciencia puede encajar y robustecer razonamientos filosóficos. El método científico, la mejor manera de obtener conocimiento sobre el mundo material, es extremadamente útil validando o falseando premisas desde la que pueden partir razonamientos filosóficos como el argumento kalam.
Estrictamente, lo que hoy llamamos ciencia, el estudio de la parte medible de la realidad, es hija de la filosofía. Newton lo resume en el título de su opus magna: Principios matemáticos de la filosofía natural. Y aunque puedan intentar diluirlas al máximo, la ciencia asume necesariamente verdades filosóficas como el esencialismo o que el hombre puede conocer verazmente el universo. Ciencia y filosofía son dos caras de la misma moneda: la búsqueda del hombre de la verdad. Y aunque el hombre puede llegar muy lejos buscando por su cuenta la verdad, la Fe se encuentra en otro orden de verdad, el de la verdad revelada. En este sentido, Lemaître dirá[8]:
¿Necesita la Iglesia a la ciencia? Ciertamente no, la Cruz y el Evangelio le bastan. Pero nada humano es ajeno al cristiano. ¿Cómo podría la Iglesia no interesarse en la ocupación más noble y estrictamente humana: la búsqueda de la verdad?
Porque sí, argumentos como el kalam demuestran que hay un Dios, ¿pero qué Dios es ese? El dios del teísmo es un dios que entristecería profundamente a cualquiera. No es un dios al que puedas rezar porque no es un dios que escuche ni que se preocupe por ti. El propio argumento kalam implica también que Dios no tiene por qué crear el universo. Siendo inmaterial, eterno e incausado, no lo necesita. Si lo ha creado, es porque quiere.
¿Y por qué querría? Ahí entra la Revelación. Dios, nuestro Dios Uno y Trino, no es simplemente la causa incausada o el motor inmóvil. Es el Padre Creador pero también el Hijo Redentor. Dios no nos ha creado y dejado solos, sino que se ha revelado hasta al punto de hacerse carne en Jesucristo y redimirnos. Dios nos ha dejado su Espíritu Santo Paráclito que aún hoy anima su Iglesia.
De entre toda la Revelación que custodia y administra la Iglesia, una pequeña porción dentro de la parte que corresponde a las verdades reveladas, a veces nos revela datos sobre el mundo material: por ejemplo, que en el principio no había nada y Dios hizo el día y la noche —que el universo tiene un comienzo estricto. Y sí, aunque ese dato lo ha sabido por fe cualquier cristiano anterior a Lemaître, desde él podemos decir también de ese dato que lo demuestra la razón y la fe confirma.
Pero Dios no ha venido a la Tierra a decirnos eso. Ni siquiera ha venido a decirnos que existe. Y reducir la Iglesia a una colección de datos sobre el mundo material, incluido el dato de la existencia de Dios, es vicio típico del debate entre ciencia y Fe y de aquellos que piensan que Dios nos dejó solo escrituras. Que hay Dios está sobradamente demostrado. Para saberlo no hace falta Iglesia ni Revelación, ¿qué clase de dios se manifestaría al hombre solo para decirle que existe? No, nuestro Dios ha estado grande con su pueblo. La Iglesia es mucho más que eso. La Fe es mucho más que saber que Dios existe.
[1] La Ley antigua constituye la primera etapa de la Ley revelada. Expresa muchas verdades naturalmente accesibles a la razón, que se encuentran afirmadas y convalidadas en las Alianzas de la salvación. Sus prescripciones morales, recogidas en los Mandamientos del Decálogo, ponen la base de la vocación del hombre, prohíben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo e indican lo que les es esencial. (Compendio del Catecismo, 418).
[2] Craig, William Lane; Moreland, J. P. (2009). The Blackwell Companion to Natural Theology. John Wiley and Sons. ISBN 978-1-4051-7657-6.
[3] Ia, q. 46, a. 2, r.
[4] El artículo original de Einstein está disponible aquí.
[5]5 El artículo original de Hubble está disponible aquí.
[6] Lemaître, G. The Beginning of the World from the Point of View of Quantum Theory. Nature 127, 706 (1931). Ver aquí.
[7] No confundir la radiación cósmica de fondo con la radiación de fondo de microondas. Más sobre la datación del univero aquí.
[8] Citado por Juan Pablo II en la academia pontifica de las ciencias, disponible aquí.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº30 – MARZO 2024