«El fin de nuestra vida es la mayor gloria de Dios». Retiro de Cuaresma NSC-E

Johanna Pérez Garciarena, Capítulo San Francisco de Javier

Tema del retiro: nuestra salvación. Pasar del pecado a la gracia, de la gracia al fervor, y del fervor a la santificación consumada. Este fue el mensaje principal de nuestro padre predicador, D. Juan Pablo Donoso: qué es y cómo mantener la vida de la gracia en nosotros. Primera definición: «La gracia es la participación de la naturaleza divina en nuestra naturaleza humana». Y genera en nosotros distintos efectos: nos hace hijos de Dios, nos permite la visión beatífica como herederos, nos convierte en hermanos de Cristo, nos da la vida sobrenatural, nos vuelve justos y agradables a Dios, y nos permite contener a la Trinidad como templos vivos.

Entonces, ¿cómo aumentamos la gracia en nosotros mientras somos viadores, mientras caminamos en la tierra? Destacamos tres medios.

Primero, la vida sacramental. Jesucristo, en su obra redentora, nos deja los siete sacramentos. Sabedor de que no somos capaces de mantener la gracia en nosotros, ya que tantas veces caemos en la desgracia de las desgracias: el pecado, permite que los sacramentos cooperen EX OPERE OPERATO. Es decir, que tienen un efecto inmediato sin distinción del estado o la oración del ministro y de los sujetos.

Así, la Eucaristía, como SACRAMENTO SACRAMENTORUM, nos ofrece «el pan de los fuertes», en palabras de san Agustín, para que «nos mudemos en Él», de tal manera que la gracia unitiva sea la mayor posible y nos haga crecer exponencialmente en el fervor. 

San Pío X nos detalla las condiciones para una buena comunión: intención recta y piadosa; la debida preparación, remota e inmediata (realizando actos de fe, humildad, dolor y deseo antes de la Santa Misa); sin conciencia de pecado grave; y realizando la acción de gracias tras recibirla. 

Por otro lado, la confesión, el sacramento de la penitencia. ¿Cómo confesarnos bien?

  1. Contrición. Aquí otra definición: «Es el dolor y la detestación de los pecados cometidos en cuanto ofensa a Dios, con propósito de confesarse y de no volver a pecar». La perfecta contrición es verdadero dolor, es concreta, hay que exteriorizarla, es suma, universal, y enmienda, es decir, es un acto firme y enérgico no sujeto a condiciones. 
  2. Confesión. Es la acusación voluntaria de los pecados cometidos después del bautismo y con el objetivo de obtener la absolución. Debemos decir vocalmente los pecados mortales, su especie, su cantidad y las circunstancias que puedan cambiar la especie mortal del pecado. 
  3. Satisfacción. La pena eterna que merecen nuestros pecados es conmutada por una pena temporal o purificación. El sacerdote debe imponer una penitencia que venga a sufrir lo que tenemos que purgar.

La confesión se convierte, por tanto, en el sacramento que nos devuelve la gracia. 

Segundo, gracias a nuestros méritos. Las obras meritorias proceden de suyo de la caridad y dan lugar a un reconocimiento, a un premio. Si no perdemos la gracia del bautismo, y hacemos una obra caritativa, merecemos en justicia una recompensa, que se nos da en esta vida. 

Por último, mediante la oración. Como han dicho tantos santos, la oración consiste en «tratar de amistad con quien sabemos nos ama». Los amigos quieren el bien del otro. En nuestro caso, Dios quiere nuestra santificación, y nosotros debemos querer el bien de Dios, su mayor gloria. Esta relación no se puede mantener si no con la oración. Aquí los cuatro valores de la oración: satisfactoria, meritoria, deleite espiritual, imperatoria.

Asimismo, la revelación nos asegura que la oración es infalible con las debidas condiciones:

  1. Pedir por nosotros mismos, porque esto nos predispone a recibir la gracia que pedimos.
  2. No pedir cualquier cosa, sino cosas necesarias para nuestra salvación.
  3. Pedir piadosamente: con humildad, con seguridad, en el nombre de Cristo y con atención.
  4. Pedir con perseverancia.

Pero aún nos queda preguntarnos quién produce la gracia. Sí, Dios es quien nos la da. Y encontramos también una causa instrumental: la humanidad de Cristo. Él, como mediador universal, media entre Dios y los hombres. Así nace la devoción al Sagrado Corazón de Jesús: el culto a la caridad de Cristo. Se conoce como culto de latría, es decir, el culto que rendimos a Cristo en su unión hipostática, cuyo símbolo es el corazón de Jesús, en la divina excelencia de la persona del Verbo. El efecto  en nosotros es la perfección de nuestro amor a Dios y a los hombres, que se dirige a la imitación de Jesucristo mediante el cumplimiento cada vez más generoso del mandamiento nuevo del amor. 

Finalmente, la Iglesia nos da a la Virgen María como Mediadora de todas las gracias. Sería un error querer llegar a Nuestro Señor Jesucristo sin pasar por María. Ella, como mediadora secundaria, fue elegida de manera especial e íntima para intermediar por nosotros. Por dos razones: primero, porque María cooperó por la satisfacción y los méritos al sacrificio de la cruz. Segundo, porque la Virgen María no cesa de interceder en nuestro favor y de distribuirnos las gracias que recibimos del Cielo.

En primer lugar, la mediación ascendente se da por el libre consentimiento de María al ángel Gabriel. También, cuando ofrece a su hijo en el templo ante Simeón. Y, cómo no, al pie de la cruz Ella renunció a sus derechos de madre de mantenerlo sano y salvo, y ofrendó la vida de su Hijo, más preciosa que su propia vida.

En segundo lugar, intercede en nuestro favor: nos obtiene y distribuye las gracias de parte de Dios. Es lo que se llama la mediación descendente. Los santos, la tradición, la Sagrada Escritura, y el Magisterio reciente coinciden en reconocer que ningún bien nos es concedido si no es por María. Dicho de otra manera, Ella goza de una omnipotencia suplicante, del poder omnímodo sobre el corazón de su Hijo. Para nosotros, es imposible alcanzar la cristificación sin María.

¿Cómo obtener la gracia, entonces? Siendo hombres de oración, de vida sacramental, devotos del Corazón de Jesús y de nuestra Santísima Madre.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº18 – MARZO 2023