Mater Dolorosa, por un sacerdote eslovaco

D. Radovan Rajčák, Pbro.

“Tú eres una buena madre, una amable patrona, intercede siempre por nuestra nación”

Estas palabras cantan los peregrinos cuando llegan al santuario nacional de Eslovaquia, país consagrado a la Dolorosa desde su origen. ¿Quién puede cantar estas palabras? Sólo el que conoce el precio del sufrimiento. La Virgen conoce perfectamente este precio, porque no se limitó a sacrificar algo, sino que sacrificó un trozo de sí misma.

Cada hijo le cuesta a su madre un esfuerzo considerable. Por lo tanto, si él pierde la vida y ella tiene que enfrentarse a esta muerte, un trozo de sí misma muere, el vínculo natural más profundo que existe en esta tierra se desgarra en ella. De las madres aprendemos a sufrir.

En la fiesta de la Dolorosa, no sólo celebramos algún sufrimiento, sino el sufrimiento en su dimensión más profunda. Por un lado, está la Cruz de Cristo, en la que Cristo crucificó todos los pecados del mundo (cf. Ef 2, 1-22) en la que nos redimió. Junto con su cruz, el sufrimiento se convierte en una oportunidad de crecimiento espiritual, adquiriendo una dimensión redentora. Pero desde la cruz Cristo grita: “Ahí tienes a tu madre”. Por eso, hasta este momento, cuando nos dio a María como madre, como hijos suyos la miramos, de ella aprendemos a vivir y a sufrir al pie de la cruz de Cristo.

La revelación de Dios nos dice que María sufrió la plenitud de todos los dolores que una mujer puede sufrir. “Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad ved y decid si hay dolor semejante a mi dolor… Dios me ha puesto y como fijado en la desolación” (1 Lam I, 12-13), el escritor sagrado pone estas palabras en boca de María. ¿Cuál es la causa de su sufrimiento? La causa es su Hijo mismo. Bossuet escribe: “El Padre y el Hijo en la eternidad participan de la misma gloria, la Madre y el Hijo, en el tiempo, participan de los mismos dolores. El Padre y el Hijo gozan de una misma fuente de felicidad; la Madre y el Hijo beben del mismo torrente de amargura. El Padre y el Hijo tienen un mismo trono; la Madre y el Hijo, una misma cruz. Si a golpes se destroza el cuerpo de Jesús, María siente todas las heridas (…) Si se extiende su cuerpo sobre una cruz, María sufre toda violencia” (Sermon pour la Compassion, Oeuvres orat., II, p. 472).

A esta unidad de sufrimientos entre el Hijo y la Madre Santísima, se la da el nombre de compasión, y significa compartir el dolor de otro, padecer con él, sentir en el corazón, como si fuesen nuestras sus tristezas, sus dolores. En este sentido, la Virgen compartió perfectamente los mismos dolores y sufrimientos que Cristo. Por eso la Iglesia la ha llamado, con razón, Corredentora del género humano. Esto se expresa también en la enseñanza de los Papas. León XIII, en su encíclica Adjutricem populi: llama a María la “Reparadora del mundo entero”. Benedicto XV, en su carta apostólica, Inter Sodalicia dice: “Con su hijo que sufre y agoniza, María soportó el sufrimiento casi como si hubiera muerto ella misma. Para procurar la salvación de la humanidad y apaciguar la divina justicia, renunció a sus derechos como madre de su Hijo. En la medida en que pudo hacerlo, inmoló a su Hijo. Por lo tanto, se puede decir que, junto con Cristo, ella redimió al género humano”. Pío XI, en su alocución del 30 de noviembre de 1933: “Por la naturaleza de su obra, el Redentor debió asociar a su Madre a su obra. Por esta razón la invocamos con el título de Corredentora”. María como Corredentora no debe concebirse en el sentido de que la parte de María en la Redención sea igual o incluso del mismo orden que la parte desempeñada por su Hijo, que es el único Redentor de la humanidad. Dado que ella misma requería la redención y que, de hecho, fue redimida por Cristo en el momento de su concepción, no podía merecer por sí misma la gracia de la redención.

Parece que la mejor manera de entender el título de Corredentora de María es distinguir primero entre la redención objetiva y la redención subjetiva. La redención objetiva fue el acto de Nuestro Señor que mereció la redención de toda la humanidad. Ese acto abarca no sólo la Pasión, sino también su Encarnación, Vida, Resurrección y Ascensión al cielo. Ningún hombre se salva realmente (in actu) por la Redención Objetiva, sino sólo potencialmente (in potentia). Para ser salvado, el hombre debe tener los frutos de la redención objetiva aplicados a su alma. Esta aplicación de los frutos de la redención objetiva se llama redención subjetiva y se produce principalmente a través de los sacramentos. María cooperó en la redención objetiva porque dio a luz al Redentor, dedicó voluntariamente toda su vida al servicio del Redentor y, bajo la Cruz, sufrió y se sacrificó con Él. Dice el Papa Pío XII en su encíclica Mystici corporis: “Ella lo ofreció en el Gólgota al Padre Eterno junto con el holocausto de sus derechos maternos y su amor de madre como una Nueva Eva para todos los hijos de Adán.” María coopera en la redención subjetiva siendo la mediadora universal de los frutos de la redención objetiva y, desde su Asunción, la dispensadora de todas las gracias de redención subjetiva.

Sólo Nuestro Señor ofreció el sacrificio de expiación en la Cruz. Por tanto, María no tiene derecho al título de “sacerdote”, pues sólo Cristo mereció de condigno (en justicia) la gracia de la Redención a todo el género humano, incluida María. El acto de cooperación de María en el acto de la redención objetiva ella mereció de congruo (según el libre albedrío de Dios) que se la hiciera dispensadora de la gracia redentora de Cristo.

Por eso, los católicos en Eslovaquia, también en España y en todas las regiones en las que han llegado los valientes y heroicos misioneros españoles, tienen un profundo y ferviente amor a la Virgen; por eso la Santa Iglesia levanta su voz y la llama: Concédenos tus gracias y danos tu consuelo en este valle de lágrimas, para que podamos obtener la salvación de nuestras almas. Porque viendo a la Dolorosa, todos los fieles hijos de María tienen claro que también ellos deben estar bajo la cruz de Cristo, también ellos deben unirse a su pasión y ofrecerla por la salvación del mundo y, en estos tiempos de crisis, especialmente por la renovación de la Iglesia misma.

Una verdadera devoción a María como Corredentora, entendida en el sentido de la tradición de la Iglesia, es una insignia de identidad para los católicos y una luz en este mundo de crecientes tinieblas. Quizás, como dicen algunos, estamos viviendo la Pasión del Cuerpo Místico de Cristo en estos días oscuros. La Iglesia está prisionera del mundo secular, Pedro ha negado a Cristo y ha huido, sólo quedan María y Juan. La Madre Dolorosa nos enseña. Ella no huye del dolor de la crucifixión, no cierra los ojos ante él como el hombre de hoy. En cada ocasión en que se recuerda el sufrimiento y la muerte de Cristo en la Cruz durante la celebración de la Santa Misa, es a los pies del altar donde podemos imaginar a nuestra Patrona Dolorosa. Ella, como mujer de fe, sabe que la redención está profundamente conectada con este gesto supremo de amor, donde el amor no es un sentimiento superficial sino una realidad por la que se paga cruelmente el precio definitivo. Si queremos volver a encontrar el sentido de nuestra existencia, así como la fuerza para luchar contra las dificultades que hoy nos esperan en cada esquina, debemos volver a sumergirnos en las verdades fundamentales de nuestra fe católica y, en primer lugar, caer de rodillas durante la Santa Misa y confesarnos: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos porque has redimido al mundo con tu cruz”. Esto es lo que aprendemos de la Dolorosa. Estar bajo la cruz y salvar el mundo con Jesucristo.

La Dolorosa. Bartolomé Esteban Murillo.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «COVADONGA» Nº12 – SEPTIEMBRE 2022