Hablar en tiempos de apostasía
D. Antonio Hernández Caparrós, Capítulo de Ángeles de la Guarda
Introducción
Ved que un poco de fuego basta para quemar todo un gran bosque. También la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad (St 3, 5b -6a).
Un rayo cayó a las 20:37 del 13 de Julio de 1977 sobre la subestación eléctrica del río Hudson. Nueva York se queda sin electricidad. A las 24 horas había 1615 tiendas saqueadas, mas de 1000 incendios, 330 policías heridos y 4.500 personas arrestadas.
Siempre habrá quien argumente, e incluso puede que alguno de aquellos delincuentes argumentara, que eran pobres personas agobiadas por el sufrimiento, desesperadas por un sistema inhumano. Haya mucho o poco de verdad en ello, nada de eso justifica la barbarie.
Así puede pasarnos a nosotros con la lengua. Sabemos la crisis enorme en que vivimos sumergidos, quizá a algunos les desespere, puede incluso que tras pensarlo mucho crean haber (o incluso haber de verdad) descubierto las causas que han producido la enfermedad y, sin embargo, nada de eso nos da licencia para dejar a nuestra lengua campar a sus anchas, para incendiar grupos de whatsapp y foros de internet, sin ton ni son, diciendo todo lo que nos venga en gana amparados en que es verdad o en que ya está bien de callar. Las situaciones extraordinarias, por muy extraordinarias que puedan ser, no convierten el vicio en virtud, ni abrogan la virtud de la prudencia. Que se haya callado demasiado no implica que debamos hablar a cualquiera ni de cualquier manera:
“Las malas doctrinas por ninguna razón ni provecho que se pretenda o espere se han de enseñar. Asimismo las vanas e inútiles se deben callar y aun algunas útiles, pero no necesarias en el tiempo en que se dicen, se pueden disimular por entonces, si engendran escándalo a los flacos y simples, hasta darles bien a entender su engaño, como enseña Santo Tomás. Pero las verdades necesarias de saber, en todo tiempo se han de publicar”[1].
Sin embargo, nada más infructuoso que dar una solución sin reconocer el problema: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué nos entregamos a la charlatanería con tanta pasión como aquellos infelices al pillaje?
Muy resumidamente: por el peso insoportable que supone una concepción de la obediencia que depende del nominalismo, es decir, que para que algo sea bueno debe ser querido positivamente por Dios. Y como, en esta concepción, la orden de un superior es la manera más segura de conocer la voluntad de Dios, ya no se trata de buscar lo bueno (por objeto, fin y circunstancias), sino de obedecer en todo y con todas las facultades. Esto fue generando un servilismo que finalmente por la ley del péndulo amenaza con convertirse en anarquía. Pasamos del “santo” entendido como el hombre en un estado casi nirvánico que no se hace problema por nada, al “santo” como aquel que habla, corrige y regaña sin ton ni son, al margen de toda prudencia.
Ahora bien, vamos ya al punto central: ¿cómo hablar en tiempos de apostasía?
La lengua en santo Tomás
En esta cuestión nos jugamos dos grandes bienes. Y de conjugarlos rectamente con la verdad y la prudencia depende la virtud en este campo. El primero es la paz y el segundo es la fama del prójimo. Uno lo trata Santo Tomás al hablar de la virtud teologal de la caridad y el otro al hablar de la virtud moral de la justicia.
Los pecados contra la caridad
La paz es “la tranquilidad del orden o la armonía perfecta, que resulta, en nosotros y en todas las cosas, de que todas nuestras afecciones y las afecciones de todas las demás criaturas están orientadas hacia Dios, objeto supremo de nuestra felicidad perfecta”[2]. Dos pecados se oponen a ella (discordia[3] y contienda[4]) y estudiándolos comprenderemos cómo ser fieles a nuestra conciencia hablando cuando es necesario pero sin destruir dicha paz.
La discordia consiste en oponerse a uno de los efectos de la caridad que es la concordia de los corazones. Esto puede darse esencial o accidentalmente. La discordia esencial quiere decir oponerse a algo que vaya directamente contra la caridad de manera que se destruya la unidad y esto es pecado. La accidental por su parte se da cuando hay disparidad de opiniones en algo no necesario para la salvación, (siempre que no haya obstinación culpable) y, como no rompe la unidad, no es pecado. Así queda claro que la concordia, causada por la caridad, es unión de voluntades orientadas hacia Dios y no unión de opiniones. No hay por qué estar de acuerdo en todo para conservar la unidad y, por tanto, la paz.
Aquí el error podría venir, o de renunciar a la unidad esencial en favor de una falsa paz (lo cual es una tentación tan grave como frecuente), pues vemos que no puede haberla verdaderamente sin esa caridad, o de excedernos intentando eliminar imprudentemente una “discordia accidental” que no impide la unidad, faltando así a la caridad y quitando la sana libertad de opinión.
Hasta ahora hemos hablado de la diversidad de opiniones, pero Santo Tomás menciona también la contienda, es decir la discusión, la pelea, donde no solo se disiente sino que se lucha contra alguien con palabras. Aquí debemos distinguir: en primer lugar, la intención del que “pelea” y, en segundo lugar, la forma en que lo hace. Así, la intención es mala si falsea la verdad, y buena si se lucha contra la falsedad. Hasta aquí es fácil estar de acuerdo pues nos parece algo evidente.
Sin embargo, frente a todo el que excusa su contienda afirmando que “solo está diciendo la verdad”, viene la segunda parte, pues Santo Tomás nos dice que la impugnación solo es buena si se da dentro de los límites justos de la persona y el tema. Ya hemos visto que de cosas no esenciales ni siquiera debería discutirse. De este modo, si la porfía impugna la verdad (mala en la intención) y además es descomedida o intemperada (mala en la forma), estamos ante un pecado mortal. En cambio si se trata de una impugnación de la falsedad (buena en la intención) pero hecha con mesura y oportunamente (buena en la forma), estamos ante algo laudable. Ahora bien, y esta es una de las claves a la hora de examinar nuestra conducta, si la impugnación de la falsedad (algo bueno) se realizara de forma inadecuada (forma mala) estaríamos ante un pecado venial (contando con que no hubiera insultos o descubrimiento de pecados personales, lo que la convertiría en pecado mortal). Así quedan superados los dos errores como la cumbre de una montaña supera a los dos valles.
Santo Tomás profundiza en ello al tratar de si fue correcto que Cristo escandalizara a los fariseos con su predicación fuerte. Y dirá que, aunque podría no parecer conveniente, la salvación del pueblo debe preferirse a la paz individual de cualquier hombre y, si un predicador viera que algunos usan su autoridad para impedir la salvación de las almas, debería impugnarlos públicamente, incluso con dureza[5]. Y de esta manera muestra el error de aquellos “perros mudos” que consideran que la paz es un bien que está por encima de la verdad.
Pero por otra parte en sus enseñanzas sobre la corrección fraterna, acaba también con el error de los discutidores que, sin ningún tipo de prudencia y sin evaluar si lo que están discutiendo es esencial o no, o si lo están haciendo moderadamente o no, consideran tibio al que no es tan imprudente como ellos.
Así afirmará que hay dos tipos de corrección: aquella que se hace como acto de caridad para corregir al que peca y que incumbe a cualquiera[6], y otra que es generalmente a modo de amonestación y castigo y que incumbe solo a los prelados (Santo Tomás está tratando aquí solamente de la corrección en cuestiones religiosas, es evidente que todo el que tiene autoridad legítima puede, mientras se mantenga en el ámbito concreto de su jurisdicción, hacer este tipo de corrección).
Así, el súbdito, el que no es parte de la jerarquía, puede solo corregir como acto de caridad; sin embargo, debe proceder, dice Santo Tomás, siempre con mansedumbre y respecto, sin apabullar y haciéndolo ocultamente.
Pero no solo debe cuidarse el modo, sino el efecto que se prevé. Pues dice el doctor angélico que en la corrección del primer tipo (por caridad, la única que pueden hacer los que no son prelados) conviene desistir de ella si se ve que no va a dar ningún fruto o que la persona va a empeorar; la otra, en cambio, la que es propia de los prelados (por justicia), en ningún modo debe dejarse porque se prevea que no va a servir de nada, ya que su fin es la restitución de la justicia y velar por el bien común.
Así tenemos que, el que no es un superior, a la hora de corregir o discutir, debe evaluar si se trata de algo verdaderamente esencial que aparta de la caridad. Hay que reflexionar también sobre cómo debe hacerse (con mansedumbre y mesura, sin imponerse y sin ser movido por pasión humana, cosa que es muy fácil que ocurra) y el efecto que se prevé que va a producir, pues si solo va a servir para que el otro se cierre más, no es, como piensan algunos, tibieza, sino prudencia el callar.
Todas estas enseñanzas deben tenerse en cuenta al leer las tan citadas palabras de Santo Tomas: “en el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos”.
Los pecados contra la justicia
Ahora bien, en lo que habitualmente llamamos “pecados de la lengua”, no solo está la pelea o discusión sino también la “crítica”. En este caso el bien que se debe salvaguardar ya no es el de la paz, sino la fama. Sobre este tema en particular hay actualmente un gran desconocimiento, lo cual dificulta el calibrar el daño que se puede hacer con la lengua. Veamos la doctrina tradicional sobre la fama:
Ella, dice Santo Tomás, es entre todos los bienes temporales el mas excelente[7], y consiste en el buen nombre o reputación de alguien ausente, la estimación que se tiene de una persona. Y esta estimación es, en primer lugar, de la virtud, y solo secundariamente de las demás cualidades humanas. La honra hace referencia a las señales de honor que se le hacen a la persona con fama (como vemos, no tiene mucho que ver con el concepto habitual de la fama como “ser conocido por todos” o ser “una celebridad”). Así, a la hora de hablar vemos dos pecados contrarios: contumelia[8] o insulto contra el honor y detracción[9] contra la fama.
El insulto es poner en conocimiento de alguien y de los demás algo contrario al honor de aquel; esto se realiza mediante signos, generalmente con la palabra. La clave es la intención de ir contra la honra de alguien. Si se hace de esta manera es pecado mortal, aunque si se realizase algo que disminuyese su honra pero para corregirle fraternalmente o por otro motivo similar sin deshonrarlo gravemente y se hiciese con discreción, no sería pecado o solo lo seria venialmente.
La detracción (¡pecado frecuentísimo!), en cambio, afecta no al honor sino a la fama. Y aquí está el dato poco conocido: la persona, según los teólogos, tiene derecho natural a la fama ordinaria. Esta consiste en un derecho absoluto a la fama verdadera y uno relativo a la fama estimada mientras no sea públicamente difamada. Así pues, todos tienen derecho a la fama estimada, es decir, a la que en realidad es falsa, pues aparecen como virtuosos, no siéndolo. Sin embargo, no es un derecho universal sino relativo, de manera que no se puede lesionar salvo en favor de un bien común o de la corrección fraterna de la persona. Pero en ese caso debe guardarse la debida mesura e intentar dañarla lo mínimo posible.
Fuera de estos casos, atentar contra la fama (aun inmerecida) de alguien, en internet o conversaciones, por muy mal que nos caiga, es pecado y grave. Es más, por si alguien pretendiera excusarse afirmando que no dice nada falso, Santo Tomás enseña que ni mucho menos es detracción solamente cuando se miente de alguien, sino que dentro de la detracción llamada directa también debe contarse el exagerar los pecados, el revelar lo secreto o el atribuir una mala intención a una acción buena. La manera indirecta, por su parte, consiste en negar el bien que el otro hace o lanzar reticencias con malicia, lo cual es igualmente pecado.
Ahora bien, igual que en el caso de la contumelia, puede ser que se pronuncien palabras que denigren la fama de alguien pero la intención no sea esa, o que se haga por ligereza y, por tanto, no sería pecado mortal, a no ser que lo que se dice sea tan grave que perjudique mucho la fama de alguien (como lo referido al caso de la honestidad de vida). Es más, si estas palabras fueran proferidas buscando un bien necesario (lograr su enmienda, evitar un mal…) y en unas circunstancias concretas que lo hacen prudente, no solo no sería pecado, sino que ni siquiera podría hablarse propiamente de detracción.
Vemos aquí el justo medio de la virtud y lo lejos que estamos de esa represión que ha permitido no pocos abusos al aplastar cualquier opinión ligeramente discordante o denuncia de injusticia por ser signo de “mal espíritu”. Pero tampoco nos permite abandonarnos al otro extremo y caer en una critica desmesurada sin orden ni concierto a imagen del pillaje en el apagón de Nueva York, pues: “Toda esta fogosidad bien intencionada fracasa ante la sentencia de la sabiduría antigua ratificada por la sabiduría cristiana: Hay que deliberar maduramente. Oportet consiliari tarde. El buen consejo es una virtud sobrenatural, y quien no la practica con todas sus condiciones es lisa y llanamente un cristiano imperfecto, si no pecador”
[1] Melchor Cano – Domingo de Soto – Juan de la Cruz, Tratados Espirituales, BAC 1962, p. 237.
[2] Ibid., II-II, q33, a3, resp.
[3] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q32 a4, ad2.
[4] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q72.
[5] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q42, a2.
[6] Ibid., II-II, q33, a3, resp.
[7] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q32 a4, ad2.
[8] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q72.
[9] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q73.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº36 – SEPTIEMBRE 2024