LA PENITENCIA COMO PURIFICACIÓN

D. Federico Marfil Mur, Pbro., Capítulo San Andrés y Capítulo San Francisco y Santa Jacinta

San Luis Gonzaga abrazando el Crucifijo (ca. 1825), Luis López Piquer. Extraído de Wikimedia Common

«Pues no le hemos seguido en la inocencia, le imitemos en la penitencia»

Con estas palabras concluye la oración colecta de la Misa en la memoria de san Luis Gonzaga. No son pocos, juntamente con san Luis, los que pasaron toda la vida conservando intacta su inocencia, la gracia del bautismo, sin jamás cometer pecado mortal. Tenemos otros ejemplos como santo Domingo de Guzmán, santa Gemma Galgani, santa Teresa de Jesús, santa Teresita del Niño Jesús, entre otros. No se entiende por qué hay quienes lo primero que hacen al nombrar a un santo es decir que también pecó en su vida pasada, como para que entonces encontremos que son imitables y para hacer pensar al gentío que no puede haber santo que no haya pecado mortalmente alguna vez en su vida. Qué pena que no sepan estos desdichados encontrar motivo de gran alegría en la comunión de los santos, por el bien del prójimo; que no puedan conocer a santos que mantuvieron su inocencia, por pura gracia y misericordia de Dios aunque con dura lucha, por cierto. Lo contrario a esta alegría sería el vicio de la envidia, que se entristece del bien ajeno.

No obstante, no viniendo a hablar de la vida de tan buenos santos, traemos a colación lo que se nos propone imitar en dicha oración. Habiendo perdido la inocencia por el pecado, habiendo empañado el cristal transparente que se nos formó el santo día de nuestro bautismo, nos propone la Iglesia remedio para su limpieza y para recobrar la pureza: la penitencia. Y será la sangre de nuestro Divino Redentor derramada en la cruz la única capaz de tener la fuerza para limpiar nuestros pecados, y, precisamente, se aplicará a nuestra alma por la penitencia. Así lo expresa santo Tomás de Aquino al referirse a los principios de la penitencia como «actos con los que nosotros cooperamos con Dios, que actúa en la penitencia» (S. Th. III, q85, a5).

En efecto, es un camino de limpieza y de purificación que dura toda nuestra vida, y la Iglesia, santificando el año con el Tiempo Litúrgico, el miércoles de ceniza inauguró el Tiempo de Cuaresma: «la venerable solemnidad de los ayunos», como reza la colecta del propio del día. En dicho día, la ceniza era bendecida mediante cuatro antiguas plegarias, que rescatamos para sugerir devotos pensamientos, alusivos al comienzo de este Tiempo, que podríamos resumir así: «Dios eterno y todopoderoso, perdona a los penitentes […] bendiga y santifique estas cenizas, para que sean remedio saludable… Oh Dios, que no quieres la muerte, sino la penitencia de los pecadores […] [que por] estas cenizas que vamos a recibir en nuestras cabezas […], reconociendo que somos polvo y en polvo debemos convertirnos, obtengamos de tu misericordia el perdón de nuestros pecados y el galardón prometido a los que hacen verdadera penitencia».

«Paenitentiam agite» (Mt 3, 2) nos manda san Juan Bautista en su predicación, preparando la venida del Señor. Se traduce a veces como «convertíos» o «arrepentíos», aunque literalmente nos está diciendo: «Haced penitencia». «Paenitentiam agite» impera nuestro Señor Jesucristo retomando el mismo mandato, después del encarcelamiento de su precursor, en el mismo inicio de su ministerio público (Mt 4, 17; Mc 1, 15). Y, después de la venida del Espíritu Santo, que llenó el corazón de los Apóstoles y les hizo salir a evangelizar a los que residían en Jerusalén, aquellos que escucharon la portentosa predicación de san Pedro le preguntaron «¿Qué tenemos que hacer?» (Hch 2 ,37), y, sin dubitar, el primer Sumo Pontífice les responde de nuevo: «Paenitentiam, inquit, agite» (Hch 2, 38).

El Pseudo-Crisóstomo comentando estas palabras citadas en el Evangelio de san Mateo explica que «la penitencia purifica el corazón, ilumina nuestros sentidos y prepara nuestras facultades todas para recibir a Jesucristo». Es decir, la penitencia como purificación del corazón, como una vuelta a recuperar la inocencia perdida por el pecado y prepararnos para recibir a nuestro Señor. A nuestro Divino Redentor, después de la entrada triunfante en Jerusalén que celebraremos en el Domingo de Ramos, justo antes de la Pascua, se le querrán acercar los piadosos griegos con la petición en los labios a Felipe de «queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21). Queriendo nosotros ver a Jesús, llegar a alcanzar la visión de Dios, bienaventuranza última y perfecta (S. Th. I-II, q3, a8), y llegar a ser semejantes a Él, pues le veremos tal cual es (1Jn 3,2), animémonos unos a otros a la penitencia en este tiempo cuaresmal, pues ensuciamos nuestro limpio cristal del bautismo por nuestros pecados y nos incapacitados para ver a Dios. No sea que nos quedemos como aquellos fariseos a los que Jesús aplicó las palabras de Isaías: «Cegó sus ojos y endureció su corazón, para que no vean con los ojos ni entiendan con el corazón, y se vuelvan a mí, y yo los sane […] porque amaron la gloria de los hombres más que la gloria de Dios» (Jn 12, 40-43), es decir, no quisieron hacer penitencia.

Con estos términos de «convertíos» y «arrepentíos», del griego metanoia, se puede correr el peligro protestante de pensar que la penitencia no consiste en el dolor o el arrepentimiento de los pecados cometidos, sino sólo en el cambio de mentalidad. Pésimamente torció Lutero estas divinas palabras de Jesús «haced penitencia», las únicas dos palabras que cita de la Sagrada Escritura al comienzo de sus terribles 95 tesis que clavó en aquella Vigilia de Todos los Santos y que, después, concluirá con su nefasta doctrina de la «sola fides». Lo más común sobre la penitencia en la corriente católica, nos dirá santo Tomás, es «el dolor moderado de los pecados pasados, en cuanto son ofensa de Dios, con intención de hacerlos desaparecer (S. Th. III, q85, a1). Se trata de un dolor no mediocre ni que lleve a la desesperación, sino un dolor esperanzador, pues queremos limpiar el cristal que hemos ensuciado. En otras palabras, no solo el dolor en cuanto a sentimiento, que se queda en pasión (que podría desprenderse, por cierto, de la virtud de la caridad), sino que es un acto de la voluntad en cuanto a la intención de hacer desaparecer el pecado: el propósito de enmienda, y de aquí que derive de la virtud de la justicia. Por tanto, la caridad y la penitencia son las dos caras de la misma moneda, ya que «en la justificación del pecador son simultáneos el movimiento del libre albedrío hacia Dios, que es el acto de fe informado por la caridad, y el movimiento del libre albedrío contra el pecado, el cual es acto de la penitencia» (S. Th. III, q85, a6), aunque el primero es causa del segundo, pues la «penitencia se mueve contra el pecado bajo la moción del amor de Dios» (íbid).

Dicho esto, transcribo el cuerpo del artículo en que expone santo Tomás magistralmente el débito de la pena por la que debemos hacer penitencia si queremos llegar a Dios quitándonos todo lo que nos haya ensuciado a consecuencia del pecado:

«Como ya se demostró en la Segunda Parte (S. Th. I-II, q87, a4), en todo pecado mortal hay que considerar dos cosas: aversión al bien inmutable y conversión desordenada al bien perecedero. Pues bien, por parte de la aversión al bien inmutable, el pecado mortal tiene como consecuencia el débito de la pena eterna, porque quien pecó contra el bien eterno debe ser castigado eternamente. También por parte de la conversión al bien perecedero, en cuanto que esta conversión es desordenada, corresponde al pecado mortal el débito de alguna pena, porque del desorden de la culpa no se vuelve al orden de la justicia sin pagar alguna pena, ya que es justo que quien concedió a su voluntad más de lo debido, sufra algún castigo contra ella, con lo que se logrará una igualdad. Por lo que también en el Ap 18, 7 dice: “Dadle tormentos y llantos en proporción a su jactancia y su lujo”. Sin embargo, como la conversión al bien perecedero es limitada, no merece el pecado mortal, por este lado, pena eterna. De tal manera que si existe una conversión desordenada al bien perecedero sin aversión a Dios, como sucede en los pecados veniales, no merece este pecado una pena eterna, sino temporal. Así pues, cuando se perdona la culpa con la gracia, desaparece la aversión del alma a Dios, ya que por la gracia se une a él. Por consiguiente, desaparece también el débito de la pena eterna, aunque puede permanecer el débito de una pena temporal» (S. Th. III, q86, a4).

Por este débito de una pena temporal se entiende la perfección de la vida cristiana en este aumento de caridad bajo el influjo de la gracia cooperando mediante el ejercicio de las virtudes y los dones del Espíritu Santo. Así pues, tenemos todo un programa de vida cristiana siguiendo a nuestro Señor, que nos dice que «si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y vaya siguiéndome» (Mt 16, 24). Y, en particular, en la virtud de la penitencia, por la que nos vamos purificando hasta alcanzar entonces esa pureza de corazón con la que veremos a Dios: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).