Una meditación mariana en el mes del Rosario
D. Tomás Minguet Civera, Pbro.
Ave Maria, gratia plena… fue el tratamiento que, con toda reverencia, el arcángel san Gabriel empleó con la Santísima Virgen María. Son palabras que se refieren a la excelencia objetiva de quien las escuchaba: alguien totalmente inundada por la Gracia divina, sin espacio para el pecado y, por lo tanto, única en la historia de la humanidad. Santa Isabel, llena del Espíritu Santo, saludó a su prima de un modo aparentemente desorbitado: Benedicta tu in mulieribus, estableciendo así una diferencia esencial (y nada democrática) entre María y el resto de las mujeres. Su Hijo bendito, el Hijo del hombre, la llamó: Mulier, la Mujer, reconociéndola representante de la humanidad y, en un sentido, su par. Y Ella misma, la más humilde, dijo con toda verdad lo que en otros labios sonaría a delirante narcisismo: ex hoc beatam me dicent omnes generationes.
La Iglesia ha aprendido así cómo dirigirse a la Virgen María, subrayando su excepcionalidad y su grandeza, proclamando que Ella está «colocada… por su Divino Hijo en la cúspide de la gloria y del poder»[1]. Ella es, y de nadie más se puede decir, Madre de Dios, Inmaculada desde su concepción, siempre Virgen y, habiendo sido asunta al Cielo en cuerpo y alma, Reina del Cielo y de la Tierra.
Con esta objetividad, aunando sencillez con audacia y amor entrañable con verdadero sentido de fe, la Iglesia, por boca de sus mejores hijos, no ha dejado de dirigirse a la Virgen María con infinidad de títulos, advocaciones, sermones, himnos, antífonas y letanías. Ha empleado con su Madre el lenguaje del amor de Dios, que siempre es verdadero y hermoso, el lenguaje del Cantar de los Cantares, «el único lenguaje», como dice J. Senior, «que Ella comprende»[2]. Y así, desde siempre, nos hemos sentido y sabido, aunque muy lejos de la Virgen en cuanto a dignidad, muy cerca de Ella por su verdad.
Hoy día, sin embargo, parece extenderse un velado rechazo a tratar así a la Santísima Madre de Dios, como si aquello que la define de modo especial, cansara al hombre contemporáneo y lo alejara de él. Parece que hoy fuera necesario subrayar de la Reina del Universo, no tanto lo que Ella es y por lo cual es auxilio real para nosotros, sino aquello que la iguala a nosotros y en lo que nosotros podemos sentirnos “identificados”. Especialmente (cómo no en estos tiempos locos), su “ser mujer” o aquellas “virtudes” que, dichas de cierto modo y sin pensar mucho en su contenido real, más como evocación que como descripción, parecen concordar con el hombre de hoy (sea quien sea ese hombre): su “valor”, su “seguir” a Cristo como peregrina en la fe, su “sencillez”, su “ser madre”, su ser nuestra “amiga y hermana”… Más aún, algunos incluso se atreven a afirmar –stultorum infinitus est numerus– que sólo si la Virgen María no fuera eso que creemos de Ella, sino que en Ella también hubiera habido uso natural del matrimonio, dudas de fe, desesperación ante la muerte de su Hijo e, incluso, pecado, podría ser de verdad una ayuda para nosotros en cuanto modelo o ejemplo. Dios los perdone.
Hemos de despertar (es éste un grito perenne del Evangelio), porque este mundo amodorra, inoculándonos esa acedia que lo define. Y aunque pudiera sonar sensato que hablar así, “más sencillamente” de y a la Virgen Santísima o con expresiones más “modernas”, fuera más “natural, cercano y humano”, no deja de ser una trampa que, antes o después, contribuye a ir instalándonos en ese humanismo naturalista que nos aprisiona en lo inmanente y nos sume en la desesperanza. Además, sería una afrenta a Nuestra Señora, a Nuestra Reina.
Alcemos, pues, el vuelo y la mirada. Miremos al Cielo, de la que Ella es Puerta, Ianua. Y allí veremos que, por encima de todos los coros angélicos, muy cerca de Dios y, por eso, muy cerca de cada uno de nosotros, está la Santísima Virgen María, coronada de dones, vestida de gloria y siempre solícita por cada uno de sus hijitos. Y llamémosla –porque se le puede llamar a cualquier hora–, con las exuberantes y benditamente exageradas (así habla el amor) palabras de nuestros mayores.
Llamémosla Turris eburnea y Turris davidica, sin miedo a parecer hiperbólicos, porque Ella es mucho más fuerte que nuestros enemigos. Digámosle Stella matutina y, cuando nos digan que eso es ponerla muy lejos de nosotros, contestaremos que precisamente porque brilla allá arriba, en medio de la noche de la historia, es porque no nos perdemos. Acudamos a Ella como Salus infirmorum y Refugium peccatorum y cuando los necios bramen que “si la Virgen es Inmaculada no podemos sentirnos comprendidos al pecar”, les diremos que si de verdad supieran lo que significa pecar entenderían que, al caer, no necesitamos “comprensión”, sino rescate y curación. Les diremos que, precisamente porque no es como nosotros, exsules filii Evae in hac lacrimarum valle, tenemos esperanza de salir de este destierro y llegar a la Patria celeste.
Y así, con renovado entusiasmo, acudamos a María, Causa nostrae laetitia, Rosa mystica, Mater divinae gratiae, Sedes Sapientiae, Speculum iustitiae, Foederis arca, Virgo Inviolata… “inviolata”, sí, “intacta”, porque en Ella nunca pudo poner su huella la antigua serpiente. Hay en nuestra tierra, en nuestra raza, un lugar intacto, un jardín cerrado al mal, que se nos ha dado como Madre. Y eso es lo que necesitábamos, precisamente eso. Un lugar de tanta belleza y pureza, de tanto amor e inocencia, un lugar tan excepcional y “nunca visto” que ponga en pie nuestra alma cínica y paralítica. Como le pasó a aquel Sam Sagaz, exhausto en los inhóspitos montes de Ephel Dúath, cuando «vio de pronto una estrella blanca que titilaba. Tanta belleza, contemplada desde aquella tierra desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la esperanza renació en él. Porque frío y nítido como una saeta lo traspasó el pensamiento de que la Sombra era al fin y al cabo una cosa pequeña y transitoria, y que había algo que ella nunca alcanzaría: la luz, y una belleza muy alta».[3]
Regina sacratissimi Rosarii, ora pro nobis.
[1] León XIII, Carta encíclica Supremi apostolatus, sobre la devoción al santo rosario (1 de septiembre de 1883).
[2] J. Senior, La restauración de la cultura cristiana (Buenos Aires 2016), 28.
[3] J. R. R. Tolkien, El Señor de los anillos III, VI (Barcelona 2016) 1093.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº25 – OCTUBRE 2023