La Misa del Gallo: música sacra y devoción popular

D. Raúl del Toro Sola, Profesor de órgano del Conservatorio Pablo Sarasate

Siempre me ha gustado mucho la “Misa del Gallo”. El sonido de las campanas en mitad de la noche me parece una gloriosa provocación a las rutinas del mundo, un signo de algo tan importante como para quebrar el silencio general. Lo mismo cuando las campanas acompañan desde la torre el Gloria in excelsis Deo de la Vigilia Pascual. Dos signos para dos noches muy importantes.

La Navidad es vivida desde antiguo, en España y en otros países, con un marcado sentido popular. En la primera mitad del siglo XVI Mateo Flecha el Viejo (1481-1553) compuso sus famosas ensaladas, llamadas así por reunir cada una de ellas dentro de sí, como a modo de ingredientes dispares, melodías, ritmos, estilos e idiomas diversos. No eran piezas litúrgicas, pero sus textos -en lengua vernácula por lo general- describen la Navidad con una teología de una ortodoxia y reciedumbre impresionantes. Y desacostumbradas en nuestra época.

También en el Renacimiento comenzó a generalizarse en España la inclusión en la liturgia de Navidad y otras festividades de las llamadas villanescas o villancicos: composiciones en lengua vernácula que sustituían a ciertos elementos litúrgicos en lengua latina como los responsorios de maitines. También en esto hubo una evolución. El Renacimiento sevillano produjo de la mano del gran Francisco Guerrero (1528-1599) unos exquisitos modelos del género que no desdecían apenas de sus correspondientes latinos, ni en la música ni en el texto. Poco a poco el elemento “popular” fue ganando terreno hasta llegar en los finales del XVIII a ciertas composiciones bastante más prosaicas y atadas a géneros musicales muy elementales como la jácara.

Esta decadencia se acentuó, como en tantos otros ámbitos, durante el siglo XIX. Pero esto no impidió que la parte musical de estas misas navideñas decimonónicas hiciera cierta mella en el espíritu de la época. En el capítulo XXIII de su famosa novela La Regenta, Leopoldo Alas “Clarín” describe una misa del gallo en la catedral de Vetusta en la que el órgano hace sonar canciones y bailes profanos, insólitos en el culto del resto del año. Ante tal mundanización, la voz crítica que Clarín hace emerger es la del notorio ateo Don Pompeyo Guimarán:

(…) Oigan ustedes a ese organista, borracho como ustedes probablemente: convierte el templo del Señor, llamémoslo así, en un baile de candil… en una orgía… Señores, ¿en qué quedamos, es que ha nacido Cristo o es que ha resucitado el dios Pan?

En un registro más elevado se mueve Gustavo Adolfo Bécquer en su Leyenda Maese Pérez, el organista. También está ambientada alrededor de la misa del gallo, a la que maese Pérez acude a tocar por última vez antes de morir. La evocación musical es muy diferente de la de Clarín:

(…)En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral. Pasó el Introito, y el Evangelio, y el Ofertorio; llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a elevarla. Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia. Las campanas repicaron con un sonido vibrante y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.

Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.

A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y en un torrente de atronadora armonía. Era la voz de los ángeles que, atravesando los espacios, llegaba al mundo.

Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines. Mil himnos a la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, sólo era el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de acordes misteriosos, como un jirón de niebla sobre las olas del mar.

Luego fueron perdiéndose unos cuantos; después, otros. La combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo una nota brillante como un hilo de luz. El sacerdote inclinó la frente, y por encima de su cabeza cana, y como a través de una gasa azul que fingía el humo del incienso, apareció la Hostia a los ojos de los fieles. En aquel instante, la nota que maese Pérez sostenía tremante se abrió y una explosión de armonía gigante estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.

De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes, aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban, cada cual en su idioma, un himno al nacimiento del Salvador.

La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos había una lágrima; en todos los espíritus, un profundo recogimiento. El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque Aquel que levantaba en ellas, Aquel a quien saludaban hombres y arcángeles, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse los cielos y transfigurarse la Hostia.(…)

Desde niño me llamaba mucho la atención la Misa de Pastorela compuesta por el guipuzcoano afincado en Madrid Ignacio Busca de Sagastizábal (1868-1950), y que en algunas iglesias se sigue cantando en la noche de Navidad. Este músico fue organista de la Basílica de San Francisco el Grande de Madrid. En esa misma iglesia promovió en el primer tercio del siglo XX la celebración de uno de los primeros ciclos estables de conciertos sacros, en los que se escuchaban ejemplos de la recién redescubierta polifonía litúrgica del Renacimiento, así como música de órgano. Es autor del famoso e impresionante Cantemos al amor de los amores, firme monumento del canto devocional popular y del Himno a la Virgen de Covadonga que no podemos dejar de citar en este boletín, junto a otras muchas obras más.

Ignacio Busca compuso su Misa de Pastorela con sencillas melodías en ritmo de villancico -que pide a gritos el acompañamiento de panderos y zambombas- pero eso sí, respetando escrupulosamente el texto del Ordinario de la Misa. Obviamente en lo musical esta misa no encajaba nada con el ideal gregoriano y polifónico que estableció en 1903 el Motu Proprio Tra le sollecitudini de San Pío X, y por ello fue objeto de censura eclesiástica no siempre llevada a término.

Quizá estas efusiones de música “mundana” en la liturgia navideña podían encontrar encaje en la sociedad de hace décadas, cuando la vida cristiana latía hasta en los detalles de lo cotidiano. Entonces incluso un escritor tan poco simpatizante con el catolicismo como Clarín podía interpretar así las mencionadas juerguecillas del órgano catedralicio:

(…) Y todo esto era porque hacía mil ochocientos setenta y tantos años había nacido en el portal de Belén el Niño Jesús…. ¿Qué le importaba al órgano? Y sin embargo, parecía que se volvía loco de alegría… que perdía la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por aquellas trompetas y cañones, chorros de notas que parecían lucecillas para alumbrar las almas.

Ahora bien, ¿estamos ahora en una situación similar? Parece claro que no. Ahora es más necesario que nunca preservar el carácter sagrado, sobrenatural y teocéntrico de la liturgia navideña. Quien la próxima nochebuena cruce el umbral del templo seguramente ya no traerá dentro de sí, a diferencia de sus abuelos, una estructura mental y vital cristiana favorecida por el entorno de modo que pueda permitirse esa jocosa y puntual mundanización litúrgica.

Más bien será un cristiano asediado por el mundo en el sentido más tremendo del término, con toda la artillería de los medios de comunicación, los ambientes sociales y el riguroso sistema dogmático de lo políticamente correcto disparando a discreción contra la línea de flotación de su fe. Necesitará respirar el aire fresco venido de lo alto, el que baja del cielo abierto durante la Misa, el que proporciona la liturgia de la Iglesia.

Confieso que yo descubrí la Navidad la noche en que, después de muchas misas navideñas con panderetas y cascabeles, pude escuchar por vez primera cómo comenzaba una Misa del Gallo -celebrada en aquel caso con canto gregoriano- con su antífona de entrada propia:

El Señor me ha dicho: tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.

Comprendí de golpe el sentido de los belenes, los árboles de navidad, los villancicos, los turrones y todo el hermoso lenguaje popular de la navidad cristiana, ése que alegró la infancia de quienes la pudimos vivir antes de la apisonadora laicista que hoy tan democráticamente censura la Navidad en muchos colegios.

Escuchar esa antífona en medio de la noche, cuando un silencio apacible lo envolvía todo, y asistir a la celebración del nacimiento de Cristo con toda la solemnidad sobrenatural y sagrada de la auténtica liturgia católica, celebrada con piedad y con fidelidad a las rúbricas, significó para mí descubrir la verdadera Navidad, al lado de la cual el habitual colorido popular, tan hermoso cuando se circunscribe a su ámbito propio, no es sino preludio, trasunto o glosa.