Me acercaré al altar de Dios (Ps. 42)
D. Pablo Ormazabal Albistur, Pbro.
Nos disponemos un año más, por la gracia de Dios y bajo el amparo de nuestra Santísima Madre, a peregrinar a Covadonga y, como cada año, acudiendo a la intercesión de Santiago Apóstol, patrono de España.
La peregrinación anual de Nuestra Señor de la Cristiandad «busca contribuir a la restauración del espíritu de la Cristiandad —según las posibilidades y siempre con el auxilio divino—, que ha dado a la Iglesia y al mundo tantos santos, héroes y defensores de la Fe. […] Para tan osada empresa, depositamos nuestra confianza en el Santo Sacrificio de la Misa, fundamento de la vida cristiana. Por ello, una parte importante de nuestro apostolado es favorecer y estimular la devoción a la Santa Misa»[1]. Así se afirma en nuestra página web. Por eso, en esta IV peregrinación y bajo el lema «Introibo ad altare Dei», (Ps 42) queremos profundizar en la naturaleza, la celebración y el sentido de la Santa Misa para nuestra vida.
- El Santo Sacrificio de la Misa, Mysterium fidei
La Santa Misa es Mysterium fidei. Por esta conciencia, se introdujeron en el relato de la institución, verdadero corazón del Sacrificio, estas palabras que no están en los evangelios. ¿Por qué la tradición de la Iglesia quiso introducirlas en las palabras de la Consagración? Porque entendía que este era el sentir de los apóstoles ¿Era legítimo? Sí, porque de este modo se señalaba lo que debemos creer, aunque esté oculto a nuestros sentidos. Y esto en el acto que constituye la esencia del Sacrificio de la Misa: la Consagración[2].
El Papa Inocencio III, a una pregunta del arzobispo Juan de Lyon, responde en la carta Cum Martha circa de 29 de noviembre de 1209 que: «Me has preguntado quién agregó a las palabras de la fórmula usada por Cristo mismo, cuando transustanció el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre, las palabras que se encuentran en el Canon de la Misa, usadas generalmente en la Iglesia, pero que ninguno de los evangelistas ha registrado… [literalmente] las palabras ‘Misterio de fe’, insertas en las palabras de Cristo… Seguramente hay muchas palabras y hechos del Señor que han sido omitidas en los Evangelios, en estos leemos que los apóstoles las han suplementado con sus palabras y las han expresado en sus actos… Pero la expresión ‘Misterio de fe’ se usa porque lo que aquí se cree, difiere de lo que se ve y lo que se ve, difiere de lo que se cree. Porque lo que se ve es la apariencia de pan y de vino, y lo que se cree es la realidad de la carne y de la sangre de Cristo y el poder de la unidad y del amor».
La Santa Misa es la renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz. Nuestros ojos no ven directamente el Calvario, por eso, es la fe la que nos desvela este Misterio: «Mysterium Fidei no excluye la verdad y realidad, sino denota que se debe creer firmemente lo que en él está oculto y muy remoto del sentido de la vista»[3]. El entendimiento humano tiene mucha dificultad para entender y opone resistencia para aceptar que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, murió por nosotros. Por eso lo llamamos Misterio de la Fe. Creyendo asentimos a esta verdad central de nuestra fe que se despliega ante nuestros ojos en el Sacramento de la Sangre de nuestro Redentor[4].
- Introibo ad altare Dei (Ps 42)
La Santa Misa se celebra. Sus ritos y ceremonias expresan este Mysterium fidei, que, aunque está velado sacramentalmente a nuestros ojos, contienen y comunican esta realidad de nuestra salvación. Por eso, dirá el Catecismo Romano que «tiene este Sacrificio muchas y muy hermosas ceremonias, de las cuales ninguna se debe considerar superflua ni inútil, puesto que todas tienen por objeto hacer brillar más la majestad de tan sublime Sacrificio y excitar a los fieles a la contemplación de los misterios que en él se encierran»[5].
Quien ha conocido, celebrado y vivido la Santa Misa solemne podrá entender perfectamente la afirmación del oratoriano Frederick William Faber, converso del anglicanismo, quien afirmaba que la Santa Misa era «la cosa más hermosa a este lado del Cielo». Esta afirmación que, de entrada, puede parecer un poco sentimentaloide, reviste una gran verdad. Este gran sacerdote inglés explica por qué esto es así: «Surgió de la grandiosa mente de la Iglesia, y nos elevó fuera de la tierra y de nosotros mismos, y nos envolvió en una nube de dulzura mística y en las sublimidades de una liturgia más que angélica, y nos purificó casi sin nosotros mismos, y nos encantó con el encanto celestial, de modo que nuestros sentidos parecían encontrar visión, oído, fragancia, gusto y tacto más allá de lo que la tierra puede dar»[6].
De entre todas las ceremonias, detengámonos a aquella que da origen al lema que guía la peregrinación de este año: Me acercaré al altar de Dios.
El sacerdote, rezando a los pies de las gradas del altar, reza el salmo 42 por el que se nos invita confiadamente a la alegría de la salvación para realizar cumplidamente la Santa Misa. El salmo viene precedido del versículo 4, rezado en forma de antífona, y concluye de la misma manera. El sacerdote, tras invocar el nombre de Dios trazando sobre sí la señal de la Cruz, reza: «Me acercaré al altar de Dios» (Introibo ad altare Dei), a lo que el ministro que le asiste responde: «Al Dios que alegra mi juventud» (Ad Deum qui laetificat iuventutem meam). Y, en el centro de la recitación del salmo, se vuelve a rezar este versículo. Por tres veces se nos recuerda que vamos a entrar en un misterio, que nos llena de alegría. Un misterio de amor infinito más grande que nosotros mismos y que da origen a todo lo creado, a un Amor que es el fin de todas las criaturas[7].
Todo el salmo nos habla de una peregrinación y una ascensión. Somos peregrinos que, en camino hacia la patria celestial, huimos de los enemigos del alma («de gente non sancta») apoyándonos en Dios («iudica me Deus») y en su fortaleza («fortitudo mea»). Suplicamos su gracia («lucem tuam et veritatem tuam») para acceder al monte santo de la salvación («montem sanctum tuum et in tabernacula tua»). Y el alma se llena de Dios buscando el rostro de Dios. Por eso, se reza a los pies del altar antes de ascender a él. Somos peregrinos hacia la Patria definitiva y Jesucristo, nuestro Rey, nos sostiene en su victoria.
- Placeat tibi sancta Trinitas: vivir mi Misa
Debemos cuidar nuestras disposiciones para recibir el mayor fruto posible de la Santa Misa y de la Sagrada Comunión. Debemos unirnos a la Oblación del Sacerdote, como la Virgen María al pie de la Cruz. Toda nuestra vida ha sido creada para Dios. Él nos ha dado por medio de la Iglesia el modo de darle el culto que se merece: vere dignum et iustum est, aequum et salutare, nos tibi Semper et ubique gratias agere (`en verdad es digno y justo, equitativo y saludable, darte gracias en todo tiempo y en todo lugar´… ーinicio de cada prefacio).
Muchas veces escuchamos que estamos llamados a vivir nuestra Misa, y que esta debe configurar todo nuestro día y nuestra vida entera. Esto es cierto, ya que el sacrificio de la Misa no es solamente el Sacrificio de Cristo, sino que Este ha querido asociar a su esposa, la Iglesia, a esta misma ofrenda. Por eso decimos también que es el sacrificio de todo el Cuerpo Místico. En cada Misa no solo pedimos, damos gracias y glorificamos; también estamos llamados a ofrecer toda nuestra vida al Señor por medio del ofrecimiento que el Sacerdote hace de la Víctima. Nuestra pobre ofrenda es como la gota del agua unida al vino en el cáliz: «[…] Da nobis per hujus aquae et vini Mysterium, ejus divinitatis esse consortes, qui humanitatis nostræ fieri dignatus est particeps, Jesus Christus, Filius tuus, Dominus noster» (`Concédenos, por el misterio de esta agua y vino, que participemos de la divinidad de Aquel, que se dignó́ participar de nuestra humanidad, Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro´). Así, nuestros sacrificios se transforman en oro, por el valor infinito del Sacrificio del Señor. Por eso es tan importante centrar nuestras vidas en la Misa y ser generosos en ello: Dios es generoso como nadie y se da a quien se da con generosidad. De esta forma, ofrezco en la Misa todo mi día, lo que ya he vivido y lo que me queda por vivir ese día. Y, fruto de esto, voy renovando este ofrecimiento y sigo ofreciendo mi día entero unido al Santo Sacrificio del Altar. El Ite missa est tiene este sentido también: hacer de nuestro día y nuestra vida una Misa.
Con sentido genuinamente católico, John Senior se preguntaba: «¿Qué es la cultura cristiana?». Y su respuesta es clara y contundente: «Esencialmente la Misa. Esta no es mi opinión personal o de alguna otra persona, o una teoría o un deseo, sino el hecho central de dos mil años de historia. La Cristiandad, que el secularismo llama Civilización Occidental, es la Misa y todo el aparato que la protege y favorece. Toda la arquitectura, el arte, las instituciones políticas y sociales, toda la economía, las formas de vivir, de sentir y de pensar de los pueblos, su música y su literatura, todas estas realidades, cuando son buenas, son medios de favorecer y de proteger el santo sacrificio de la Misa»[8]. Por esto peregrinamos, con esta confianza vivimos y por esta empresa estamos dispuestos hasta a entregar la vida si el Señor nos la pidiera.
[1] https://nscristiandad.es/peregrinacion/
[2] Así lo afirman santo Tomás de Aquino y san Buenaventura, y lo recoge Pio XII en la encíclica Mediator Dei, 141.
[3] Catecismo Romano, número 423.
[4] Es la segunda razón que da el Catecismo Romano en el número anteriormente citado.
[5] Catecismo Romano, Segunda parte, Introducción al capítulo del Sacramento de la Eucaristía, 81.
[6] Esta cita está tomada de https://catholicismpure.wordpress.com/2016/01/16/the-most-beautiful-thing-this-side-of-heaven-a-look-at-the-old-mass-and-the-new/ La traducción es nuestra.
[7] Admirada por esto, Santa Clara de Asís exclama en una de sus cartas a Santa Inés de Praga: “Feliz ciertamente aquella a quien se le concede gozar de este banquete sagrado (cf. Lc 14,15; Ap 19,9), para que se adhiera con todas las fibras del corazón a Aquel cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales, cuyo afecto conmueve, cuya contemplación reconforta, cuya benignidad sacia, cuya suavidad colma, cuya memoria ilumina suavemente, a cuyo perfume revivirán los muertos, y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial: 14puesto que Él es el esplendor de la eterna gloria (cf. Heb 1,3), el reflejo de la luz eterna y el espejo sin mancha (cf. Sab 7,26)”.
[8] John Senior, La restauración de la cultura cristiana, ed. Homo Legens, Madrid 2018, 36.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº34 – JULIO 2024