¿Existe el libre albedrío?

Víctor Asensi Ortega, Universidad de Valencia

Antonio de Pereda, “El sueño del Caballero” (1650). Óleo sobre lienzo, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

De entre los cientos de preguntas en filosofía que tratan la libertad, pocas hay más fundamentales que la del libre albedrío: ¿Es el hombre capaz —y por tanto responsable— de sus propias decisiones? Y, aunque durante siglos se ha pensado que sí, la respuesta más popular ahora es no.

En este caso, el relato no es diferente al resto: en la época oscurantista que precede a la Ilustración, la explicación racional era inexistente y la naturaleza se explicaba mediante el pensamiento mágico basado en las Escrituras. Así, aunque el preilustrado había observado que la naturaleza se regía por leyes inapelables, él se creía poseedor de un alma sobrenatural, y, por tanto, libre. Pero con el advenimiento de la ciencia moderna en general y de la física newtoniana en particular, esta ilusión se desmoronó.

Para entender de dónde viene esta idea, es necesario cubrir el recorrido histórico. Desde Aristóteles, el movimiento ocupaba un papel central en la filosofía, y muchos fenómenos se explicaban con base en él, incluido el libre albedrío. Así, santo Tomás explica en la Suma: «El libre albedrío es causa de su propio movimiento, ya que el hombre se mueve a sí mismo a obrar por su libre albedrío»1. Si hoy el movimiento ocupa un segundo plano, es, en gran medida, por los avances conjuntos de filosofía y filosofía natural (lo que hoy llamamos ciencia).

Concretamente, el detonante de este desplazamiento fue la explicación científica del movimiento de los astros, una de las grandes preguntas de la filosofía y de la filosofía natural desde los tiempos del Filósofo. Por eso, el desfase del modelo ptolemaico causó tanto revuelo. El giro Copernicano —como acabó por llamarse este fenómeno— concluyó cuando se descubrió la ley de la gravitación universal que completaba, al menos en el aspecto clásico, la explicación del movimiento de los astros.

Pero esa revolución no acabó en los astros. Con las leyes de Newton, la física clásica logró explicar el movimiento de toda la materia. Esto supuso un empujón a la interpretación mecanicista de la realidad contra la interpretación teleológica. Es decir, la realidad se puede explicar más por interacciones aleatorias entre átomos que por acciones con un fin.

Desde el punto de vista mecanicista, si el hombre estaba constituido solo por materia, no se movería a sí mismo, sino que se movería según las leyes que rigen toda la materia. La solución, para muchos filósofos del momento, pasaba por escindir una parte del hombre del sometimiento a la física. El discurso del método, publicado tan solo cincuenta años antes que el Principia, propone el dualismo como única manera de salvar la conciencia, el alma, el libre arbitrio… de las leyes de la materia.

En la Ilustración, aunque la línea principal filosófica era idealista y sí se creía en el libre albedrío, el contexto cultural propició la reaparición del mecanicismo fuerte que, llevado a sus consecuencias lógicas, lleva al determinismo. El ejemplo por antonomasia sería el demonio «de Laplace».

El demonio de Laplace es un experimento mental que propone una inteligencia que conoce la posición y el momento de todas las partículas del universo. Asumiendo la visión mecanicista (la realidad es reductible a las interacciones de sus partículas elementales), esa inteligencia es conocedora absoluta de pasado, presente y futuro.

Y hoy, aunque en el imaginario colectivo no se encuentre el demonio de Laplace, el mismo razonamiento persiste: lo único que impide predecir el futuro (incluidas acciones humanas) es la falta de conocimiento científico presente. Decir lo contrario supondría que algo escapa a la materia y, por tanto, al método científico.

El demonio de Laplace no ha envejecido bien. Exhibe el maximalismo fisicista que caracterizaba el cientifismo de su época, porque se conocía muy bien el movimiento y seguía considerándose bastante central en la filosofía. Esto cambió con la llegada de la física cuántica, y hoy sabemos que el demonio de Laplace es de entrada imposible, porque el conocimiento preciso y simultáneo de momento y posición de una partícula viola el principio de incertidumbre2. Pero ni siquiera es necesario acudir a la cuántica. Con el auge de la computación, se ha desarrollado mucha teoría en torno a los modelos predictivos. Y la evidencia parece indicar que la predicción infalible es imposible incluso en un sistema mecánico, clásico y no caótico3.

Pero, aunque el razonamiento actual sea el mismo que en el demonio de Laplace, hoy no se defiende que el hombre sea esclavo de las leyes del movimiento. Ahora el tirano es la biología en cualquiera de sus formas. Odio, amor, alegría y tristeza son hormonas y neurotransmisores. La conciencia es producto de una intrincada red de conexiones neuronales. Las fobias y las filias (incluida la sexualidad) responden a pulsiones inconscientes destinadas a vencer al córtex prefrontal. Dado todo esto, el libre albedrío es una vana ilusión. Quizá nos lo creamos por cuestiones evolutivas.

Este ajuste de la física a la biología intenta esquivar el problema de la emergencia. El problema radica en explicar cómo de lo material y cuantitativo emerge lo inmaterial y cualitativo. Es decir, cómo pasamos de potenciales químicos y cambios de conformación en proteínas a odio, amor, alegría y tristeza; pero también a amargo, dulce, seguro y peligroso. El problema de la emergencia no se limita a cómo de la materia surge la conciencia, también incluye el problema de los qualia —toda la experiencia humana subjetiva que se compone de información no presente en la materia—.

En el espíritu de «dame un milagro gratis y explicaré el resto», el problema de la emergencia se ignora. Es decir, se toma como un hecho bruto que de la materia emerge la conciencia humana y todo lo que conlleva, y se arguye que desde ahí la biología puede explicar todo este aspecto de la realidad.

La experiencia de la propia conciencia y los qualia es demasiado evidente para dejarla de lado. Así, toda esta realidad cualitativa se intenta encajar como sea en el método científico. Normalmente, mutila lo que es propiamente cualitativo y explica la causa material, como vimos respecto a la felicidad en el artículo del ayuno. En casos como la libertad humana, donde la materialización es muy complicada o imposible, las dos alfombras predilectas donde esconderla son la mente y la evolución.

Igual que la conciencia y los qualia, la experiencia del libre albedrío es innegable. Todo el mundo actúa según la creencia de que es libre. De hecho, la respuesta del anterior artículo de la Suma es: «En el hombre hay libre albedrío. De no ser así, inútiles serían los consejos, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos». La mayoría de teorías, por muy cientifistas/materialistas que sean, aceptan al menos la experiencia de libertad.

Una salida materialista muy típica es que la libertad emerge de la conciencia. En este caso, estamos ante otro tipo de emergencia, similar a cómo el comportamiento de un enjambre no se explica por la simple suma del comportamiento de los individuos que lo componen. La idea es que estos comportamientos emergen aleatoriamente y los favorables se seleccionan.

El ejemplo no está escogido al azar. Entre los autores cientifistas, el estudio de la etiología es muy popular. Es relativamente conocida la disputa entre Dawkins y Wilson, dos autores cientificistas, sobre la evolución y el comportamiento de los insectos. Este último, en su libro Sobre la Naturaleza Humana, defiende que fenómenos como el altruismo o la religión tienen una base hereditaria identificable y seleccionada de forma evolutiva.

Cuando la alfombra es la mente, el panorama es similar. En este aspecto, el experimento más famoso quizá sea el de Libet. En él se demostraba que el potencial de acción necesario para mover una parte del cuerpo a voluntad, aparecía de forma inconsciente antes de que el individuo tomara la decisión de moverse. Lo que se percibía como una elección libre (se les decía a los sujetos que movieran la mano cuando quisieran), en realidad venía determinada inconscientemente. Más tarde, Libet también demostró que el individuo es capaz de vetar voluntariamente ese impulso, aunque este segundo experimento suele ignorarse4.

Ya sea mente o evolución, el problema es el mismo: su pretenciosidad. El método científico no sirve para lo cualitativo e inmaterial. Usar el método científico para buscar verdades filosóficas es usar un detector de metales para encontrar madera: no vas a encontrar nada.

Por eso, necesitan tomar la emergencia como punto de partida. Y una vez que están tratando con realidades inmateriales, les asignan causas materiales que sí pueden analizar (genes, neuronas) y concluyen, en efecto, que no han encontrado nada inmaterial en la materia. Es evidente que, de nuevo, no están resolviendo lo filosófico sino ignorándolo. Y negar la filosofía supone hacer mala filosofía.

Que las conclusiones a las que llegan son incompletas es evidente. Supongamos que verdaderamente el libre arbitrio es una ilusión. Ninguno de los que dicen pensar esto deja de sopesar sus opciones, de prometer hacer o no hacer algo, de aconsejar, convencer, crear, decidir… Todos actúan como si de hecho fuesen libres. Incluso muchos reconocen que esa ilusión de libertad es tan tan verosímil o las causas que nos determinan tan tan remotas, que nuestra experiencia es idéntica a si fuéramos libres. 

En otras palabras, la creencia de que el hombre no es libre no cambia el comportamiento a la hora de vivir, solo sirve como consuelo a la hora de enfrentarse a la responsabilidad de la libertad. Y pensar que algo es verdad aun cuando no tiene correspondencia alguna con la realidad, no es solo una barbaridad científica, es un insulto a la racionalidad del hombre. Una conclusión no puede ser verdadera si no dice nada de la realidad.

Y si esta es la situación a la que nos ha empujado la interpretación mecanicista de la realidad y todos sus aliados históricos, quizá merezca la pena darle otra oportunidad a la teleológica.

  1. Ia, q. 83, a.1 ad 3
  2. Curiosamente, Laplace nunca habló de «demonio» y se considera un envilecimiento posterior. Es irónico dado que una inteligencia sobrenatural es la única forma de hacerlo funcionar.
  3. D. H. Wolpert, “Physical limits of inference”, en Physica D: Nonlinear Phenomena, vol. 237, Issue 9 (2008) 1257-1281. Elsevier BV. Disponible aquí.
  4. Para ampliar sobre este y otros experimentos consultar Alfred
    R. Mele, Free, 2014.