«AD TE DE LUCE VIGILO» (PS 62, 7). LA MISA DEL ALBA

Mons. D. Alberto José González Chaves, Pbro.

Hay momentos que no son del tiempo, sino del alma. Horas en las que el mundo aún duerme, pero el corazón está ya despierto, alerta, esperándolo todo de Dios. Así sucede cuando la noche empieza a ceder imperceptiblemente al anuncio de un día nuevo. En ese umbral secreto, donde aún no canta el gallo y las estrellas no han cerrado sus ojos, el sacerdote se pone en pie para la Misa de alba.

Fue en Sebares, un valle astur donde el cielo parece más cerca de la tierra. Allí, en el segundo campamento de la gran peregrinación de Nuestra Señora de la Cristiandad, más de mil quinientos peregrinos —la mayoría jóvenes— duermen bajo las tiendas, mientras, en una decena de carpas alineadas, cerca de cincuenta sacerdotes celebran, cada uno, su Santa Misa.

No hay ruido. Solo el leve crujido de los corporales al extenderse sobre el mantel impoluto, el roce suave de la casulla en los dedos del acólito al punto de alzar a Dios, el paso de la hoja del misal que se abre como un libro sagrado. Todo está preparado con una pulcritud y detalle que manifiesta la abnegación de los organizadores: el cristal de las vinajeras brilla, las velas en los candeleros lucen sin goterones sobre el altar portátil, el purificador está planchado con esmero, el cáliz cubierto con su velo, los ornamentos dispuestos con orden.

Cada sacerdote se ha levantado antes del alba con una ilusión que no se desgasta: la de celebrar su Misa. No como quien cumple un deber, sino como quien se encuentra con el Amor de su vida. En su alma resuena la certeza sencilla de que eso ¡la Misa! es lo único que tiene que hacer ese día. Todo lo demás será adjetivo. Porque el altar es su patria, su cruz y su alegría. Y cada amanecer es de verdad nuevo si en él se renueva el Sacrificio redentor de Cristo.

No siempre habrá pueblo presente. A veces el sacerdote celebrará en soledad, como lo hizo Cristo en el Cenáculo con los suyos, o como lo hacen tantos en en las misiones, en la enfermedad o en la clausura de una Cartuja. Pero ni la ausencia de fieles ni la falta de cánticos disminuye un ápice la grandeza sublime, apabullante, inefable, del Sacrificio. La Misa aun sin pueblo, es el acto más fecundo de amor y reparación en la historia del mundo. Su valor no depende del número de asistentes, sino de Aquel que Se ofrece.

Por eso nos duele que la práctica indiscriminada de la concelebración propicie hoy la desaparición de miles de Misas cada día, perdiéndose así gracias incalculables para la tierra, luz para las almas, alivio para el purgatorio. Porque cada Misa es una llama viva de redención que se enciende en el corazón del mundo. No hay gesto más grande, ni plegaria más alta, ni ofrenda más poderosa. El sacerdote no puede privar al mundo de esa llama, ni al cielo de esa alabanza, ni a las almas de ese consuelo.

A la hora del alba no hay testigos humanos. Sólo Dios. Basta. Porque la Misa es para Él, Trino y Uno. Y para Él, todo debe ser bello, digno, exacto. Ni la oscuridad ni el sueño ni el frío excusan el descuido. Cada sacerdote ha recibido de la Iglesia el don inmenso de celebrar los divinos misterios. Y lo hace, en medio del conmovedor silencio matinal, “en par de los levantes de la aurora”, como si fuera la primera, la única, la última Misa de su vida.

El conjunto es una sinfonía muda de genuflexiones, manos extendidas y cuerpos inclinados. “La música callada, la soledad sonora”, son el fondo perfecto para “la Cena que recrea y enamora”. En cada uno de los altares, “solitarios, nemorosos”, se repite el milagro inenarrable. Al pronunciar el sacerdote el “Hoc est enim Corpus meum”, el Verbo eterno se hace Carne eucarística entre las colinas de Asturias, como Se hizo carne en la carne purísima de la Niña de Nazareth. Cada “Domine, non sum dignus” se eleva como un grito humilde en la liturgia de la amanecida. Cada golpe de pecho resuena en los oídos de los ángeles, que asisten con reverencia invisible.

No se oyen cánticos ni hay “participación del pueblo”: sólo el murmullo bisbiseante de las oraciones sagradas y el latido puro del silencio litúrgico. No hay homilía, ni “asamblea”, ni moniciones. Sería atronador cuando el cielo se inclina con amor sobre una mesnada de sacerdotes y de seminaristas a punto de serlo.

Esta escena —que no verá el mundo ni recogerán los periódicos— es más real que todas las noticias. Porque, en la cuna de España vuelve a amanecer. Porque, una vez más, la claridad vence a la tiniebla. Porque, a despecho de Luzbel, portador de falsos resplandores, reina Cristo, Lux mundi. Y cuando el campamento comienza a despertar, y jóvenes, niños y mayores se desperezan y van a lavarse al río, aun de noche, para asistir a la Misa solemne, ya un un puñado de sacerdotes ha ofrecido el holocausto de Amor salvador por ellos, por la Iglesia, por el mundo. Ya Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ha renovado Su redención.

La peregrinación seguiría su curso hasta Covadonga, para el Te Deum final, esa tarde. Habría rosarios, cantos, confesiones, meditaciones, encuentros, durante la caminata de media docena de leguas. Pero el corazón secreto del día había latido ya antes del amanecer, bajo la modestia de esas pequeñas “tiendas del encuentro”, en la santidad imponentemente callada de esas Misas de alba. Y ese pálpito permanecería, como un secreto de gracia, en el alma de cada peregrino.

Cuando llegué a celebrar la Santa Misa a las seis de la mañana, todos los altares estaban ya ocupados. El silencio era absoluto, pero se percibía el murmullo sagrado del rito en curso. Cada celebrante llevaba su ritmo, con la atenta unción que sólo da el amor. En la mayoría de los altares había otro sacerdote aguardando con paciencia a que concluyese el anterior, para poder también ofrecer el Sacrificio Augusto.

Para obtener yo un altar, se ofreció a esperarlo por mí —con su amabilidad característica— el capellán general de la peregrinación. Y quiso la Divina Providencia que ese altar, bajo la carpa castrense, con un recado de Misa primorosamente preparado, fuese el dedicado a San Juan de Ávila. Cada uno estaba presidido por un cromo sencillo de una advocación de la Virgen o de un santo, todos relacionados con la historia espiritual de España. Y el mío fue el del Patrono del clero secular español, de quien —desde hace muchos años— trato de ser discípulo y amigo. No lo busqué yo: me fue dado, y lo viví como un signo. Celebré allí, en silencio, mientras la alborada comenzaba a rasgar la oscuridad, agradeciendo ese guiño del cielo que acariciaba mi alma sacerdotal: ser acogido, en el amanecer de Asturias, por aquel Maestro de fuego que enseñó a tantos que “esto, padres, es ser sacerdotes: que amansen a Dios cuando estuviere, ¡ay!, enojado con su pueblo”.

Y aún me aguardaba otra terneza de Jesus Hostia: al disponerme a pronunciar como cada mañana el introibo ad altare Dei, agradeciendo al Señor que después de tantos años siga alegrando mi juventud, descubrí, arrodillado a mis pies, a un joven seminarista portugués de la Fraternidad de San Pedro, ya diácono, que me respondió en un susurro lleno de respeto: ad Deum qui lætificat iuventutem meam. ¡Había venido a servirme la Misa! Lo hizo sin que nadie se lo pidiera, por pura caridad, por amor al Santo Sacrificio, por veneración al sacerdocio. Su presencia discreta y fiel me conmovió. Porque ese gesto silencioso y fraterno de aquel pequeño y viejo amigo mío transparentaba el alma de la peregrinación: una Iglesia joven que sirve con alegría, que se postra con humildad y que sabe acompañar, con amor filial, a quienes le transmiten cada día el Misterio.

Y entendí aquella mañana, bajo el rosicler del cielo ya arrebolado, pensando en tantos sacerdotes mayores que hacen guardia sobre los luceros, y de los que tanto aprendí, la palabra honda y tierna del santo apóstol de Andalucía y Extremadura a un joven clérigo:
“Sea el altar su deseo, su gozo y descanso, como el nido para el pájaro.”

Ad Te de luce vigilo! Por Ti madrugo, Señor mío y Dios mío, mi Amor y mi Vida. Porque sólo Tú haces nueva cada mañana. Solo Tú eres la aurora que no tramonta. Por eso, cuando aún no ha despuntado el día, tus sacerdotes Te celebran y Te sacrifican. Y el cielo, en silencio, responde: Fiat lux!