VIDA DE SAN ABRAHAM (III)

Efrén de Edesa

Las tentaciones de san Antonio Abad, Pieter Coecke van Aeslest, ca. 1543. Óleo sobre tabla. Extraído de la colección digital del Museo del Prado.

CAPÍTULO XI

Viendo, pues, el diablo, envidioso de los hombres buenos, que, a pesar de haber levantado tantas molestias y tribulaciones contra él, no había podido llevar al hombre de Dios a la desidia ni a separar en nada su alma del Señor, sino que, así como el oro se hace más brillante por las presiones en el horno, así había progresado en mayor paciencia y en la alegría de la caridad; muy irritado y gravemente enfurecido por ello, decidió aparecérsele en una visión terrible, para que, atacándolo, aunque fuese con el miedo, lo pudiese engañar y hacer caer. 

CAPÍTULO XII 

Así pues, mientras estaba él recitando los salmos en medio de la noche, de repente una luz grande como si fuese del sol resplandeció en su celda, y se oyó la voz como de una multitud que decía: «Bienaventurado eres, Abraham, verdaderamente bienaventurado y fiel, y no se ha hallado ninguno como tú en su manera de vivir, pues has cumplido todas cuanto quería». Pero, conociendo al momento el santo varón el engaño del maligno, elevó su voz y dijo: «Estése contigo tu oscuridad para tu perdición, oh lleno de engaño y mentira. Yo soy un hombre pecador, pero teniendo la protección de la esperanza, por la gracia de Dios, no temeré en nada tus insidias, ni tus muchas fantasmagorías me infundirán terror, pues el nombre de mi Señor y Salvador Jesucristo, a quien he amado y amo, es para mí un fortísimo muro, en el cual te increpo, perro inmundo y tres veces miserable». Y diciendo esto, se desvaneció al momento de sus ojos como el humo, y el santo siervo de Dios, con mucha alegría y ánimo tranquilo, bendecía al Señor como si no hubiese visto ninguna aparición.

CAPÍTULO XIII

Estando él orando otra vez de noche pocos días después, teniendo en su mano el diablo un hacha, intentaba derruir su celdilla, y pensado ya que la había horadado, gritó con gran voz: «Venid, amigos míos, venid rápido y pasad, y arrancadle violentamente la vida». Pero dijo contra él el bienaventurado Abraham: «Todas las gentes me rodearon, pero en el nombre del Señor me veré libre de ellos»1. Y aquel, al instante, en cuanto oyó esta voz, se desvaneció, y la celda del bienaventurado varón quedó entera y sin daño. 

CAPÍTULO XIV 

Igualmente, pocos días después, mientras salmodiaba a media noche, la esterilla sobre la que estaba comenzó a quemarse a llamaradas, y entonces mientras pisaba el fuego, decía valientemente: «Caminaré sobre el áspid y el basilisco, pisaré al león y al dragón2, y venceré todo el poder del enemigo en el nombre de mi Señor Jesucristo, que me da su ayuda». Y, huyendo Satanás, gritaba a grandes voces: «Yo te venceré con mala muerte, y encontraré la manera de destruirte, a ti, que me tratas ahora como despreciable».

CAPÍTULO XV

Cierto día, mientras tomaba alimento, transfigurado el demonio en forma de adolescente, entró a su celda e intentaba volcar su cuenco, mas el varón de Dios, sosteniéndolo con la mano, comía impávido. Entonces, saliendo el diablo, inventó de repente otra aparición, y poniendo un candelabro delante de él, y ardiendo la luz desde arriba, cantaba los salmos con boca manchada y maloliente a grandes voces diciendo: «Bienaventurados los inmaculados en el camino, los que caminan en la ley del Señor»3. Y cantando varias palabras del mismo salmo no le respondió nada el santo hasta que tomó el acostumbrado alimento, y después de levantarse de la mesa, le dijo con toda constancia: «Perro inmundo y tres veces miserable, lleno de debilidad y mentira, si sabes que son bienaventurados ¿por qué los molestas? Pues son realmente bienaventurados todos los que de todo corazón aman a Dios». Y le respondió el diablo: «Por eso los hostigo, para vencerlos, y para que, despojados de toda obra buena, se asocien a mis delitos». Pero replicó el bienaventurado varón: «No sacarías ninguna ganancia al vencer y poner tropiezos a cualquiera que teme a Dios si aquellos que son semejantes a ti no se apartasen de Dios por propia voluntad. A estos los aherrojas y engañas, porque Dios no está en ellos, pero ante los que aman a Dios te desvaneces y desfalleces como humo por el viento. Una sola oración te atormenta y perturba tanto como el polvo es esparcido perseguido por el viento. Vive mi Dios, que es bendito por los siglos, que es mi gloria, que no te temeré aun cuando te quedes aquí todo el tiempo. Así, pues, te despreciaré como si fueses nada, como un cachorro magullado es depreciado por cualquiera». Y, tras decir esto, aquel, como solía, se desvaneció.

CAPÍTULO XVI

De nuevo, tras cinco días, una vez que acabó su salmodia durante el tiempo de la noche, el enemigo inventó otro tipo de aparición: se pudo ver como si viniese una multitud de gente que, arrastrándose unos a otros, se decían a gritos que echarían al varón de Dios en una fosa; mas en cuanto él los vio, dijo: «Me rodearon como las abejas al panal, y se enardecieron como fuego en las zarzas, mas en el nombre del Señor me veré libre de ellos4». Entonces, exclamó Satanás: «¡Ay! ¡Ay de mí! Ya no sé qué hacer contigo, pues veo que me has vencido y ganado en todo, y que mis poderes han sido despreciados y yo por todas partes pisoteado. Con todo, ni así me apartaré nunca de ti hasta que, venciéndote, te humille y te someta a mí». Pero el varón de Dios le dijo: «Anatema a ti y a todo tu poderío, asquerosísimo demonio; gloria y honor al solo Señor santo y Dios sabio, que te entregó a nosotros, que lo amamos para ser pisado por nuestros pies, y por eso nos burlamos y despreciamos tu astucia. Reconoce pues, demonio todo débil e infeliz, que nosotros ni te tememos a ti ni a tus fantasmadas».

CAPÍTULO XVII

Luchando durante mucho tiempo con distintos modos y artimañas contra el varón fortísimo, no pudo infundir en sus solidísimos pensamientos nada de pavor, pues cuanto más peleaba, tanto más crecía en él la alegría y la grandísima caridad para con Dios, pues, amando a Dios con todo su espíritu y ordenando su vida según su voluntad, mereció abundantemente la gracia divina, y, por tanto, el diablo no lograba dañarlo. Había llamado con perseverancia para que se le mostrasen los tesoros de la divina gracia, y cuando se le abrió la puerta, recibió tres piedras preciosísimas: la fe, la esperanza y la caridad, con que eran en él perfecta y firmemente adornadas las demás virtudes. Tejiendo, asimismo, una preciosísima corona de buenas obras la ofrecía al Señor Rey de reyes, de quien había recibido el don. ¿Quién, pues, amó así con todo su corazón a Dios y al prójimo como a sí mismo?5 ¿Quién se compadeció así de los sufrientes y se mostró en tal grado misericordioso? ¿Por cuál monje no oró al Señor, sabiendo que llevaba buena vida, para que se guardase libre de los lazos del diablo y consumase sin culpa el curso de su vida? ¿Por quién, sabiéndolo pecador o impío, no rogó con lágrimas días y noches al Señor para que se salvase? Y en todo el tiempo de su monacato no pasó un día sin lágrimas. No soltaba sus labios fácilmente a la risa, ni acercaba el aceite a su cuerpecillo, y ni su rostro ni sus pies se lavaron desde el día de su conversión. Se presentaba pues cada día como si hubiese de morir en él.

CAPÍTULO XVIII

¡Oh verdaderamente glorioso milagro, hermanos, el que en tanta abstinencia, continuas vigilias mezcladas con llanto, dormir en tierra y quebranto del cuerpo nunca se cansó, nunca se entorpeció afectado por la pereza, nunca lo fatigó el hastío, sino que, como si tuviese hambre o sed, tomándolo todo con avidez, nunca pudo su alma saciarse de la dulzura de su propósito! Era su aspecto como de flor inmarcesible, y en su rostro se dejaba ver la pureza de su espíritu, y su mismo cuerpecillo, como si no tuviese necesidad de nada, se mostró fuerte y robusto, puesto que en todo gozaba de la gracia de Dios y disfrutaba del gusto de la alegría espiritual. A la hora de dormir aparecía con un rostro tan espléndido como si no hubiese pasado ningún tiempo en abstinencia. Pero también en él se realizó un milagro por divina dispensación, pues en todos los cincuenta años de su abstinencia no mudó el vestido de cilicio que se había puesto.
El resto de la Vida de Abraham y de su sobrina podrás leerlo después, entre las Vidas de las mujeres.

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