¿Es la fe razonable? Parte I: De lo que es razonable

D. Víctor Asensi Ortega, Capítulo Nuestra Señora de los Desamparados

La victoria de la Verdad sobre la Herejía, Pedro Pablo Rubens, 1625 ca., Óleo sobre tabla. Extraída de la colección digital del Museo del Prado.

El hombre moderno no se inmuta ante esta pregunta. Y usted y yo, nos guste o no, tenemos parte de hombre moderno. Toda cultura está sustentada en una serie de dogmas, premisas, costumbres… que, por suerte o por desgracia, heredamos. En bruto, esto no es ni bueno ni malo, es inevitable. Toda persona nace miembro de una cultura que en gran medida interioriza. Después corresponde a cada uno examinar y juzgar esa forma mentis heredada. Pero, aún con todo, somos y seremos hijos de nuestra época. Por eso mismo, de todas las posibles formas de abordar este artículo, vamos a partir del hombre moderno.

Por razonable entendemos lo acorde a la razón, pero, como veremos a lo largo de este artículo, para el hombre moderno la razón ha sido relegada hasta tal punto que no significa nada. Para continuar, al menos de momento, debemos traducir la pregunta: ¿Es la fe acorde a la verdad?

Así pues, si consideramos que lo verdadero es lo que se corresponde con la realidad, la primera pregunta sería cómo conocemos objetivamente la realidad. Y la opinión popular solo reconoce una autoridad infalible a ese respecto: «La ciencia». Las comillas se hacen necesarias porque «la ciencia», usada en este contexto, es un término amplísimo e indeterminado que abarca desde opiniones de profesionales sobre campos que les son ajenos hasta identidades matemáticas. No obstante, dejando esta indeterminación a un lado, se refieren a las ciencias naturales (reales o simuladas). En otras palabras: la única posibilidad de verdad objetiva reside en la materia y en su estudio.

Siendo honestos, es coherente con su marco. Para el moderno, prácticamente todo lo que ocurre en el mundo es material o tiene una base identificable en la materia. En última instancia, el moderno traduce «razonable» por «científico». Si le preguntamos «¿Es la fe acorde a la ciencia?». Entonces, sí reacciona. Pero ya hemos tratado cómo el cientifismo estrecha y mutila la razón, especialmente en el artículo ¿Cómo sabemos que hay Dios? En esta ocasión, vamos a intentar adentrarnos en el marco en el que se inscribe.

Incluso para descubrir qué es justo y bueno se intenta aplicar alguna ciencia natural, si bien muchas veces se muestra insuficiente y se recurre a otro modo de «formar» (que no descubrir) verdades: el consenso democrático. Aunque (todavía) no se consideran verdades del mismo calibre, estas dos herramientas intentan cubrir la totalidad del espectro práctico humano. Y si la situación se vuelve crítica, la moral utilitarista y la nocicepción acuden al rescate.

Bajo estas reglas, no solo la fe, sino cualquier otra forma de conocer verdades sobre la realidad –como la filosofía y la metafísica– resultan aparentemente irrelevantes. La filosofía se estudia como historia; la fe, como un conjunto de creencias personales. La vida humana se rige por otra serie de «verdades más prácticas» que convierten fe y filosofía en algo prescindible. El estado raquítico del hombre actual, empujado a la mediocridad más asfixiante, no facilita salirse de este marco, más bien lo contrario.

El fundamento de cualquier marco filosófico es la realidad. Entendemos que algo es verdadero cuando se corresponde con la realidad. Por tanto, cualquier sistema debe dar respuesta a qué es real. Negarse a hacer metafísica simplemente supone asumir la de otro. La metafísica es la primera de las ciencias porque responde a la experiencia más primaria del sujeto: yo soy y el mundo es. Podríamos decir que la forma de responder a esta frase da lugar a todas las metafísicas posibles.

Cuando en este contexto decimos «ser», se refiere al acto fundamental de ser real, de estar en la realidad. Los antiguos consideraban estas dos verdades como autoevidentes. Se consideraba que no era necesario demostrar ninguna de las dos. Es evidente que yo soy, y también es evidente que el mundo a mi alrededor es. Estoy posado sobre un suelo, respirando un aire… Sobre estas dos verdades evidentes se desarrolló lo que más tarde se ha conocido como la metafísica realista. Esta fue también, con sus más y sus menos, la metafísica de la escolástica.

Para saber que yo soy y el mundo es se requiere un diálogo entre estos dos entes. Y la realidad, en su típica dualidad, nos ofrece dos maneras de acceder a ella: la razón y los sentidos. Todo conocimiento humano comienza en los sentidos. Así lo defendió Aristóteles, la Escolástica y santo Tomás: Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu. Los sentidos no son enemigos de la razón, sino su raíz. Y la razón, a su vez, no repite pasivamente lo que los sentidos le ofrecen, sino que discierne, compara, abstrae. Sentidos y razón colaboran, no compiten.

Negar la integración de razón y sentidos constituye la primera ruptura de la metafísica. René Descartes, en su famoso Discurso del método, defiende que los sentidos son menos fiables que la razón pura. En el binomio sujeto y mundo, el yo se percibe con la razón, mientras que el mundo se percibe con los sentidos. Por tanto, el ser del yo (del sujeto) constituye una base metafísica más sólida sobre la que construir la filosofía que el ser del mundo. Él mismo resume esto como su verdad fundamental en su famoso adagio: Je pense donc je suis, ‘pienso luego soy’1. Yo soy, ya veremos luego si el mundo es.

No sería justo señalar a Descartes como el único culpable de esta ruptura. A lo largo de la filosofía, siempre ha habido defensores de la primacía de la razón o de los sentidos sobre uno o el otro, incluso hay quien acusa ya a Platón. Además, este debate normalmente acarrea enfrentamientos similares entre ideas y experiencia, alma y cuerpo, mecanicismo y teleología, determinismo y libre albedrío… Sin embargo, a partir de Descartes, el mundo deja de ser para ser «a priori». El mundo debe demostrar su existencia. Desde esta primera herida, la metafísica se ha fragmentado cada vez más.

Y la reacción contraria no tardó en llegar. El empirismo propuso la primacía absoluta de los sentidos y de la experiencia sobre la razón. Algunos negaron la capacidad de la razón para producir conocimiento hasta extremos tales como negar la causalidad. Esta ruptura radical entre la razón y el sujeto y el mundo supone el desistimiento de la ciencia, pues haya o no una razón universal (logos), no la podemos conocer válidamente por la razón. En otras palabras: yo no sé qué soy, pero sé que el mundo es.

El idealismo trascendental trata de cerrar la herida plurisecular entre sentidos y razón. «Pensamientos sin contenido son vanos, intuiciones sin conceptos son ciegas». Kant admitía que el conocimiento empieza con los sentidos, pero solo es posible si la razón los estructura. Así, no conocemos las cosas tal como son, sino solo los fenómenos –el mundo filtrado por nuestras propias categorías. Para salvar la razón, acaba sacrificando el mundo real. Lo sensible queda subordinado a lo inteligible, y lo real a lo pensado. Yo soy, pero no sé qué es el mundo.

Hasta ahora, aunque no lo parezca, no hemos roto del todo el binomio sujeto-mundo. Al limitarnos a las formas en las que el sujeto experimenta el mundo (razón y sentidos) hemos desconfiado del mundo o del sujeto, pero no hemos negado ninguno. Para culminar la ruptura total entre el yo y el mundo tendríamos que acudir al idealismo absoluto y al materialismo.

El idealismo absoluto que enarbola Hegel negará el ser al mundo. El yo se absolutiza y lo real es su manifestación. Todo es conciencia. En sus propias palabras: «La razón es la certeza que la conciencia tiene de ser toda realidad; así enuncia el idealismo el concepto de razón». Yo soy, el mundo no es. Por otro lado, encontramos el materialismo, lo que Marx llamó «la inversión del sistema Hegeliano». El yo no tiene ser, la conciencia es una ilusión biológica y la razón es una ilusión evolutiva. Esta vez, para salvar la ciencia, sacrificamos al sujeto. Yo no soy, el mundo es.

De esta forma, llegamos a nuestros días, al hombre raquítico que, tras semejante ruptura de la realidad, no puede creer ya en nada. Derrotado y apaleado, se limita a creer que es un cúmulo de errores, una broma cruel de un universo azaroso, cuyo mandato biológico de vivir (quizá derivado del inapelable dictamen de un gen) lo empuja a buscar continuamente sustento material. Algunos nos dicen que hay que afrontar este panorama desgarrador con optimismo. Otros piensan que esa es la tarea de la fe. En un fastidioso esfuerzo por mantenernos con ánimo de vivir, la evolución nos hizo crédulos y adictos al misticismo para que soportáramos mejor el sinsentido; por eso, el hombre siempre ha tenido religión.

Pero que no cunda el pánico. El hombre jamás abandonará la búsqueda del ser. El idealismo trascendental, el materialismo e incluso el cientifismo son retornos en falso a los sentidos y al mundo. Lo que buscan es reconciliarse con que el hombre es y el mundo es. Pero la vieja herida de la ruptura entre el sujeto y el mundo aún persiste. Al hombre moderno le da un miedo atroz aceptar que el mundo es de la misma manera que el sujeto es. No porque sea falso, sino porque no encaja en su forma de razón. Simplemente, no parece razonable.

En su libro El mundo y sus demonios, Carl Sagan describió la analogía del dragón en el garaje. En ella explica muy didácticamente que las afirmaciones que no se pueden falsear no son objeto del método científico. Sagan nos habla del dragón que tiene en su garaje. Cuando vayamos a su garaje a verlo y no podamos, nos dirá que el dragón es invisible. Si le preguntamos por el calor, nos dirá que su fuego es ignífugo. No podemos pintar el dragón, porque la pintura no se adhiere. Las pisadas no se perciben, porque el dragón flota. Por supuesto, no hace ningún ruido… Pero Sagan insistirá en que el dragón está ahí. Y argumenta que la ciencia no puede falsear esa afirmación, por lo que lo más razonable es no creérsela. La conclusión es acertada aunque el razonamiento es erróneo. No hay una relación directa entre lo que la ciencia no puede demostrar y lo que no es razonable creer. Como siempre, podemos aplicar la forma más rápida de destapar a un cientifista: la ciencia no puede demostrar esa afirmación.

Aun así, obviándolo por un momento, aceptémosla para ver dónde nos lleva: como lo razonable es rechazar todo lo que la ciencia no demuestra, y la ciencia no puede demostrar el libre arbitrio, entonces, lo razonable es pensar que no somos libres. Es decir, aparentemente, es más razonable negar un constituyente básico de toda la conducta humana, algo que necesitamos asumir como verdadero para actuar y vivir, que aceptar que eso mismo es real.

¿Tiene algún sentido esto? Efectivamente, sería una locura pensar que en el garaje hay un dragón invisible, flotante, inoloro e ignífugo, inequívocamente capaz de esquivarte mientras andas por el garaje, de forma que «puedes vivir como si el dragón no estuviera, pero realmente está». Pues bien, los que nos dicen que tenemos que vivir, prometer, aconsejar, amar, como si fuéramos libres pero que en realidad no lo somos, nos dicen que eso es más razonable que pensar que sí somos libres, «porque la ciencia no puede demostrar que lo seamos». Identificar exclusivamente lo científico con lo razonable no tiene sentido.

Para entender si la fe es razonable debemos entender qué es razonable. Y, de la misma manera que un buen paso previo para ser un buen cristiano es ser buena persona, para restaurar la fe hay que restaurar la metafísica. Es extremadamente difícil que alguien que no vea razonable aceptar que yo soy y el mundo es, vea la fe católica razonable. Un buen amigo antropólogo me dijo que él invita a todos los que niegan que el mundo sea a correr rápidamente contra la pared. Puede parecer absurdo de primeras, pero encierra una gran verdad: si jamás en la vida consideraríamos razonable hacerlo (por mucho que pensáramos –¡incluso supiéramos!– que existe una posibilidad de atravesarla2), ¿por qué íbamos a considerar razonable pensarlo? No digamos basar una filosofía en eso.

Pero entender esto en la discusión filosófica académica es lo de menos. Lo importante, lo crucial, es verlo en nuestra vida. Tal y como decíamos al principio, usted y yo somos hijos de esta forma mentis. Y esto nos puede jugar una mala pasada en cómo decidimos vivir nuestra vida y nuestra fe. Aunque conozcamos los argumentos de este artículo, de repente un día nos parece totalmente razonable querer que la realidad y la ley de Dios se plieguen a nuestro gusto. Estas reflexiones deben servir para llevarlo a este contexto, no para jactarse de una magnífica metafísica.

Yo soy y el mundo es. No, no es demostrable, pero a la vista está que es el punto de partida más razonable. Aclarada esta base metafísica y la epistemología que se deriva de ella, ya estamos mejor preparados para hablar de fe y razón. Y eso, Dios mediante, lo veremos en el siguiente número.

1El discurso del método, parte IV, (1637). En castellano suele traducirse como «pienso luego existo», aunque la frase literal que usa Descartes es la citada en francés, en la que dice «soy». Probablemente esto se debe a la equivalencia que algunas escuelas hacen entre ser y existir. Esta traducción no busca avivar ese debate, sino ser fiel al original.

2Un buen ejemplo de que igual que algo no científico puede ser razonable, algo científico puede no ser razonable. Según la mecánica cuántica, no es imposible atravesar una pared corriendo. Hay una probabilidad teórica real –aunque infinitamente pequeña– de que eso ocurra por efecto túnel, el mismo fenómeno que permite a ciertas partículas subatómicas cruzar barreras de potencial que, clásicamente, serían infranqueables.

Ahora bien, cuando aplicamos ese mismo cálculo a un ser humano de 70 kg intentando atravesar una pared de 10 cm, la probabilidad es del orden de:

P∼e
−2γa ≈ 10^(-10¹⁸)

Esto es uno partido por un uno seguido de un quitillón de ceros (escala corta). Una cifra tan absurdamente pequeña que necesitarías repetir el intento varias trillones de veces más de las que átomos hay en el universo multiplicado por segundos desde el Big Bang para que ocurriera una vez. ¿Imposible? No. ¿Razonable? Si lo piensas, posiblemente tengas la cabeza tan dura que igual te sale.