El Derecho Canónico sabe bromear (II)

D. Radovan Rajčák , Pbro.

En el artículo anterior hemos explicado que la Iglesia es el pueblo de Dios injertado en Cristo, es decir, es el pueblo de Dios porque es el cuerpo místico del Dios-hombre Jesucristo. Así pues, la Iglesia tiene una estructura divino-humana. Por tanto, no sólo tiene una dimensión espiritual, sino también social y visible. El derecho canónico organiza las relaciones entre las diversas personas y realidades que componen la Iglesia de modo que cada uno reciba o conserve lo que es suyo, lo que le pertenece (IUS SUUM). También hemos explicado que este IUS SUUM tiene su origen en la voluntad fundacional de Jesucristo, a la que remite -directa o indirectamente- el derecho canónico.

Los puntos estructuradores: el bautismo y el Orden sagrado

El pueblo de Dios, tal como habla de él el Derecho Canónico, tiene, por designación divina, una estructura precisa que sienta su base en los sacramentos. El primer y fundamental sacramento que, lavando al hombre del pecado original, le incorpora a la Iglesia, es el sacramento del Bautismo. Es obvio que todos son, en primer lugar, bautizados; y, mediante el Bautismo, existe una igualdad fundamental entre los creyentes. Por supuesto, hay que tener mucho cuidado aquí y entender que no se trata de ninguna democratización moderna de la Iglesia ni del igualitarismo proclamado por la Revolución Francesa. No. La Iglesia solo dice que los “fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo” (Código de Derecho Canónico 1983, canon 204). Es obvio que todos en la Iglesia, ya sea el papa, obispos, sacerdotes o laicos, deben, en primer lugar, ser bautizados e incorporados a Cristo, y sólo entonces pueden recibir válidamente todos los demás sacramentos. Sin embargo, el canon citado se refiere no sólo a lo que forma la igualdad, sino que habla también sobre un momento de desigualdad, es decir, de dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo que estructuran la Iglesia. Una parte estructuradora para la Iglesia es el Bautismo, porque por él cambia el estado sustancial del hombre: lava del pecado original, repara la naturaleza caída, eleva al plano sobrenatural e incorpora al sacerdocio común de Cristo. Y es el sacerdocio que san Pedro aplica a todo el pueblo de Dios: “Ustedes, en cambio, son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido” (1 Pe 2,9). La segunda parte estructuradora para la Iglesia es el sacerdocio ministerial, que se adquiere por la ordenación sacramental y que forma en la Iglesia la jerarquía sagrada.  Se trata, junto con el sacramento de la confirmación, de dos sacramentos que imprimen carácter, es decir, “una cierta señal espiritual e indeleble que impide su reiteración” (Concilio de Trento). Los ministros sagrados, que se llaman también clérigos (cf. c. 207), son consagrados y destinados a servir (cf. c. 1008) y a actuar en la persona de Cristo-Cabeza (cf. c. 1009 §2). El sacerdocio ministerial o jerárquico y el sacerdocio común de los fieles se ordenan el uno a otro, pero, difieren esencialmente y no sólo en grado. Esto es muy importante. El que ha recibido el sacerdocio ministerial posee un poder sagrado para formar y conducir al pueblo sacerdotal, y, así, realizar en la persona de Cristo, el sacrificio eucarístico y lo ofrece en nombre de todo el pueblo. A través del carácter indeleble, se produce en él un cambio sustancial que lo eleva a una dignidad más alta, y que brota de la excelencia del fin de sus acciones, o sea, que es Dios mismo, como enseña santo Tomás de Aquino. Los fieles, por su parte, en virtud de su sacerdocio real, participan del ofrecimiento de la Eucaristía y ejercen su sacerdocio en la recepción de los sacramentos, en la oración y la acción de gracias, en el testimonio de una vida santa, y en su renuncia y su caridad operantes. Todos los fieles, por lo tanto, poseen una condición jurídica de igualdad fundamental que se conjuga con cierta diversidad. Esto es así puesto que la Iglesia no es una sociedad de iguales, sino, al contrario, una sociedad de desiguales. Precisamente, esta desigualdad es una desigualdad sana, útil y correcta, porque ha surgido de la provisión de Dios y no del deseo del hombre de gobernar. La igualdad consiste en que todos son llamados por Cristo a la santidad mediante el bautismo; la desigualdad reside en la concreción mediante la vocación: ordenación sacramental, el oficio o el ministerio. Porque, como nos recuerda san Francisco de Sales, vive la santidad de manera diferente un obispo que un religioso o un soldado, o una dama (cf. Introducción a la vida devota, cap. III).

Obligaciones y derechos de todos los fieles

Teológica y canónicamente los derechos fundamentales de todos los fieles tienen raíces sacramentales y eclesiológicas, y se integran, a su vez, con derechos humanos innatos. Además, respetan la naturaleza humana tal como Dios la creó. Sin embargo, persiguen la elevación de la naturaleza humana al estado sobrenatural por medio de la gracia. La doctrina canónica se apoya en la igualdad fundamental de todos los bautizados y en la diversidad funcional del orden sagrado, como acabamos de explicar. El Código de Derecho Canónico actual menciona, primero, las obligaciones que adquiere un católico en el bautismo. ¿Por qué en primer lugar encontramos los deberes? Porque la regeneración e incorporación a Cristo y al pueblo de Dios se da como un don inmerecido, que el hombre acepta con humildad ante Dios. No puede pretender nada por sí mismo, pues cualquier derecho que el hombre pueda reclamar es relativo. Esta reivindicación no es automática. Dios no le debe nada al hombre. ¿Cuáles son los deberes de los fieles? Lo primero es observar siempre la comunión con la Iglesia (cf. c. 209) y mantener la comunión con la jerarquía por los vínculos de la fe, de los sacramentos y del régimen eclesiástico (cf. c. 205, 209), buscar la santidad (cf. c. 210), manifestar obediencia cristiana a las enseñanzas y prescripciones de los pastores legítimos (cf. c. 212), mantener íntegramente la fe, y profesarla públicamente (cf. cc. 211, 754). Para cumplir con estos deberes que los creyentes tienen por designación divina, existen también derechos que pueden invocar para cumplir con lo que el Señor les exige. Por lo tanto, tienen derecho a recibir de los pastores los auxilios espirituales, principalmente la Palabra de Dios y los sacramentos que les permiten alcanzar la santidad (cf. c. 213). Si no tienen acceso a estos medios de santificación, esto puede ser calificado como abuso y lesión de los deberes y derechos.

La forma extraordinaria del rito romano

Los fieles tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos pastores de la Iglesia, y a practicar su propia forma de vida espiritual, siempre que sea conforme con la doctrina de la Iglesia” (c.214). Este canon en particular es de gran interés para nosotros porque no se aplica sólo a los Ritos Orientales, sino a todos los Ritos reconocidos por la Iglesia y a todas las espiritualidades aprobadas por ella. Aquí ocupa un lugar especial la forma extraordinaria del rito romano, que puede calificarse de costumbre muy antigua o inmemorial (cf. c. 23), ya que ha estado presente en la Iglesia desde tiempos inmemoriales y tiene la fuerza de la ley (cf. cc. 25, 28). No se puede abolir sin más, ya que esto significaría que la Iglesia se negaría a sí misma. Abolir o prohibir cualquier forma litúrgica legítimamente aprobada y utilizada por la Iglesia sería declararla contraria a la revelación divina y, por tanto, irrazonable (cf. c. 24 §§ 1,2). Significaría, sin embargo, que en algún momento de la Historia la Iglesia estuvo en un error, aunque bienintencionado. Pero liturgia y dogma están tan intrínsecamente ligadas que declarar abrogado todo el rito sería abrogar la doctrina revelada. Otra cosa es el desarrollo orgánico de la liturgia, pero esto daría para otro artículo. Por ello, es muy triste escuchar las opiniones de algunos altos prelados de que la Forma Extraordinaria del Rito Romano debería ser abolida puesto que la teología ha cambiado desde el último Concilio. Tal interpretación implica una falta de respeto al magisterio inmutable de la Iglesia y también una violación de la disciplina, que aquí se retuerce según las preferencias políticas del prelado concreto. O justificar la prohibición general del rito extraordinario porque el rito está demoliendo la unidad de la Iglesia. Por un lado, esto puede lesionar otro derecho de los fieles, según el cual toda persona tiene derecho a una buena fama (cf. c. 220). Por tanto, la destrucción de la unidad de la Iglesia tendría que demostrarse y no simplemente suponerse en cada grupo de fieles que se adhieren a la forma extraordinaria. Así lo exige también el orden penal de la Iglesia (cf. c. 1321), porque la destrucción de la unidad se entiende en la Iglesia como un delito grave, que la Iglesia misma castiga con penas canónicas graves. No se puede jugar con cosas tan graves y culpar a alguien frívolamente. Tampoco es real que el rito una vez aprobado por la Iglesia y su autoridad suprema pueda destruir la unidad de la Iglesia católica. La unidad no es la uniformidad, y debe expresarse primero por la unidad e integridad de la fe católica inmutable, luego por la unidad del orden sacramental y sólo finalmente por la unidad del régimen eclesiástico (cf. c. 205).  Es contra este tipo de acciones de los pastores que la Iglesia recuerda que los fieles tienen derecho a “manifestar a los pastores de la Iglesia sus necesidades, principalmente las espirituales, y sus deseos” (cf. c. 212 § 2). Por tanto, los pastores tienen el deber de escuchar las peticiones de los fieles, examinarlas detalladamente y, mientras no contradigan la fe revelada, el orden sacramental de la Iglesia o perturben la unidad con los pastores legítimos, en ese orden, los pastores deben atender estas peticiones de los fieles. En efecto, no se trata de la gracia que los pastores benevolentemente administren a los fieles, sino de los bienes espirituales que Cristo ha confiado a la Iglesia y que, según la doctrina inmutable, deben ser por los pastores generosamente concedidos para la salvación de las almas.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº19 – ABRIL 2023