Marta y María y la contemplación de la Pasión. Retiro de Cuaresma NSC-E

Johanna Pérez Garciarena, Capítulo San Francisco de Javier

Federico Marfil concretó y propuso el objetivo del retiro de Cuaresma de 2024 que estuvo claro desde la primera plática: hemos venido a dar gloria a Dios, a modelar nuestra voluntad para que constantemente lo alabe. Para ello, nos recordaba, el centro de nuestra vida debería ser la celebración del Santo Sacrificio: dedicarle todo el día y, así, no tener prisa para vivirlo. Que todo vaya hacia el Santísimo Sacramento y que parta de Él, como si eucaristizáramos nuestros días. Porque, como se suele decir, el que se acerca al fuego se acaba calentando. Y qué mejor que un retiro para ganar devoción y llevar a Dios más tiernamente en mí.

En los Ejercicios Espirituales, y para meditar la vida de Nuestro Señor Jesucristo, san Ignacio coloca el evangelio de Marta y María de Betania como preámbulo de Su vida pública. En la escena de Lucas 10, 38-42, Marta representa la vida activa y María, la contemplativa.

Las obras principales de la vida activa son, especialmente, las obras de misericordia corporales. Marta hospeda a Jesús: apareja la casa (el alma), sosiega el bullicio (acallar las pasiones y calmar los afectos desordenados) y amuebla el lugar (adornar el alma con virtudes y actos de caridad).

Por su parte, la vida contemplativa goza de la presencia del Señor. María se acerca a Dios, se sienta con quietud y cerca de Sus pies, con actitud reverente. En ella se aúnan humildad, reverencia, sujeción y obediencia.

Aun así, el verdadero arte es hermanar bien los dos estilos de vida. Solo la vida activa no es suficiente, porque sin la vida contemplativa no recibimos la devoción ni esa dulzura para no estar quejosos en el servicio, como Marta. De esa forma, aprenderemos a estar con quietud en la presencia de Dios. No obstante, hay algunas imperfecciones en la vida mixta.

El principal peligro que acecha nuestra vida espiritual es quedarnos con las cosas de Dios, y no con el Dios de las cosas. Así, nuestro primer enemigo es la carne, nuestro temperamento. Es como un «defecto de fábrica» que tenemos que ir restaurando. Y, para forjar nuestro carácter, necesitamos la gracia santificante.

En segundo lugar, la poca experiencia y la falta de discreción nos impiden, a veces, escoger lo que más nos conviene y hacer lo que Dios quiere, cuando Dios quiere, como Dios quiere, y punto. También debemos tener cuidado con el amor propio y los apegos desordenados, porque nos podemos desbocar. Por eso, necesitamos la purificación con la que domarnos a nosotros mismos como muestra de amor a Dios.

«Solo una cosa es necesaria». Tenemos que unificar todas las cosas en un todo unitario, ver toda la vida cristiana de forma unificada y hacer cada cosa y todo por amor a Dios. En palabras de san Agustín, «conviene orar sin desfallecer», porque, aunque nosotros paremos, el demonio no lo hace.

¿Cómo es posible aprender a orar así? Estudiando en la escuela de la cruz. En la cruz desborda el amor más que el sufrimiento: mi Señor va a la cruz por mí. Y podemos contemplar la Pasión y compadecernos de Él. Así que ¡detente! Detengámonos a considerar el precio de nuestra alma: la sangre de Dios. Y Jesús que calla en la cruz. Solo nos deja sus últimas siete palabras:

– Caridad para con los pecadores impenitentes («No saben lo que hacen»), los penitentes («Hoy estarás conmigo en el Paraíso») y para con las almas fervientes («Mujer, ahí tienes a tu hijo»).

– La desolación y la desesperación sentidas, al ver el mal de toda la humanidad y las almas que se iban a perder en el Infierno («¿Por qué me has abandonado?»), mientras sentía una sed física y espiritual por todas ellas («Tengo sed»).

– Por último, inclina la cabeza y da su vida, porque ha consumado todo, y entrega su alma.

En todo este proceso de contemplación y devoción, no debemos olvidar que nuestros nombres están escritos en el reino de los Cielos. Aunque podemos tener la tentación de pasar a la resurrección rápidamente, primero tenemos que aceptar y abrazar la cruz. Jesucristo resucitado nos da la paz (de tres maneras) y nos enseña sus llagas (en las batallas).

Como Sumo Capitán, nos infunde paz antes de la batalla, o lo que es lo mismo, nos anima a avivar la llama día a día por la vida contemplativa. Nos da la paz mientras nosotros batallamos, Él va a la cabeza. Tenemos que luchar, aunque sabemos que la guerra ya está ganada: la ganó nuestro Señor con su sangre. Y nos da la paz después de la batalla: hemos hecho lo que teníamos que hacer.

Este amor, finalmente, consiste en comunicación por ambas partes. Primero, gratitud por los bienes recibidos del Señor. Segundo, una mirada contemplativa para ver nuestra vida desde la fe. Por la gracia, Dios inhabita por entero en nuestra alma, se nos da por completo porque quiere nuestra santificación. Nuestra tarea diaria, estando de retiro y estando en casa, es ir descubriendo «las mil gracias que derramando pasó», como escribía san Juan de la Cruz. Unidad en la multiplicidad por amor a Dios y al prójimo. Y, así, podremos devolver lo que por justicia merece el Señor de cada uno de nosotros.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº30 – MARZO 2024