Influencias de San Isidoro en la Semana Santa de la catedral de Sevilla

D. Rubén Pérez Navarro, Pbro.

Procesión de palmas del Domingo de Ramos

“Un cristianismo sin liturgia es un cristianismo sin Cristo”, nos recordaba el Papa el pasado 3 de febrero de 2021 en su audiencia general. Pero ¿qué es la liturgia? La sagrada liturgia es “el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de Él, al eterno Padre”[1]. Es decir, el pueblo de Dios unido al sacerdote, que actúa in persona Christi capitis, le tributa al Padre un culto agradable, que en el caso de la santa Misa es la actualización del Sacrificio de Cristo en la Cruz y el Padre Eterno, a cambio, nos envía la Gracia Santificante, que es el Espíritu Santo Paráclito que tiene como misión convertirnos en otros cristos, hacernos santos.

Por eso, no hay cristianismo sin liturgia, ni Cristo sin liturgia, porque en ella nos convertimos a Dios, entrando en comunión con la Santísima Trinidad.

En los albores del cristianismo encontramos un desarrollo litúrgico más rico, sobre todo en las comunidades cristianas vinculadas al apóstol San Juan. Con tan solo leer el libro del Apocalipsis, encontramos desde el inicio muchos elementos de la liturgia celestial y la liturgia terrena que le tributamos para nuestra salvación a la Beatísima Trinidad; quiere ser un reflejo, lo más bello y solemne posible, de la liturgia eterna del Paraíso.

Así pues, la liturgia no es un “Frankenstein”, elaborado con los mejores miembros de diferentes cadáveres que hemos encontrado en un cementerio. Tampoco es una elaboración fría de despacho sin ningún vínculo sobrenatural, que se pueda cambiar de la noche a la mañana, sino un conjunto de signos, símbolos y oraciones, que se han ido añadiendo a los ritos a través de los siglos y que ha contado con el aval del Magisterio pontificio y episcopal. Además, han sido fraguados en un clima extraordinario de oración íntima con Dios, que nos pone en comunión con el origen más profundos de nuestra Santa Fe, que no es otra cosa que la actualización de la Salvación, es decir, el Sacrificio de Jesucristo Dios y Hombre en la santa Cruz.

Como sacerdote sevillano, os hablaré un poco sobre la liturgia Isidoriana. El primer obispo que tuvo la sede hispalense fue en el S. III, llamado Marcelo. Tres siglos más tardes, en el episcopado visigodo, encontramos a los santos hermanos obispos, Leandro e Isidoro. El primero estuvo de obispo en Sevilla entre los años 577 a 599 ó 600 y San Isidoro en el 600-602 a 636. San Isidoro es tenido como el hombre más culto de la historia de Sevilla; educado por su hermano San Leandro y autor de muchos escritos llenos de sabiduría. Eugenio de Toledo dice sobre él, nostri quoque saeculi doctor egregius (egregio doctor de nuestros tiempos).

Entre sus escritos encontramos uno titulado, De ecclesiasticis officiis, fácil de conseguir para aquellos que deseen adquirirlo. San Isidoro trata aquí los oficios eclesiásticos en dos bloques temáticos: “los orígenes de los oficios” en primer lugar, dedicado al culto; y “los orígenes del ministerio” en segundo lugar, donde aborda los diversos estamentos de la Iglesia, además de los orígenes y funciones de los diferentes ministerios eclesiásticos.

Pues bien, basándome fundamentalmente en esta obra de San Isidoro, trataré de explicar brevemente cómo era el culto catedralicio en Sevilla los días de Semana Santa. Esta liturgia, llena de solemnidad, belleza y tradición, se perdió con la reforma de la Semana Santa de 1956 y la posterior reforma tras el Concilio Vaticano II.

El domingo de Ramos, explica San Isidoro, es el cumplimiento de la profecía que anuncia la entrada del Mesías en la ciudad santa de Jerusalén a lomos de un pollino[2]. “Los ramos de las palmas eran expresión de la victoria, la del Señor, que muriendo, había de vencer a la muerte y con el trofeo de la Cruz había del triunfar del diablo, el príncipe de la muerte”[3]. También comenta cómo es el día que se le entrega el símbolo, es decir, el credo, a los que serían bautizados en la cercana pascua de resurrección. En ese mismo día se le hacía el lavado de cabeza a los candidatos a bautizar, llamado popularmente día capitilavium (lavado de cabeza), pues podría estar sucia por las penitenciales prácticas cuaresmales.

El domingo de ramos en la sevillana catedral de Santa María de la Sede, se realizaba una solmene procesión que recreaba el júbilo de la entrada del Señor en la ciudad santa. En este caso, Jerusalén estaba representada por la enorme y bella catedral gótica de Sevilla y los ramos estaban atados en las veladas cruces parroquiales que participaban en dicha procesión y cada sacerdote con su hábito coral correspondiente, portaba una rama en su mano[4]. La procesión la cerraba el arzobispo de Sevilla, acompañado de los diáconos. Salía de la puerta del Nacimiento y entraba por la puerta de Campanillas, en cuyo tímpano está representada la Entrada en Jerusalén. Llegado el comité a la Capilla Mayor y antes de empezar la Misa Solemne, el canónigo magistral del cabildo predicaba el Sermón del Evangelio de la Entrada en Jerusalén.

Todo el esplendor y júbilo que se respiraba quería hacer patente aquellas palabras de San Isidoro, de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte y la próxima incorporación de los neonatos a la Iglesia de Jesucristo por la gracia del bautismo.

Llegamos ahora hasta el jueves santo, In Coena Domini, nombre de la bula de Urbano V que solía leerse el Jueves Santo. Comenta San Isidoro cómo fue el día que el Señor “entregó, ante todo, a los apóstoles el misterio de su Cuerpo y Sangre […] el mismo día en el que el Salvador, mientras cenaba con los suyos, se levantó y lavó los pies de sus discípulos, para darles ejemplo de humildad”. “Por este motivo, este mismo día se lavan los altares y las paredes y el pavimento del templo; y se purifican los vasos consagrados al Señor.”[5] Además, explica San Isidoro, es el día en el que se consagra el santo Crisma, porque dos días antes de la Pascua de Resurrección es cuando María derrama ungüento sobre la cabeza y los pies del Señor[6].

El Jueves Santo de antaño en la catedral de Sevilla estaba solemnizado con un enorme monumento en el trascoro, donde se situaba la reserva del Santísimo Sacramento al finalizar la santa Misa. Porque, como nos dicen los santos evangelios y lo explica San Isidoro, fue el día en el que Dios nos entregó el misterio de su Cuerpo y Sangre.

El génesis del monumento lo encontramos en el S. XVI y vino a sustituir al montaje bajomedieval. El monumento manierista, que se fue enriqueciendo con el paso del tiempo, contaba con una altura de 36,5 metros aproximadamente, de planta ochavada de cruz griega y 22 metros de ancho. En el primer cuerpo, en cada una de las fachadas, había unas escalinatas que servían para acceder al lugar en el que se encontraba la custodia renacentista de plata, labrada por Juan de Arfe entre los años 1580-1587, para la procesión del Corpus Christi, con una altura de 3,9 metros con la reserva de Su Divina Majestad en su interior. Este primer piso era de orden jónico, y tenía 16 columnas inmensas.

El segundo cuerpo, sujetado por 4 columnas, albergaba en su interior una imagen del Salvador vestido con túnica y manto, coronado de espinas. En la mano derecha portaba la Cruz, y en la otra el mundo sobre el cual estaba la tiara con las 3 coronas, símbolo del Pontificado.

El tercer cuerpo era de orden corintio, estando compuesto de 8 columnas con una más en el centro, en la que aparecía el Redentor atado a la misma.

El cuarto y último cuerpo era de orden compuesto y estaba formado por una media naranja y una linterna ochavada, apoyada en unas pilastras. A sus lados estaban las tallas de la Virgen dolorosa y el Evangelista San Juan, en el calvario que lo remata, además de Jesucristo con los dos ladrones. Estas imágenes fueron realizadas por Francisco Antonio Ruiz Gijón en 1689.

Pedro Messía de la Cerda y de los Ríos, noble y marino español, 5º Marqués de la Vega de Armijo, teniente general de la Real Armada y 5º virrey de Nueva Granada, personaje español del S. XVIII, denominaba a este monumento del Jueves Santo “la octava maravilla del mundo”[7]. Y la Enciclopedia Espasa-Calpe selecciona este monumento como “modelo excelente o arquetipo de su modalidad”[8].

Para nosotros que somos hombre de fe, este grandioso monumento sería una ofrenda de amor y adoración a Dios que sabemos que está escondido bajo las especies eucarísticas, con todo su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. De este modo tan solmene se reservaba el tesoro más grande que tiene la Iglesia, que es Dios mismo que se nos entregó en la última Cena y que, no olvidemos nunca, está unido al Sacrificio Redentor de su Pasión y Muerte, donde Dios nos salvó.

Por último, llegamos al día santo de la Pascua de Resurrección. Nos dice el prelado San Isidoro de Sevilla: “El término Pascua no es griego, sino hebreo, ni se refiere a la pasión, porque phatein, en griego, quiere decir padecer, pero es en la lengua hebrea que al tránsito se le llama pascua”[9]. Así, Jesucristo pasa del tránsito de la muerte al de la vida, cobrando “toda su realidad en la muerte y resurrección del Señor”. Pero, ¿qué significado podemos sacarle al cirio pascual desde la teología de San Isidoro? Pues resulta que está vinculado a la luna. Así lo explica: “cuando la luna pasa de su etapa inferior a la superior, y nosotros que asumimos la semejanza de la luna, pasamos de lo visible a lo invisible y de lo corporal a los sacramentos espirituales, a fin de hacer morir cada vez más en nosotros las cosas de este mundo, para que nuestra vida vaya siendo escondida en Cristo”[10].

¿Cómo era el cirio pascual de la Catedral hispalense? Fabricado en el catedralicio colegio de San Miguel, cantaba con una altura de 8,40 metros, de forma cónica, además de pesar unos 920 Kg. Se decoraba con escudos de colores, oro, plata y otros adornos alegóricos. Descansaba sobre una peana de 1,90 m., de hierro forjado de estilo barroco. El cuidado del cirio estaba encomendado a un colegial de sotana y sobrepelliz.

Termino este artículo sobre la Sagrada Liturgia con las mismas palabras con que san Isidoro de Sevilla comienza su libro De ecclesiasticis officcis: “Todo cuando celebramos en la liturgia puede encontrarse como establecido, en parte por la autoridad de las Sagradas Escrituras, en parte por la Tradición apostólica, o bien debido a la costumbre de la Iglesia Universal”, por esto, al atentar contra la Sagrada Liturgia se atenta contra la Palabra de Dios, la Tradición de los Apóstoles y las costumbres inmemoriales de la Iglesia. Y quien cuida, respeta y venera todo lo contenido desde siglos y siglos en los ritos, está amando y respetando lo que ha recibido como tesoro y que lo conduce como puente de oro hacia la Santísima Trinidad. Tradidi quod et accepi, es decir, “he trasmitido lo que he recibido”.

[1] Pio XII P.P, Mediator Dei, 29.
[2] Cfr. San Isidoro, de ecclesiasticis officiis,  p. 42.
[3] Idem, p 42.
[4] De la Campa Carmona, la Semana Santa en la catedral hispalense: excelencia y peculiaridades.
[5] . San Isidoro, de ecclesiasticis officiis, p 42-43.
[6] Cfr. Ídem, p. 43.
[7] De la Campa Carmona, la Semana Santa en la catedral hispalense: excelencia y peculiaridades.
[8] Ídem.
[9] San Isidoro, de ecclesiasticis officiis,  p. 46.
[10] Ídem, p. 47.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «COVADONGA» Nº5 – FEBRERO 2022