Realismo, Dios y bien común en la tradición política católica
David de Andrés Mendiguren, Capítulo San Francisco de Javier
La Tradición católica en relación a la política, de la misma manera que respecto a la filosofía o a las diversas ciencias, ha seguido siempre una aproximación decididamente realista. Convencida de que ninguno de los hechos que se encuentre en la naturaleza o en la historia podrían contradecir en lo más mínimo la Revelación, y que el mundo de las cosas creadas merece ser descubierto e investigado, no dudó en servirse para ello de la sabiduría de los griegos, particularmente de Platón y Aristóteles. La base de la tradición política por ellos comenzada ha consistido en volverse a la realidad, a la naturaleza de las cosas y al hombre mismo, extrayendo de allí lo que hay de universal y eterno.
El primer hecho evidente que descubrimos en nuestro encuentro con la realidad es que hay cosas naturalmente buenas, deseables («Y vio Dios que todo era bueno»), y que el hombre no está hecho ni para buscarlas ni para encontrarlas solo («No es bueno que el hombre esté solo»), antes bien es de suyo un ser social. A partir de estas primeras evidencias, el pensamiento católico ha podido ver con claridad cómo y por qué se forman y subsisten las sociedades, sin tener que recurrir a las complicadas y fantasiosas génesis sociales de los liberales y otras especies de contractualistas. Habiendo muchas cosas que nos parecen naturalmente buenas, y viviendo el hombre por naturaleza con otros hombres, por necesidad debía juntarse con sus semejantes para buscar y disfrutar esos bienes comunes –comunes, precisamente, en la medida en que son propios del hombre en cuanto hombre. Estos comienzan por los bienes más básicos propios de todo ser vivo, la subsistencia puramente material, y su carácter va elevándose según los grados de nuestra naturaleza, conteniendo también el orden familiar, así como todo lo que es propio del animal racional, tal y como es la cultura, la sabiduría, las buenas costumbres, la vida social, y, en última instancia, el conocimiento de Dios mismo. Tal y como dice el Salmo 143: «Nuestros graneros llenos, nuestras ovejas a millares (…) nuestros hijos como plantas florecientes, nuestras hijas como columnas angulares (…) no haya brecha ni salida en nuestros muros, ni llanto en nuestras plazas (…) ¡Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor!». Un sencillo ciudadano del antiguo Israel jamás hubiera podido comprender que esto fuera una «ideología política»: es la misma realidad de la vida, analizada y diseccionada por las mentes capaces para ello.
Con esto se contraponen las modernas ideologías políticas. En primer lugar, el protestantismo, al menos en algunas de sus principales ramas, al negar la ley natural, dio paso a ideologías políticas que se inclinaban a fundar el orden social sobre una base puramente teocrática y revelada (Robert Filmer) o, por el contrario, a ponerle el origen en el juego artificial de intereses ciegos y puramente privados (Hobbes). Este rechazo de la ley natural llevó a que, una vez negada la Revelación, el liberalismo negara la sociedad política misma. Frente a la filosofía política católica que parte de la aprehensión de los bienes naturales, el liberalismo, en línea con el escepticismo de Protágoras, considera que el bien (objetivo) no existe, y si existe no se puede conocer, y si se puede conocer no se puede comunicar (es decir, ponerse en común, sin lo que no puede ser un bien político y se quedará en la esfera puramente privada). Por tanto, no habiendo un bien que sea objeto propio de la voluntad, nos encontramos que como hecho evidente tenemos sólo la voluntad misma de cada individuo, que tomará por bien lo que le parezca en ese momento, sin que ninguno tenga más razón en ello que su vecino. Como no hay ningún bien común objetivo, lo mejor a lo que podemos aspirar es a que cada uno haga lo que quiera, y el Estado no es más que un aparato creado para que consigan lo que les vaya apeteciendo la mayor cantidad posible de personas –la mayor cantidad posible, pero no todas: ¡A veces no queda otra que cerrar la boca a esos retrógrados católicos! El socialismo, por último, tampoco tiene –aunque en ocasiones se llenen la boca con la expresión– una idea genuina de bien común. Partiendo de sus bases materialistas, no entienden que haya más bienes que los puramente económicos. Ahora bien, los bienes materiales, de su propia naturaleza, no pueden propiamente compartirse, sino que tienen que partirse para repartirse. El bien que tengo yo lo tengo sólo porque no lo tienes tú, y viceversa. Considerando estos bienes, cuyo disfrute excluye necesariamente a los demás, como los únicos existentes, no es sino necesario que tengan por moralmente obligado su reparto en partes iguales, pues ya no puede justificarse dentro de esa cosmovisión materialista su reparto desigual –dentro de una proporción prudente– en pro de otros bienes superiores. Cuando hablan de bien común, por tanto, no hablan sino del conjunto de todos los bienes particulares de una sociedad, porque los bienes materiales son de suyo siempre particulares, sean de titularidad privada o pública.
Sentado lo anterior, puede verse fácilmente por qué estas ideologías no han sabido hacer frente a la complejidad de la vida política real. Cuando no se parte de la sociedad política como hecho natural, fundado en bienes necesarios que se buscan y se encuentran –siquiera de forma muy deficiente– en todas las sociedades humanas, se habrá de buscar una justificación artificial para ella dentro del propio aparato ideológico. Ahora bien, esta justificación ideológica extrínseca, por el hecho mismo de ser un invento antinatural, no se va a cumplir en ninguna sociedad política real, salvo las expresamente fundadas sobre ese aparato ideológico, sea liberal, sea socialista. Eso llevará siempre al conflicto permanente, interno y externo, contra todas las sociedades humanas, que se ven como ilegítimas de raíz. Así se ha visto en las guerras de la Francia revolucionaria, en las guerras de la Rusia soviética, y, las últimas décadas, en las guerras de los EEUU y su agitación progresista universal. En el orden puramente interno, puede verse en la conspiración perpetua que uno y otro campo ideológico han llevado en todo momento contra las sociedades cristianas para imponer su idea sobre la realidad. No es necesario, en sentido estricto, que alguien esté en lo cierto en todas sus opiniones sociales y religiosas para ser un leal súbdito o ciudadano, pero nunca podrá serlo un ideólogo fuera de su sistema, porque no ven ninguna legitimidad fuera de su idea ni su actividad política se dirige a otra cosa que imponerla.
Frente a esto se halla la filosofía política cristiana, que, porque encuentra la legitimidad en la protección de estos bienes naturales, incluso si la propia autoridad no considera que esa sea la base de su legitimación, puede reconocer y defender con lealtad los órdenes políticos de cada sociedad acorde a su carácter y tradición. Así se ve cómo pudo Jeremías llamar al destructor del Templo, Nabucodonosor II, «siervo del Señor», a quien Dios había entregado las naciones en su mano (Jeremías 27, 6 y 43, 10), y cómo pudo servirle el profeta Daniel como leal consejero, aun con riesgo de su propia vida. Puede verse por qué es celebrado el pagano Ciro el Grande como libertador y gobernante enviado por Dios en Isaías y otros libros de la Biblia, y puede verse también por qué los macabeos reconocieron la soberanía del Rey de Siria Demetrio II en la medida en que les diera libertad para dar culto al Señor (1 Macabeos 11). Por último, yendo a los tiempos del Nuevo Testamento, pueden entenderse las luminosas palabras del Señor, «Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César», así como de San Pablo y San Pedro: «No hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas» y «amad a los hermanos, temed a Dios, honrad al rey». En esa medida, la actividad política de los católicos, aun sirviendo en sociedades paganas, no se estructura como deslealtad y conspiración. Antes bien, está dirigida a proteger los bienes que todo orden social, por el hecho mismo de existir, defiende –como mínimo, la seguridad pública y la protección de las fronteras, sin los cuales la misma autoridad pública deja de existir–, y, en aquello en lo que resulta deficiente por no estar inspirado por la verdadera religión, aspira a corregirlo y reformarlo, purificando las costumbres, iluminando las conciencias, y sustituyendo el necio culto a los ídolos por el conocimiento del Dios verdadero.
Finalmente, esta aproximación realista a la política a través de la idea del bien común nos permite comprender con facilidad la posición que tienen Dios, la religión y la recta moral en el orden social. Ciertamente que esto no puede entenderse desde la perspectiva del liberalismo, que no deja sitio a Dios en la sociedad del mismo modo que no se lo deja a ningún otro bien objetivo, sino que se limita a permitir (en ocasiones ni eso) el culto privado en la medida en que es una manifestación de la voluntad humana. Mucho menos puede entenderse desde el socialismo, que por necesidad excluye expresamente a Dios dado su carácter materialista, y como mucho permitirá el culto privado de modo temporal en vistas a un futuro en el que la educación y el progreso económico y de las ciencias disuelvan del todo la santa religión. Sin embargo, si atendemos a la política desde la perspectiva de lo que es de natural apropiado al hombre en cuanto hombre, no podemos dejar de ver que no sólo tendrá Dios un sitio en la política, sino que habrá de tener el puesto más santo y más elevado, por el hecho mismo de ser el máximo bien humano. El ser humano es un ser vivo que necesita alimento y cobijo, y la autoridad política debe por tanto proveer a ello; es un animal sexuado, y debe por tanto la autoridad defender los derechos de la familia y su orden jurídico propio; es un animal racional y social, y debe por tanto crear un contexto en el que florezcan las ciencias y las artes, así como la paz y la amistad entre los conciudadanos. De ese mismo modo, como el hombre es un animal religioso, la autoridad política debe también hacer lo que quede en su mano para el florecimiento religioso del hombre y el honor de Dios en la plaza pública. Este último ámbito no es, sin duda, como los demás, precisamente por ser el mayor y más digno. La autoridad pública puede, dentro de lo posible, asegurar el alimento y la seguridad, pero los medios eficaces por sí mismos para llegar a Dios están más allá de su control, pues la Divina Providencia ha dispuesto la gracia, sólo alcanzable a través de la Iglesia y sus sacramentos, como el medio único y necesario para la salvación. Sin embargo, la autoridad pública puede facilitar esa actividad de salvación, defendiendo los derechos de la Iglesia y promocionando en todos sitios su actividad, protegiendo la fe de los cristianos de amenazas externas, protegiendo el honor de Dios y de la Iglesia como parte del orden público, y ayudando a hacer efectivo el poder disciplinario de las autoridades eclesiásticas sobre los bautizados dentro de sus competencias. Así lo afirma el actual Catecismo en su punto 2105: «El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (DH 1)». Asimismo, como afirmó una respuesta privada de la Congregación para la doctrina de la fe en relación a los textos del Concilio Vaticano II, «los gobernantes, en cuanto gobernantes y no sólo en cuanto hombres, deben buscar la verdad y adherirse a ella, y hacer en esa medida que el Estado favorezca a la verdadera religión, es decir, la religión católica».
De todo ello se muestra cuán falsas son las concepciones liberal-conservadoras de la posición de la religión en la cosa pública y las relaciones entre la Iglesia y el Estado, así como el hecho de que en ningún momento del último siglo ha cambiado –más allá de una política práctica prudencial, o si acaso imprudencial– la doctrina netamente iliberal de la Iglesia Católica. No puede pretenderse ni que Dios no sea un bien humano natural –antes bien, es por naturaleza el máximo bien del hombre– ni que este hecho sea una materia puramente privada, como si no fuera pública la Revelación o como si no se pudieran conocer las verdades fundamentales de la religión a través de la razón natural. Por tanto, se engañan los que pretenden fundar el actual orden de cosas y el indiferentismo de Estado –a veces llamado sana laicidad– en la tradición católica o en el realismo de base aristotélica y tomista.
En la medida en que sostengamos a Dios como el mayor bien de nuestras vidas –y que Él nos libre de pensar jamás otra cosa– habremos de querer, como hombres que somos y parte de la sociedad, compartirlo máximamente, y traer a todos al conocimiento de la salvación en lo privado y en lo público. Como cristianos y españoles, pues, no podemos querer descalabrar el orden político, y jamás se nos podrá con razón tachar de subversivos o desleales por querer instaurar todas las cosas en Cristo Rey (instaurare Omnia in Christo, el lema del Santo Papa Pío X extraído de la Carta a los Efesios). Antes bien, seguiremos, mediante nuestra perseverancia en la santa religión, aspirando a fundar España más firmemente en la roca que nos salva y la piedra angular sobre la que habrá de estar construido todo edificio que no se venga abajo, pues, «si el Señor no edifica la casa, en vano construyen los albañiles». Roguemos, pues porque Dios ayude a nuestros gobernantes a construir sobre esta roca firme, y porque sostenga los muros de esta casa que Él ha querido construir para mayor gloria suya.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº19 – ABRIL 2023