III Encuentro de Jóvenes Nuestra Señora de la Cristiandad

Ignasi Casas Vicente, Capítulo Santa Eulalia

El fin de semana del 31 de octubre al 3 de noviembre volvimos a reunirnos unos 60 jóvenes de toda España para el III Encuentro de Jóvenes de Nuestra Señora de la Cristiandad. Esta vez, en Guadarrama. Tenía también por centro la Santa Misa tradicional, entrelazada con esos días de rezos, charlas, juegos y excursiones. La convivencia entre los jóvenes se dio en un ambiente de confianza y naturalidad, gracias a las diferentes actividades que estaban pensadas para «romper el hielo» y para facilitar la verdadera amistad. Así, todos pudieron conocerse en un ambiente que propiciaba la benevolencia, es decir, querer el bien del otro.

En esta convivencia, cabe destacar una visita guiada, que precedió al día de la conmemoración de los fieles difuntos, al Valle de los Caídos: en palabras de san Juan XXIII, es el «monte sobre el que se eleva el signo de la Redención humana» y que «ha sido excavado en inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre un amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los Caídos en la guerra civil de España, y allí, acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacadas las luchas, duermen juntos el sueño de la paz, a la vez que se ruega sin cesar por toda la nación española».

En el día de los fieles difuntos, los jóvenes pudimos asistir a una segunda Misa tradicional acompañándola con el rezo del santo rosario, costumbre esta que se dio en la Iglesia católica por varios siglos. Las Misas de ese día se ofrecieron en sufragio por las almas de nuestros difuntos y de los del Valle.

Además de lo dicho, nuestros jóvenes visitaron unas trincheras y El Escorial. En El Escorial el P. Francisco José Delgado explicó magníficamente el significado de las pinturas representadas en la biblioteca, es decir, el trivium, y quadrivium, la filosofía y la teología. Nos repitió encarecidamente que todo aquel saber había sido llevado a Hispanoamérica, y que había sido explicado de manera sencilla a los nativos en tierras de ultramar.

Los temas de las charlas que tuvieron lugar en el III Encuentro de Jóvenes de Nuestra Señora de la Cristiandad fueron sobre: claves para el noviazgo y el matrimonio, la importancia de la verdad y de la Fe en la oración, el bien común, y la vocación. Aquí ofrecemos dos de las charlas.

  1. CLAVES PARA EL NOVIAZGO Y EL MATRIMONIO

En la primera charla, podemos destacar algunos puntos interesantes:

Partiendo del Génesis, el hombre y la mujer se muestran diferentes, aunque complementarios. El hombre, por lo general, se mueve más por grandes ideales y aspiraciones, a pesar de que le cueste mucho llevar esas ideas a la realidad y concretarlas; la mujer, en cambio, quizá tenga ideas más pequeñas, pero posee una gran capacidad de ejecución y concreción de aquellos ideales que el varón le aporta. Por analogía, podríamos ejemplificarlo diciendo que el hombre es el sistema operativo de un ordenador y la mujer, la que tiene la letra enter, es decir, la que posibilita que el sistema funcione y que lleve a cabo la operación. El hombre y la mujer que estén llamados al matrimonio deben estar juntos, y no confundidos. Y ser distintos, que no separados.

Por otra parte, siguiendo dos textos de san Pablo, en la Carta a los Colosenses y a los Efesios, podemos deducir que Dios ha confiado al hombre la dirección de la familia, e incluso del noviazgo. Ahora bien, para que pueda darse esta complementariedad y esta dirección se precisan tres rasgos fundamentales del amor entre el hombre y la mujer.

  1. Atracción: existe una tendencia natural hacia el otro sexo. Así que da igual que seas sacerdote o soltero o monja o casado… siempre tendremos esa mutua tendencia. Por ello, no debemos engañarnos, si hay mucho «roce» con una persona del otro sexo debemos comprender que el paso natural de la amistad, no es la hermandad, sino el noviazgo.
  2. Comunicación: la relación entre un chico y una chica genera dependencia afectiva. Si esta se fomenta artificialmente por los medios de comunicación, como puede ser el WhatsApp, la comunicación pierde su naturalidad y se empobrece. Si se empobrece, disminuye su calidad y se dificulta el conocimiento mutuo, es decir, se complica algo que es imprescindible en el paso anterior al matrimonio.
  3. Confianza y respeto: el respeto empieza en la aceptación de la otra persona en cuanto persona que es. Si hay amor, ambos deben decirse: «me gusta por su parte y por la mía», «me conviene por su parte y por la mía». Por ello, los defectos del otro no deben molestarnos, sino aprender a convivir con ellos a pesar de ellos. No obstante, los defectos del otro no nos deben llevar al pecado. Hay que aceptar al otro, con sus cualidades, defectos, limitaciones, virtudes…

En cuanto a la confianza, esta se puede entender como un recipiente en el que recibimos el amor. Si se agrieta, el amor se pierde.

  • ¿Por qué iba a confiar un hombre en una mujer? Porque la ve capaz de cuidar su mundo interior y de transformar una fría casa de hormigón en un cálido hogar. Porque ve que se va a someter cristianamente.
  • Por otra parte, ¿por qué iba a confiar una mujer en un hombre? Porque le ve capaz de cuidar su mundo exterior, y de proteger y mantener ese hogar y esa familia; porque le va a respetar y amar y se va a entregar a ella como Cristo amó y se entregó por su Iglesia.

Además, esta confianza no se exige, sino que se gana. Y también puede perderse. ¿Qué hace perder la confianza? La falta de honor y de palabra (falsas promesas), las mentiras, y el no saber guardar secretos y faltar a la intimidad.

Existen muchos noviazgos mal enfocados: muchos caen en la monotonía (no en las actividades, aventuras o novedades) porque ya no desean compartir las cosas juntos con ilusión. Otros caen en la superficialidad, pensando que es bueno mantener una relación solo por lo estético y lo romántico… Otros tienen pareja «porque toca», y, por ello, les falta sensatez. Otros, porque se dejan llevar por la impureza (es la tentación típica de los hombres; en cambio, las mujeres son tentadas de vanidad en poseer el alma de los hombres). Finalmente, otros tienen un noviazgo por falsa abnegación: no comprenden cómo es el otro y, en el fondo, lo que hacen no lo hacen por amor, sino por un interés propio.

  1. LA IMPORTANCIA DE LA VERDAD Y LA FE EN LA ORACIÓN

Según santo Tomás de Aquino, la verdad existe y se define propiamente como la «adecuación del entendimiento a la cosa». El hombre conoce la realidad de manera limitada. Eso que conoce, aunque limitado, es verdadero. Si el hombre pretendiera conocer absolutamente la esencia específica o individual de algo, sería Dios, pues debería conocer todo el conjunto de causas de todo el universo que han concurrido para la existencia de esa esencia, en el pasado, en el presente y en el futuro. El hombre, cuando conoce novedosamente un poco más la esencia de algo que en parte sabía, realiza una readecuación con la esencia que tenía por verdadera. Aumentan, así, las verdades conocidas sobre la esencia de algo.

Si alguien quisiera negar la existencia de la verdad, se toparía con un escollo grande en los primeros principios del entendimiento. Estos son los principios comunes de todas las ciencias y de todo pensar. Y son necesarios, evidentes para todos e indemostrables. Específicamente, nos interesa el principio de no contradicción. Este principio, según Aristóteles y santo Tomás, establece que es imposible que algo sea y no sea al mismo tiempo, en el mismo sentido, en el mismo sujeto. Quien quiera negar este principio se encontrará en muchos problemas, como estos que señala Aristóteles:

  • «Si no es posible afirmar nada con verdad, incluso esta misma sería falsa, la de que no hay ninguna afirmación verdadera. Ahora bien, si hay alguna, queda refutado lo afirmado por quienes plantean tales dificultades y destruyen totalmente el diálogo» (Aristóteles, Metafísica, libro XI, 1062b7-10).

Por eso, quien pretende negar el principio de no-contradicción, en el fondo lo está aceptando, pues, al rechazarlo, está concediendo que no es lo mismo afirmar que negar. Así, se muestra el carácter autorrefutatorio del relativismo escéptico.

  • «Si no se afirma que «hombre» tiene un solo significado, sino muchos, «animal bípedo» sería el enunciado de uno de ellos, y habría, además, otros muchos, pero limitados en número; bastaría con poner un nombre para cada uno de los enunciados. Y si el adversario no los pusiera, sino que afirmara que sus significados son infinitos, es evidente que no sería posible un lenguaje significativo, pues no significar algo determinado es no significar nada, y si los nombres carecen de significado, se suprime el diálogo con los demás y, en verdad, también consigo mismo» (Aristóteles, Metafísica, libro IV, 1006b5-9).

La negación del principio de no-contradicción haría imposible el lenguaje, ya que si, por ejemplo, «hombre» fuese lo mismo que «no hombre», entonces no significaría nada, todo sería lo mismo y más valdría callarse.

  • «Si nada cree, sino que igualmente cree y no cree, ¿en qué se diferenciará de las plantas? […]. ¿Por qué, en efecto, camina hacia Megara y no está quieto, cuando cree que es preciso caminar? ¿Y por qué, al rayar el alba, no avanza hacia un pozo o hacia un precipicio, si por azar los encuentra, sino que claramente los evita como quien no cree igualmente que el caer sea no bueno y bueno? Es, pues, evidente que considera mejor lo uno y no mejor lo otro». (Aristóteles, Metafísica, libro IV, 1008b10-19).

Así, otro aspecto que arguye Aristóteles es que quien pretende negar el principio de no-contradicción lo desmiente con su vida y sus acciones, y tendría que vivir como un vegetal, ya que hasta los animales se mueven para alcanzar un alimento que apetecen bajo razón de bien y no les es indiferente el moverse o quedarse quietos respecto de él.

Por otra parte, la Fe conecta con la verdad en cuanto que la Fe es el «acto del entendimiento que asiente a la verdad divina imperado por la voluntad, a la que Dios mueve mediante la gracia» (Aquino, santo Tomás, Suma Teológica, II-II, q.2, a. 9 co.).

El acto de creer no se encuentra en la primera operación, sino en la segunda; porque aquella no atiende a lo verdadero y a lo falso, mientras que esto precisamente es lo propio de esta última. Dos son los errores que hay que conjurar: el subjetivismo que modela el corpus de la Fe prescindiendo de la razón (modernismo), y el historicismo que posiciona a la razón por encima del dato revelado, postulando que los avances científicos han de modelar el contenido mismo del acto de fe (racionalismo).

En cuanto a lo primero, hay que decir que la intelección verdadera —«cogitatio»— se realiza solo a través de la palabra del hombre. Por eso, antes que la «inteligencia de la fe», está la inteligencia de todo aquello sin lo cual el hombre no sería capaz de creer. Esto hace que la predicación evangélica no pueda someterse a un subjetivismo individualista, romántico, fundamentado en la intuición o el «sentimiento» (pues una palabra desvinculada de la realidad pierde su condición de concepto: ya no «dice» lo que las cosas son, sino que, solo, expresa una mera opinión).

En cuanto a lo segundo, hay que recordar que ni la «recta ratio» ni la filosofía son puerta para la Fe. Porque el hecho de que la inteligencia preceda a la Fe no significa que la predicación evangélica deba someterse a un relativismo historicista que suministre a las palabras unos significados tornadizos, según gustos personales o culturales, o según los avances del progreso de las ciencias. No formamos proposiciones sino para tener, por ellas, conocimiento de las cosas; es decir, las palabras se emplean precisamente en cuanto significan las cosas, por medio de los conceptos que el hombre forma sobre aquellas. Y esto tanto en la ciencia como en la Fe. Dicho de otro modo: no podemos sostener que lo que realmente cuenta está solo en la pura realidad sin que importen las palabras —con las que «decimos» la realidad—; pero tampoco podemos pensar que el valor no se encuentra en la realidad sino en las palabras solas, aisladas de toda referencia a las cosas mismas.

En lo que se refiere a la oración, a modo de resumen, podemos decir que la oración es «la elevación de la mente a Dios para alabarlo y pedirle cosas convenientes a la eterna salvación».

Santo Tomás, sin embargo, se centra en esta cuestión en la oración en cuanto súplica dirigida a Dios para obtener algún beneficio. Para determinar su naturaleza, lo primero que hace es precisar qué tipo de acto es y a qué facultad corresponde. La oración es una palabra expresada (según una discutible etimología: «oris-ratio»), y, en cuanto palabra, es un acto que procede del entendimiento, pero no del entendimiento especulativo, que se ordena al conocimiento de las cosas, sino del práctico, que lleva anejo un poder de causalidad. Ahora bien, el entendimiento en algunas ocasiones puede producir perfectamente su efecto (cuando impera sobre lo inferior); pero, en otras ocasiones, no siempre produce sus efectos, porque estos no están sometidos totalmente a su causa. En ambos casos, sin embargo, está manifestando una cierta ordenación, en cuanto el hombre dispone que una cosa sea hecha por medio de otra. La oración sería una palabra del segundo tipo.

Por decirlo de otro modo, la oración es una palabra proferida o verbo que se ordena a la realización de un efecto, pero cuyo resultado no depende de nosotros, sino de la amorosa voluntad de otro. Tiene virtualidad de configurar un curso de acción, pero su resultado no depende del mismo agente, sino de otro y, por eso, le presenta «dicha ordenación de causas a efectos» a modo de súplica para obtener lo que nos excede. Canals, con profunda intención metafísica, terminaba su libro Sobre la esencia del conocimiento con una referencia explícita a este problema, y señalaba cómo la oración es la máxima expresión del lenguaje humano cuando nos refiere directamente al fin último. De algún modo, es un homenaje intelectual a Dios porque lo reconocemos como fuente y como bien nuestro.

En este sentido, habría que encontrar tal vez la mayor perfección del lenguaje mental de que es capaz el hombre viador en la línea «práctica» en que se mueve la plegaria. Podríamos leer así en el salmo [27(26),8] la más profunda «palabra del corazón», por la que el hombre en su diálogo interior presenta en forma de súplica su anhelo de definitiva plenitud en la contemplación de Dios: «A ti dijo mi corazón: te buscó mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor» [Canals, 1986; 684-685].

En conclusión, sin la verdad, no podría darse la Fe, pues esta tiene por objeto la verdad divina. Los dogmas son importantísimos para que el hombre pida a Dios de manera conveniente, sabiendo a quién se dirige y haciéndolo con los afectos que corresponden a esas verdades contempladas especialmente en el Evangelio.