Vida de san Abraham
Efrén de Edesa
CAPÍTULO VI
Abraham tuvo que soportar tales cosas durante tres años, pero, como diamante genuino, perseveraba esforzadamente, y no se volvió atrás a pesar de sufrir unas tribulaciones tan grandes a manos de los perseguidores, sino que, al ser golpeado, arrastrado, al padecer persecuciones, al ser apedreado, sufrir hambre y sed, en todo lo que le acaecía, nunca se dejó llevar por la ira, nunca se movió a indignación, nunca huyó por pusilanimidad, nunca lo agotó el hastío, sino que, soportando toda aspereza, crecía más y más su amor y caridad hacia ellos. Unas veces los reprendía, otras veces buscaba que se le acercasen, otras derramaba como aceite el encanto de sus dulcísimas palabras. A los ancianos les suplicaba como a padres, a los jóvenes como a hermanos y a los niños como a hijos, mientras que por parte de ellos era objeto de burla e irrisión, y padecía mil oprobios.
CAPÍTULO VII
Cierto día los habitantes de aquel pueblo se reunieron, y grandemente estupefactos y temerosos, hablaron entre ellos: “Habéis visto qué grande es la paciencia de este hombre, y qué indescriptible su amor hacia nosotros: cómo, a pesar de tantas tribulaciones como le causamos, no se apartó de este lugar ni le habló mal a nadie de nosotros, ni se alejó de nosotros, sino que lo soportó todo con gran gozo, de manera que si no existiese el Dios verdadero que predica, y el reino y el paraíso, y el castigo de los malos, no hubiese padecido esta tribulación en vano. Hay que considerar también que él solo echó por tierra a nuestros dioses y no lo pudieron dañar en nada. En verdad este hombre es siervo de Dios, y es verdadero cuanto la fama divulgó de él. Venid, pues, creamos en el Dios que predica”, y hablando estas cosas entre ellos se dirigieron todos juntos a la iglesia diciendo en alta voz: “Gloria al Dios del cielo, que envió a su siervo para que nos salvase del error”.
CAPÍTULO VIII
Viendo esto entonces el bienaventurado hombre de Dios, lleno de inmensa alegría, y cambiado su rostro como rocío matutino, abriendo su boca, les dijo: “Padres míos, hermanos e hijos, venid, demos gloria a Dios, que se dignó iluminar los ojos de vuestras almas para que lo pudieseis reconocer, y recibid el sello de la vida para que las purifiquéis de la inmundicia de los ídolos: creed con todo vuestro corazón y espíritu que uno solo es del Dios del cielo y de la tierra y de todo lo que hay en ellos, sin inicio, inenarrable e incomprehensible, dador de la luz y amador y redentor de los hombres, temible y suave; y en su Hijo unigénito, que es su sabiduría; y en el Espíritu Santo, que vivifica todo, para que, convertidos de terrenos en celestiales, podáis alcanzar la vida del cielo”. Y respondieron todos: “Así es, padre nuestro, guía de nuestra vida, como nos lo declaras y enseñas, así lo creemos y lo haremos”. Y al punto inició san Abraham el rito del sagrado bautismo, y los bautizó en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, desde el más pequeño al más grande. Llegaban ellos a cerca de mil almas. Después, cada día les leía las divinas Escrituras y los instruía acerca reino de Dios, de las delicias del paraíso, de los suplicios de la gehena, de la justicia, la fe y la caridad. Ellos recibieron la buena semilla como tierra buena y dieron fruto, uno de cien, otro de sesenta, otro de treinta2. De este modo, escuchando de muy buen grado sus palabras, y creciendo en el temor del Señor, daban frutos abundantísimos. En presencia de ellos era visto como un ángel de Dios, y como trabazón de todo el edificio. Así pues, lo amaban por la enseñanza de sus dulcísimas palabras, puesto que por ellas llegaron a creer en Dios.
CAPÍTULO IX
Aún pasado un año desde que habían empezado a creer, el bienaventurado Abraham seguía predicándoles cada día la palabra de Dios, mas, viendo que el propósito de ellos acerca de Dios y la fe era firmísimo, y que estaban unidos con él por gran caridad, y le mostraban el máximo honor, tuvo miedo de que, a causa de ellos, se viese forzado a echar por tierra la regla de su abstinencia. Así pues, como su alma se hallaba angustiada de esta manera por los cuidados terrenos, levantándose medianoche, se dice que elevó esta oración al Señor: “Tú solo estás sin pecado, oh Dios, que siendo santo descansas en los santos, que eres el único que amas a los hombres y el único Señor misericordioso, que has iluminado los ojos de las almas de esta muchedumbre, que los libraste de las ataduras del enemigo, que los convertiste cuando estaban envueltos en los errores de los ídolos y les otorgaste llegar a conocerte; te suplico, Señor, que te dignes guiarlos y conservarlos hasta el fin, y que les concedas también clementemente tu perpetuo y abundante auxilio a este rebaño tan bueno que quisiste tomar en posesión, y que los rodees con la gracia de tu bondad como con un muro robustísimo, e ilumines siempre sus corazones para que, haciendo lo que te agrada, merezcan recibir la vida eterna; y dame también a mí, que soy muy débil, tu ayuda, y no reputes como pecado el que tenga prisa en alejarme de ellos, pues tú sabes, que lo conoces todo, que solo te deseo a ti, y que te reconozco como mi Señor”. Y, acabada la oración, se fue, trazando sobre el pueblo tres veces la señal de Cristo, y partió a escondidas a otro lugar, y se escondió en el lugar más retirado que pudo.
CAPÍTULO X
Por la mañana, la muchedumbre se reunió en la iglesia de la manera acostumbrada, y como no lo encontraron, comenzaron a a buscar, sumamente confundidos, a su pastor como ovejas errantes por diversos lugares, y gritaban su nombre con llanto y lágrimas. Como, tras haberlo buscado durante mucho tiempo no lo lograron encontrar, abatidos por gran tristeza, partieron de inmediato para contar al obispo lo que les había ocurrido. Y cuando éste lo supo, también él muy entristecido, destinó enseguida a varios hombres para buscar al varón de Dios, especialmente con el fin de consolar a su grey, ya que los veía llenos de dolor y tristeza. Y como todos lo buscaban como se busca una piedra preciosa y no podían encontrarlo, habiendo tomado consejo con sus clérigos, el obispo entró en el pueblo mencionado, y empezó a dirigirles palabras de consuelo y a ungir con
su suave predicación el dolor grandísimo que sufrían por la partida del hombre de Dios. Viéndolos él firmísimos en la fe de Cristo, eligió de entre ellos a varones probados que constituyó presbíteros, diáconos y lectores. Escuchando esto el santísimo Abraham se alegró en gran manera y dijo glorificando a Dios: “¿Qué te devolveré, Señor Dios mío, Padre benignísimo y suavísimo amador de los hombres, por todo lo que me diste? Te doy honor y gloria por tu don”. Regresó entonces enseguida a su antigua celda, hizo otra celda por fuera y se encerró con gran alegría en su interior. ¡Oh milagro, amadísimos, digno de alabanzas y gloria sempiterna! Pues a pesar de tantas aflicciones como tuvo que soportar a menudo en el citado pueblo nunca quebrantó la regla de su abstinencia, ni la torció a izquierda o a derecha. Gloria y magnificencia a Dios, que le concedió tal aguante con el que pudo convertir también a los otros y al mismo tiempo salvaguardar la gracia de su propósito.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº50 – NOVIEMBRE 2025