Una luz en la oscuridad

D. Rodrigo Menéndez Piñar, Pbro.

Esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas (Lc 22, 53). Así termina nuestro Señor el diálogo con el pésimo mercader Judas y su turba, al ser asaltado en el Huerto de los Olivos. Era la hora de los enemigos de Cristo, que conspiran contra el Señor y contra su Mesías (Sal 2, 2), aliándose los gentiles y el pueblo de Israel, Pilatos y Herodes, junto al Sanedrín de sacerdotes, para caer sobre su Santo Siervo (cf. Hch 4, 27). Pero era también la Hora de Jesús (cf. Jn 7, 30; 8, 20; 13, 1), su Hora, la de pasar de este Mundo al Padre, la de reconciliar todas las cosas, las del Cielo y las de la Tierra, haciendo la paz por la sangre de su Cruz (Col 1, 20).

Este maridaje aparentemente contradictorio de la hora de Dios y la hora de las tinieblas, la de Jesús y la de sus enemigos, la del bien y la del mal, horada todos los siglos de la historia, haciendo que la navecilla de la Iglesia surque los tiempos triunfante en medio de las tempestades. Hay un tiempo para todo, según el sabio rey Qohéleth, y así hay momentos en los que la exaltación de su victoria es patente como el sol de mediodía, y otros en los que la zozobra es tal dentro de la tormenta que no se vislumbra esperanza en el horizonte. Pero en la historia de los hombres todo va mezclado. Nunca faltan manchas en los períodos de esplendor eclesiástico y Dios siempre envía estrellas radiantes, cuyo fulgor no pueden apagar cuantos nubarrones se ciernan sobre ellas, que la guíen en tiempos oscuros.

Pero no sólo caminan juntas la Luz y la oscuridad. No están entrelazadas, simplemente, haciendo que las cosas no sean químicamente puras. Esto es una mera constatación de la realidad. Sino que en el designio providencial de Dios, de los males se sacan bienes, y en la oscuridad se percibe mejor la luz[1]. San Agustín, al inicio del último libro de su magna obra De civitate Dei, ve en esto un indicio de mayor poder en Dios, este de sacar bienes de males, más que en no permitir la existencia de los mismos males (cf. XXII, 1). Y es conocido el recurrente pensamiento agustiniano que defiende la utilidad de las herejías para confirmar con más contundencia la verdad, así como los buenos frutos de las persecuciones al fortalecer la adhesión de los cristianos a la fe. De esta manera, todo aquello que cae bajo la calificación de mal, de una u otra manera, acaba contribuyendo al triunfo del bien. Y para la resolución de este dichoso final, Dios gobierna la historia a través de las causas segundas ─unas buenas, otras no tanto, algunas definitivamente malas─, lo cual indica también mayor poder en Dios. Podría llevar a cabo todo Él solo, pero por la abundancia de su Bondad, como enseña santo Tomás de Aquino, comunica a las criaturas la dignidad de verdaderas causas (S. Th. I, 22, 3).

Esto que pudiera parecer una reflexión teórica reservada a los eruditos de la metafísica es lo más práctico y esperanzador que existe. Al final, el designio general de Dios nunca puede ser frustado y con la frustración particular y parcial de algunas criaturas no se hace sino colaborar a una mayor honra de Dios y de su obra. Esto lo enseña la Revelación, la teología con sesudos argumentos racionales y también se ve reflejado en las buenas obras de literatura que tienen una cosmovisión cristiana. Así, por ejemplo, en los fundamentos de la obra de Tolkien, sea cuando habla de Melkor, el que introduce el mal en el mundo, cuando Eru, el Creador, después de haberse mostrado aparentemente negligente por dejar obrar al maligno, le sentencia sobre el final de los tiempos: y tú, Melkor, descubrirás los pensamientos secretos de tu propia mente y entenderás que son sólo una parte del todo y tributarios de su gloria (El Silmarillion, Ainulindalë); sea cuando el mismo Eru habla de los hombres: Pero Ilúvatar sabía que los Hombres, arrojados al torbellino de los poderes del mundo, se extraviarían a menudo y no utilizarían sus dones en armonía; y dijo: —También ellos sabrán, llegado el momento, que todo cuanto hagan contribuirá al fin sólo a la gloria de mi obra (El Silmarillion, Quenta Silmarillion, Del principio de los días).

La lectura de la oscuridad como purificación del alma aparece también con fuerza en uno de los grandes doctores de la espiritualidad: san Juan de la Cruz. Él dio consistencia al concepto “noche” para describir todo el proceso negativo con que Dios va purgando al alma de sus defectos morales en el crisol del dolor. La experiencia de la noche puede describirse en cuatro aspectos: 1) oscuridad en el entendimiento que queda confundido; 2) aridez en la voluntad y desgana en el ejercicio del amor; 3) vacío de toda posesión de recuerdos y esperanzas en la memoria; 4) aflicción y tormento como estado de ánimo general, como consecuencia de todo lo anterior. Y si bien en el doctor místico tiene un sentido individual de santificación del alma, nosotros podemos hacer una lectura social acerca de la vida de la Iglesia, para que con esta analogía alcancemos el fruto que quiere el doctor místico cuando expone esta situación: luz especial de fe y fortaleza en el amor, para perseverar con paciencia, sin pena, confiando en Dios que no abandona.

Hace décadas que nos hemos adentrado en un período de noche ─últimamente más noche si cabe─ en la vida de la Iglesia. En primer lugar, experimentamos una gran oscuridad en el juicio de la fe, en el entendimiento de la Revelación, dándose una confusión doctrinal generalizada que quizá no tenga parangón en la historia eclesial; en segundo lugar, la desgana apostólica de voluntades muy débiles se hace patente, habiéndonos hecho muy cómodos, sin parresía para arrostrar dificultades; en tercer lugar, hemos olvidado la riquísima Tradición espiritual, cultural y política de la Iglesia, que sería simiente poderosa en medio de la sequedad; y, por último, todo esto conduce a un estado de suplicio interior en aquellos que mantienen la fe y aman a la Iglesia, que tiene como tentación consumirse en la inutilidad de todo remedio, abandonándose a la impotencia.

Es verdad que el mal particular no deja de ser mal, aunque contribuya al bien general. Es cierto que, aunque Dios contaba con la traición de Judas para redimir al género humano, esto no le quita culpabilidad personal al vil fementido. Y es seguro que la postración en la que se encuentra la Iglesia se debe a la culpa de muchos, por acción u omisión, que han arriado la bandera de la Verdad de Cristo, cuando no se han unido a las filas del maligno convirtiéndose en profetas del anticristo. Pero también es verdad, cierto y seguro que la realidad, detrás de la noche, es la acción de Dios purificador, que moviendo a la fidelidad heroica en esa situción penosa, sabe sacar grandes bienes de grandes males. Y también es inequívoco que en la noche Dios no deja de infundir las luces necesarias para no perderse en ella, sea en la santificación del alma, sea en la pasión de su Iglesia. Esto está en la Revelación, pues las puertas del Hades no prevalecerán; en la teología, que nos explica que la indefectibilidad de la Esposa de Cristo es compatible con sus noches y, en especial, con la última noche de la apostasía anunciada por nuestro Señor; y también en la literatura, como en la obra de Tolkien: Eärendil, en el tiempo de la necesidad extrema, obtiene piedad de los Valar y se alza con la luz del silmaril para convertirse en esperanza de elfos y hombres: Ahora bien, cuando por primera vez Vingilot se hizo a la mar del cielo, se elevó de pronto, refulgente y brillante; y la gente de la Tierra Media lo vio desde lejos y se asombró, y lo tomaron por un signo, y lo llamaron Gil-Estel, la Estrella de la Gran Esperanza. Y cuando esta nueva estrella fue vista en el crepúsculo, Maedhros le habló a su hermano Maglor y le dijo: —¿No es acaso un Silmaril, que brilla ahora en el Occidente? Y Maglor respondió: —Si es en verdad el Silmaril que vimos hundirse en el mar y que se eleva otra vez por el poder de los Valar, regocijémonos entonces; porque su gloria es vista ahora por muchos, y no obstante está más allá de todo mal.— Entonces los Elfos miraron hacia arriba y ya no desesperaron (El Silmarillion, Quenta Silmarillion, Del viaje de Eärendil y la guerra de la cólera). Y milenios después, esa misma luz, será la esperanza de los más pequeños, que tienen en su mano el destino del mundo: una luz en los sitios oscuros, cuando todas las otras luces se hayan extinguido (El Señor de los anillos, La comunidad del anillo, Adiós a Lórien) y Frodo, hobbit de la Comarca, pequeño con los pequeños, enfrentará con el corazón inflamado por esa llama a uno de los peligros más temibles de toda la historia de la Tierra Media que haría retroceder a los grandes.

En esta la hora de los enemigos de la Iglesia hagamos cuenta que es también la hora de la Iglesia. Siempre hay luces que infunden seguridad en medio de la noche, como fue Benedicto XVI, astro guía y restaurador de la belleza litúrgica. Y el brillo del papa Ratzinger ─ya de feliz memoria─ ha de encender los corazones en la esperanza de la restauración católica, si es que Dios tiene preparado este destino para los siglos futuros; o en la firmeza de la fe, custodiada por la Tradición, si Dios ha dispuesto ya la entrada de la noche última que dará paso al nuevo y eterno día sin ocaso.

[1] Huelga ahora un tratamiento filosófico del mal como privación de bien para la comprensión de estas líneas, sin caer en ningún tipo de dualismo.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº16 – ENERO 2023