Santa Elena y la inventio crucis

Jorge-Manuel Rodríguez Almenar, Universidad de Valencia
Presidente del Centro Español de Sindonología

El relato del hallazgo de la Cruz está vinculado cronológicamente al redescubrimiento del Santo Sepulcro, que se produjo en el siglo IV, poco después del primer concilio de Nicea. Este hallazgo de la Cruz (inventio significa en latín «hallazgo») es un hecho histórico, pero desafortunadamente, los cristianos tenemos muy poca información de lo que realmente ocurrió porque, en la Edad Media, un monje llamado Santiago de la Vorágine recopiló en su Leyenda Aurea todos los relatos que pudo encontrar sobre temas religiosos sin el menor espíritu crítico, con lo que el resultado fue una mezcla de datos históricos contrastables y narraciones sin ninguna base objetiva. De hecho, la palabra «vorágine», entendida como un galimatías y una unión de cosas heterogéneas, procede precisamente del apellido de este autor.

Hubiera sido verdaderamente milagroso que su obra se hubiera ajustado a los criterios de la historiografía actual, pero, evidentemente, no podemos tomar aquellos relatos como verdades científicas. Así que, para reconstruir los hechos que realmente ocurrieron, hay que poner un poco de orden y podar las adherencias añadidas.

Sabemos por la arqueología y la historia que la crucifixión de Cristo (cuya fecha más probable es el 3 de abril del año 33) se realizó en un lugar de las afueras de Jerusalén próximo a una de las puertas de la muralla y, de acuerdo con una costumbre local, los crucificados estarían de espaldas al edificio del Templo, mirando hacia Occidente. El evangelio de san Juan concreta que «en el lugar donde crucificaron a Jesús había un huerto y en el huerto, un sepulcro nuevo en el que todavía no se había sepultado a nadie» (Jn 19, 41), que pertenecía a José de Arimatea y que fue cedido para sepultura de Cristo.

Tanto el Gólgota como el sepulcro de José de Arimatea estaban en un recodo de la parte externa de la segunda muralla, en una zona que había sido usada como cantera durante años, pero que, en el tiempo de la muerte de Cristo, estaba ya prácticamente en desuso. Esto explica que sólo diez años después, en el año 44 d. C., Herodes Agripa regularizara el perímetro de la ciudad y construyera una tercera muralla que incorporaba definitivamente toda esta zona al recinto urbano, y que fuera necesario regularizar la altura del suelo (horadado por la extracción de bloques de piedra), con escombros y tierra traídos desde fuera. Esta circunstancia terminó siendo un hecho providencial, porque, de esta manera, el sepulcro de Cristo no fue destruido, sino enterrado.

Pocos años después, en el año 70, Jerusalén sufrió una destrucción masiva cuando el general Tito —después convertido en emperador—, cumpliendo la profecía de Jesús, no dejó «piedra sobre piedra» tanto del Templo como de la mayor parte de la urbe. Posteriormente, coincidiendo con la última guerra entre judíos y romanos (132-136 d.C.), el emperador Elio Adriano edificó sobre las ruinas de Jerusalén una ciudad nueva (Elia Capitolina) con un trazado de estilo romano, totalmente nuevo y dedicada a él mismo, solo que ahora, en el siglo II, el lugar de la crucifixión y del sepulcro habían pasado a ocupar una zona bastante céntrica de la nueva población y sobre ellos se construyeron edificaciones paganas importantes.

Tenemos dos testimonios muy próximos a los hechos, que atribuyen esa construcción a una voluntad de paganizar los lugares sagrados. Afirma Eusebio de Cesárea (el primer historiador de la Iglesia Católica): «Hombres descreídos y profanos concibieron la idea de hacer desaparecer de entre los hombres aquel antro redentor (el santo sepulcro). Y tomándose un gran esfuerzo, cubren todo el lugar con tierra traída de fuera. Después, elevado el nivel del suelo y tras pavimentarlo con losas de piedra, esconden, bajo tan ingente túmulo, la gruta divina. Luego […] construyen un oscuro compartimento al disoluto espíritu de Afrodita [Venus], donde ofrecían execrables oblaciones sobre profanos altares» (Eusebio de Cesarea: Vida de Constantino. Libro 3.º. Cap. XXVI).

La misma idea recoge san Jerónimo, también en el siglo IV: «Desde la época de Adriano hasta el reino de Constantino, por espacio de unos 180 años, en el lugar de la resurrección se daba culto a una imagen de Júpiter, y en la roca de la cruz a una estatua en mármol de Venus. Se imaginaban los autores de la persecución que nos quitarían la fe en la Resurrección y en la Cruz si contaminaban los lugares sagrados con sus ídolos».

Como he manifestado, mi idea es que el relleno con escombros se hizo en un momento anterior, cuando se incorporó la zona de la cantera a la ciudad, pero en ambos testimonios, lo que se constata como histórico es que, al levantar la zona pavimentada, hubo que eliminar tierra y escombros que estaban por debajo y que, a la larga, habían servido para proteger los lugares sagrados.

Más allá de lo que pueda ser discutible, es verdaderamente significativo que se construyeran lugares de culto romano justo donde la Iglesia cristiana conmemoraba la muerte y resurrección de Cristo. Desde que el mundo es mundo, cada civilización que ha sustituido a otra ha intentado construir los lugares del nuevo culto en el mismo sitio que albergaba el culto precedente. Eso es una constante. Sin embargo, en Jerusalén, el único lugar realmente de culto era el Templo, por lo que los arqueólogos piensan que los romanos quisieron marcar los lugares cristianos, porque ya debería existir allí algún tipo de culto cristiano (que los romanos no distinguían del culto judío). Y esto nos da una cierta base para pensar que los cristianos habían mantenido la memoria del lugar donde Cristo murió y fue enterrado.

El siguiente punto de nuestro relato requiere que volvamos al mencionado primer concilio de Nicea, que tuvo lugar entre el 20 de mayo y el 19 de junio del año 325 d. C. Pero se hace necesario, primero, contextualizar ese hecho: Constantino dictó el Edicto de tolerancia a favor del cristianismo a partir de la batalla del puente Milvio, con lo que puso fin a las persecuciones contra los cristianos. Sin embargo, este decreto no supuso la conversión del emperador, ya que sabemos que continuó con su vida poco ejemplar y no se bautizó sino en su lecho de muerte, esquivando, así, la necesidad de confesar sus crímenes y pecados. No voy a valorar si eso fue moralmente aceptable o si fue un intento de engañar a Dios, pero lo cierto es que nos da pie para plantearnos si lo que buscaba Constantino al apoyar al cristianismo respondía a un móvil religioso o más bien a un móvil de carácter político.

Hay que tener en cuenta que el imperio romano fue asimilando todas las religiones de los pueblos que iba conquistando, con lo que su sistema religioso terminó siendo de una heterogeneidad extrema. Esto explica que, en un momento determinado, se tomara la decisión de convertir al emperador en un dios. Era una forma de establecer un punto de referencia común en todas las religiones del imperio y no era algo difícil de conseguir, ya que casi todas eran politeístas y no existía una gran dificultad para que en ellas se admitiera un nuevo dios. Únicamente se encontraron con la oposición frontal de los judíos y de los cristianos, porque ambos consideraban que Dios era el todopoderoso creador del universo, idea incompatible con el concepto de dioses menores que tenían las religiones politeístas.

Constantino tenía dos motivos muy claros para dejar de perseguir a los cristianos, uno de carácter personal, y otro de carácter político:

El motivo personal de Constantino es que su propia madre era una cristiana auténtica, y es lógico que intentara evitar que fuera víctima de la persecución. Eusebio de Cesárea afirma de ella que: «Se convirtió  […] en una sierva de Dios tan devota que uno podía creer que había sido discípula del Redentor de la humanidad desde su más tierna niñez» (Vita Constantini, III, 48). Existe un dato que corrobora la idea de que Constantino tenía debilidad por su madre, y es que le acuñó una moneda de oro con el lema «Elena augusta» (es decir, «Elena emperatriz»). Aunque esto podría ser discutible, como vamos a ver.

Al principio del siglo IV, Roma estaba gobernada por el sistema político de la tetrarquía, que suponía que cada parte del imperio (Oriente y Occidente) estaba gobernada por un emperador, quien tenía, a su vez, un César bajo su autoridad. Constantino acabó con este sistema al convertirse en emperador único, y fue entonces cuando otorgó a su madre el título de emperatriz, que su padre le había negado. El padre de Constantino —Constancio Cloro—, siendo militar, se había casado con Elena, una joven procedente de Treveris, que era moza de mesón: una simple trabajadora. Con el tiempo, Constancio se convirtió en César de Occidente y compartía el poder con el emperador de Maximiliano, pero, para consolidar su posición política, repudió a Elena y contrajo matrimonio con una hijastra del citado Augusto, al que sucedió. Esta injusticia debió dejar mella en Constantino, quien —cuando tuvo oportunidad— ennobleció a su madre otorgándole el título de emperatriz.

No obstante, por otra parte, desde el punto de vista político, tolerar el cristianismo era una jugada hábil, puesto que las otras religiones no tenían ningún inconveniente en compartir el panteón de los dioses con el Dios de los cristianos y con ello se avanzaba hacia la paz religiosa. Sin embargo, el problema que se encontró el emperador Constantino es que, en el 318, aparece el arrianismo, que era la doctrina del obispo Arrio, según el cual Jesús no podía ser equiparado a Dios Padre, sino que era simplemente un dios menor. Es fácil de entender que si lo que quería el emperador era acabar con un conflicto religioso, no era nada conveniente que se produjera un enfrentamiento entre cristianos. Eso explica que fuera el propio Constantino quien convocase el I Concilio de Nicea, para exigir a los cristianos que se pusieran de acuerdo. Del concilio de Nicea se dicen actualmente verdaderas barbaridades inventadas (basta con leer lo que dice, por ejemplo, El Código da Vinci), pero a él le debemos la condena de la doctrina de Arrio con la definición incorporada al credo de que Jesucristo fue «engendrado, no creado, y consustancial al Padre».

Toda esta larguísima contextualización nos sirve para entender un hecho notable que se produjo también en el Concilio de Nicea del 325 d. C. En esa asamblea, el obispo de Jerusalén, un tal Macario, aprovechó el talante del emperador para solicitarle que, como gesto de buena voluntad, derribara las construcciones paganas que profanaban los santos lugares del Calvario y del Sepulcro. Constantino, extraordinariamente receptivo, respondió por carta a Macario aceptando la demolición, afirmando su voluntad de edificar una basílica digna de Cristo, que él financiaría, e instando al buen obispo a dirigir espiritualmente las obras.

Y es aquí donde vuelve a entrar en escena nuestra Elena, quien, «empoderada» como emperatriz-madre, hizo valer sus privilegios y consiguió estar presente durante las obras de demolición de los templos paganos.

La leyenda áurea atribuye a este viaje un carácter milagroso y afirma que, tras torturar a un judío, pudieron conocer el lugar donde había estado el sepulcro, y, una vez demolidos los edificios paganos, la propia Elena, en un arrebato místico, determinó dónde se encontrarían la reliquias de la cruz. La misma leyenda afirma que, en una cisterna seca de las inmediaciones, se encontraron tres cruces, y que se supo cuál era la cruz de Cristo porque un enfermo (otra versión dice una anciana moribunda) se curó inmediatamente al ser tocado con uno de los maderos. Esta leyenda se hizo tan popular que incluso aparece representada en el ábside de la iglesia de la Santa Cruz en Jerusalén, una de las basílicas menores de Roma, que guarda aún hoy en día parte de las reliquias encontradas en la ciudad santa y que se construyó en la casa de santa Elena.

La historiografía actual tiende a negar como falsos todos los acontecimientos que no tengan una comprobación documental, pero, afortunadamente, del hallazgo de la cruz tenemos suficientes referencias históricas. El propio Eusebio de Cesaréa nos ha dejado un relato precioso, que satisface nuestra mentalidad actual, cuando afirma: «Aquel loco [Adriano] creía esconder al género humano el esplendor del sol que se levantaba sobre el mundo, y no advertía que queriendo relegar al olvido los santos lugares fijaba inexorablemente el sitio, y que en el día establecido por Dios para la liberación de su iglesia las columnas del templo de Venus se convertirían en indicaciones infalibles para el descubrimiento de los santuarios […]. Entonces, contra toda esperanza, apareció […] el venerable y santísimo testimonio de la resurrección salvífica» (Vita Constantini. Año 340 d. C.) Como es lógico, los cristianos no habían olvidado dónde se encontraban los lugares en los que se habían producido la redención y la resurrección, y, además, los propios romanos los habían marcado realizando sus construcciones paganas. No hizo falta torturar a nadie para saberlo…

Y, en cuanto a la identificación del madero concreto de Cristo, tampoco necesitamos recurrir al milagro, teniendo una fuente segura, en este caso del obispo san Ambrosio, quien nos dejó escrito en De obitu Theodosii oratio (año 395 d. C) que «Elena reconoció la Cruz de Cristo por el Título que apareció a su lado». Este dato no se suele mencionar, pero es realmente impactante, porque el titulus crucis (un documento jurídico que debía acompañar al crucificado) solo podría ser de Cristo, ya que tenía su nombre. El hallazgo del título es lo que da credibilidad a los lingnum crucis que se distribuyeron por todo el mundo cristiano.

Con relación a este hecho del hallazgo del madero de la Cruz, es curioso que el único historiador que no lo menciona es Eusebio, mientras sí que lo hacen todos los demás cronistas de la época (san Ambrosio, san Cirilo de Jerusalén, Rufino, Sócrates, Sulpicio Severo, Sozomeno, san Paulino de Nola, Teodoreto y Nicéforo). Así que también podemos considerarlo un hecho histórico acreditado por múltiples fuentes documentales. Como ejemplo, podemos citar al obispo Cirilo de Jerusalén, que en el año 351, dirigiéndose al emperador Constancio escribe: «En tiempos de tu padre Constantino, fue hallado en Jerusalén el saludable leño de la Cruz», aunque esto ya lo había afirmado el año 347 en el número X de sus Catequesis.

Pero, entonces, ¿por qué no habla del hallazgo de la Cruz Eusebio? Se ha propuesto como explicación que el santo obispo intentaba, así, resaltar la mayor importancia de la resurrección sobre lo que la cruz representaba todavía en la mentalidad judía (recuérdese que el Deuteronomio dice: «Porque maldito es de Dios, el que pende de un madero» (Dt 21, 23)). Es una explicación plausible, porque encaja muy bien con el pensamiento que pone de manifiesto en la Catequesis número XIII el citado Cirilo: «Reconozco la Cruz porque reconozco la Resurrección. Si el crucificado hubiera permanecido en ese estado, no reconocería la Cruz […]. Como a la Cruz siguió la Resurrección, no me avergüenzo de ello».  

Para terminar, querría poner de manifiesto que el hallazgo de la Cruz tuvo dos consecuencias inmediatas que cambiarían el punto de vista cristiano para siempre. La primera es que la Cruz dejó de verse como una maldición infamante para convertirse en un símbolo de esperanza, y se colocó en la cabecera de los ábsides de todas las iglesias. Y la segunda consecuencia es que se desató el ansia universal por poseer un fragmento del leño redentor. El reiterado obispo Cirilo de Jerusalén dirá: «La Pasión es real. […] Aunque yo lo negara, me lo reprocharía este gólgota cerca del que nos encontramos; me lo reprocharía el madero de la Cruz que, desde aquí, ha sido distribuido en fragmentos por todo el mundo».

No somos conscientes de la conmoción que supuso en toda la cristiandad el hallazgo de la Cruz. Debió ser como si el propio Cristo hubiera vuelto a resucitar para dejar constancia de la verdad de su resurrección. Pocos años antes, los cristianos estaban muriendo en las persecuciones y, de repente, su religión pasaba a ser la más digna del imperio con el apoyo imperial. Debió de ser algo realmente impactante.

Retablo de la Santa Cruz. Detalle. Museo de Bellas Artes de Valencia. Siglo XIV.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº32 – MAYO 2024