Y sin embargo se mueve
Víctor Asensi Ortega, Universidad de Valencia
La inmensa mayoría de fuentes académicas reconocen la naturaleza apócrifa de esta famosa cita de Galileo. A pie de calle, muchos dirán que la pronunció, y muchos otros reconocerán que «hay debate», o que «no queda claro». Y es que enseguida que nos alejamos de la asepsia académica con la que se niega la veracidad de esta cita (a veces en el párrafo siguiente) la frase comienza a colarse en la biografía de Galileo por otros lugares: «la pronunció al salir de prisión», «la pronunció en privado», «fue lo que querría haber dicho en el juicio pero no se atrevió»… Fuera como fuere, lo que queda claro es que la frase condensa la actitud de Galileo y es representativa del caso: un indomable científico se enfrenta a la dogmática inquisición, que reprimía la ciencia, celosa de que ésta derrumbara sus supersticiones. De una forma casi fideísta, si pronunció esta frase o no «no es tan importante».
Debería estar bastante claro que Galileo nunca dijo esto. La primera mención de este hecho la encontramos 112 años después de su muerte, en 1754, de mano de Baretti, quien lo sitúa en «la salida de la cárcel de la Inquisición»[1]. El problema no es tanto el desfase en años o el hecho de que los documentos oficiales no fueron públicos hasta mucho más tarde (se supone que Baretti tuvo acceso privilegiado a ellos). El problema es que esta historia no cuadra con nada de lo que sabemos de Galileo, quien por cierto no pasó ni un minuto de su vida en una cárcel de la inquisición. Pero se acepta, porque cuadra muy bien con el Galileo mítico que empezó a construirse justamente en esos años, y que se consolidaría en todo manual, enciclopedia, panfleto… y hasta en los cuadros con los que se ha intentado probar la declaración apócrifa[2]. Este Galileo mítico, mártir de la Ciencia, es el que perdura hasta hoy en el imaginario colectivo, y en gran medida es el que funda el mito del conflicto percibido entre «Ciencia y Religión».
El relato sustentado por toda esta retahíla de leyendas de la Iglesia reprimiendo la Ciencia es tan fuerte, que cuando se acude a los documentos originales simplemente se hacen cuadrar con él. Cuando vemos a Galileo – o para el caso cualquier otro científico – hacer profundas declaraciones de Fe se dice que estaban fingiendo. Cuando vemos un avance o descubrimiento amparado por la Iglesia, se dice que fue una lucidez excepcional de algún cardenal díscolo. Lo mismo con la conmutación de penas escandalosas por otras muy leves. Y así, cada acierto es minimizado y hasta el más mínimo indicio de error es maximizado para que encaje en el relato, pues «todo el mundo sabe que la Iglesia reprimió la Ciencia».
Por eso no es necesario apabullar con datos y fuentes primarias. El caso de Galileo ha sido exhaustivamente estudiado. La comisión pontificia de Juan Pablo II le dedicó 13 años. En lugar de eso, prefiero repasar este episodio no solo ajeno a la leyenda ilustrada, sino con una mirada católica, la misma mirada que Galileo y sus jueces.
La leyenda parte de que la Iglesia era geocentrista y estaba equivocada, y de que Galileo era heliocentrista y estaba acertado. Ambas proposiciones son falsas. La Iglesia no se cerró al heliocentrismo, sino que veló por que no se aceptara como verdad absoluta sin estar suficientemente probado. La Iglesia estaba dispuesta a aceptarlo si las pruebas eran irrefutables. El problema fue que, de hecho, Galileo se equivocaba. El heliocentrismo no es verdadero; y las pruebas que él presentaba, tampoco. Si entendemos este párrafo, habremos desactivado efectivamente todo el relato ilustrado y el caso comenzará a verse en su verdad.
Se suele decir que la Iglesia «era geocentrista» porque el heliocentrismo contradice las Escrituras. Antes que nada, cabría aclarar que la Iglesia y las Escrituras enseñan primeramente Verdades de Fe, y esto lo hacen de forma infalible. El primer cometido de la Iglesia es la Revelación de Cristo, de la que las Escrituras forman parte. Respecto las verdades de la Naturaleza, la Iglesia siempre ha defendido que no pueden contradecir las Escrituras, pues Dios es el autor de ambas. Si hay una contradicción aparente; o la explicación natural es falsa, o el pasaje de las Escrituras se ha malinterpretado. Así lo expresa múltiples veces Galileo en su carta abierta a la Gran Duquesa de la Toscana en el 1615[3], donde expone la relación entre las Escrituras y las ciencias naturales, con doctrina perfectamente católica, apoyada en San Agustín y Santo Tomás. En esta carta, Galileo llegará a decir que la explicación que se desprende de una lectura superficial de las Escrituras es preferible incluso a opiniones humanas probables:
«Incluso en las afirmaciones que no son materia de Fe, esta autoridad [la de las escrituras] debe ser antepuesta sobre la de los escritos humanos apoyados solo por meras aserciones o argumentos probables, y no apoyados por el método demostrativo».
El propio Galileo definió su caso. Él pensaba, erróneamente, que el heliocentrismo estaba suficientemente demostrado (especialmente por su teoría de las mareas) y por tanto ya no había motivos para preferir la explicación que se desprendía de una lectura superficial de las Escrituras. Si bien hoy sabemos que la Tierra no está fija, como se desprende de una lectura superficial de Josué, también sabemos que el Sol no está fijo, como defendía Galileo. Por eso, justo como expresa él en esa carta, fue obligado a abjurar del heliocentrismo como una verdad probada; no por obstinación geocentrista, sino por falta de pruebas irrefutables del heliocentrismo.
Lejos de perseguir el heliocentrismo, la Iglesia permitió que se desarrollara en la Europa católica. Galileo había conocido esta teoría por el libro de Copérnico De revolutionibus orbium coelestium publicado casi un siglo atrás de la controversia con Galileo. El libro de Copérnico gozaba de un éxito moderado, sobre todo por las tablas de cálculo que traía, y era lectura optativa en la Universidad de Salamanca según los estatutos del 1561 y obligatoria desde el 1594, sin que eso generase ni un solo documento por parte de Roma[4]. Estos estatutos también demuestran el auge de la astronomía. Este auge, acompañado por las nuevas observaciones de los cuerpos celestes, supuso el desfase patente del modelo geocentrista tolemaico. El propio Galileo contribuyó a este desfase con la publicación de sus trabajos sobre las fases en Venus y de las manchas solares en 1610, trabajos por los que fue felicitado y donde abogaba abiertamente por el heliocentrismo.
Paralelamente, en la Europa protestante, las cosas eran diferentes. Kepler, díscipulo de Tyco Brahe (quien planteó el modelo geocéntrico más aceptado una vez abandonado el tolemaico), planteó otro modelo heliocentrista basado en el de Copérnico con la particularidad de describir órbitas elípticas. Los luteranos, que sí se adscribían a una interpretación literal de la Biblia y sí defendían que la Biblia enunciaba infaliblemente el geocentrismo, persiguieron duramente a Kepler, excomulgándolo e incluso acusando a su madre de brujería. Nada que ver con el trato que recibían los católicos heliocentristas, pues la Iglesia católica siempre ha sido mucho más abierta a interpretar las Escrituras que la infame literalidad protestante.
Galileo, conocedor de la situación de Kepler (con quien se carteaba) y conocedor de que la curia estaba examinando el heliocentrismo, se trasladó a Roma en el 1615 y comenzó una intensa tarea de propaganda heliocentrista. Ahí es recibido por sus amigos, incluido el futuro Papa Urbano VIII y San Roberto Belarmino, SJ, quienes le aconsejaron que hablara del heliocentrismo sólo como hipótesis y no como verdad probada. Este mismo año, respondiendo a la carta abierta a la Gran Duquesa, Belarmino vuelve a sintetizar el problema con la defensa férrea de Galileo del heliocentrismo[5]:
«Demostrar que las apariencias se salvan asumiendo que el Sol está en centro y la Tierra en los cielos no es lo mismo que demostrar que de hecho el Sol está en el centro y la Tierra en los cielos. Creo que la demostración para lo primero puede existir, pero tengo graves dudas sobre lo segundo; y en caso de duda, uno no debe abandonar las explicaciones de las Sagradas Escrituras de los santos Padres».
Es decir, aunque se puede demostrar que el heliocentrismo es plausible («salva las apariencias») no se puede demostrar irrefutablemente que es verdadero. El problema con Galileo no era el heliocentrismo, sino su defensa como verdad probada por encima de la interpretación tradicional de las Escrituras.
Galileo, quien prácticamente toma esta carta como un desafío, comienza a difundir a principios del 1616 su prueba del heliocentrismo basada en las mareas. Pero apenas unos meses más tarde, Belarmino convoca a Galileo: sus pruebas no son convincentes y le informa de la decisión de la congregación del índice, que publica un documento declarando el heliocentrismo «falso y absolutamente contrario a las Escrituras» y añade el libro de Copérnico al índice de libros prohibidos[6]. Este suceso, enarbolado como máximo exponente de la represión del heliocentrismo, no evita que en 1620 se publicara en la misma Roma el libro de Copérnico con algunas correcciones. Galileo es ordenado a renunciar al heliocentrismo y a no volver a enseñarlo como verdad probada.
Galileo acepta, pero sigue trabajando en su argumento sobre las mareas que culminan en 1632 con la publicación de Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo, donde tres personajes discuten sobre el modelo tolemaico y copernicano. Aunque en un principio Galileo defiende que es un ejercicio intelectual de contraposición de sistemas y no una defensa del heliocentrismo, es bastante indicativo que el personaje que defiende el geocentrismo se llama «Simplicio» y hace honor a su nombre. En el juicio del 1633, Galileo reconoce haber desobedecido las ordenanzas de 1616 y haber escrito una obra que enseña el heliocentrismo como una verdad probada, y aunque abjura del heliocentrismo, insiste que no cree en él desde su renuncia del 1616[7].
Años más tarde, el tránsito de Venus probaría las órbitas de Kepler frente a las de Copérnico. La publicación en 1687 de la Ley Universal de la Gravedad en el Principia de Newton concluiría el giro coperniciano demostrando que tanto la Tierra como el Sol se mueven, por lo que ninguno está fijo en el centro. El libro de Copérnico saldría del índice en 1758, cuando estaba plenamente aceptado que tanto la Tierra como el Sol se movían. Aún así, nada de esto supuso el abandono de sistemas explicativos geocéntricos y heliocéntricos. De hecho, el modelo de Tycho, haciendo a la Tierra móvil pero situada en el centro, salva apariencias hasta la relatividad general en 1915[8].
Resulta llamativo ver cómo Galileo se obsesionó con su teoría de las mareas. En su diálogo, increpa que Kepler, quien propuso una teoría sobre las mareas prácticamente igual a la vigente, haya cedido al «dominio de la luna sobre las aguas, propiedades ocultistas y demás puerilidades [pese a su mente abierta y aguda]». Lo cierto es que el propio Galileo se dio cuenta de su obstinación. En el juicio, sí tenemos constancia de una frase suya, muy diferente a la que abría el artículo: «Mi error, lo confieso, ha sido de ambición vanagloriosa, pura ignorancia e imprudencia»[9]. Después del juicio, publica un nuevo diálogo (Dos nuevas ciencias) donde Simplicio pasa a mantener argumentos que Galileo había mantenido. En lugar de centrarse en el heliocentrismo, habla sobre todo de mecánica e incluso sienta las bases para la primera ley de Newton. Este último diálogo, tras la renuncia efectiva de su obsesión con las mareas, se convertirá, probablemente, en su mejor trabajo. Ante estos hechos, queda al juicio del lector elegir qué frase representa a Galileo mejor.
Y es que esta confesión va más allá que la desobediencia al tribunal. Galileo, que durante toda su vida defendió que la verdad natural responde solo a las pruebas, falló al aplicarlo a su propia teoría. Ya en 1629 recibió una carta del embajador de la Toscana en España que le confirmaba que tampoco en el Atlántico ni en el Pacifico las mareas se comportaban como él decía. Él supuso que se debía al suelo de estos océanos, y mantuvo intacta su teoría. Reconocer su obstinación fue también un acto de honestidad intelectual. Es por ello aún más llamativo que la frase ficticia se haga pasar por más científica, cuando sólo es más orgullosa.
Por supuesto que hubo errores en el proceso de Galileo. Pero en su conjunto, no es un episodio por el que avergonzarse. Al contrario, la Iglesia demostró valorar y respetar los avances de las ciencias naturales sin renunciar a custodiar las verdades de Fe. Esta actitud abierta pero exigente, no solo no lastró las ciencias naturales, sino que fue lo que permitió que naciesen, precisamente, en los monasterios católicos y después en sus universidades.
En otras palabras, si asumimos que Galileo fue un fiel católico y la Iglesia no buscaba reprimir la ciencia, podemos leer la historia directamente, sin acrobacias supuestas ni frases apócrifas. Despojémonos de una vez por todas de la leyenda ilustrada. Cuando Galileo decía «dos verdades no pueden contradecirse», refiriéndose a las Escrituras y la Ciencia, lo pensaba de veras. Dejemos de mirar estos siglos de gran esplendor de la catolicidad como si todo científico tuviera miedo y la Iglesia fuera una institución represiva y supersticiosa. Galileo no era católico por error.
[1] «En el momento en que fue puesto en libertad, miró hacia el cielo y hasta el suelo, y, pateando con el pie, en un estado de ánimo contemplativo, dijo: “Eppur si muove”. “Aún se mueve”, es decir, la Tierra”». Baretti, Giuseppe (1757). «La Biblioteca Italiana»
[2] Los interesados pueden leer aquí.
[3] La carta traducida al castellano se puede encontrar aquí.
[4] Profundiza «La cátedra de matemáticas y astronomía en la universidad de Salamanca del siglo XVI» de Javier Alejo Montes. Ambos estatutos disponibles en el repositorio de Gredos: http://hdl.handle.net/10366/56658 y http://hdl.handle.net/10366/82862, respectivamente.
[5] Tomado de una charla del Dr. Chris Decaen, accesible aquí.
[6] «The Theological Status of Heliocentrism» (1997) J.S. Daly.
[7] Ibid.
[8] El artículo «A Semi-Tychonic Model in General relativity» (1998) de George L. Murphy explora este tema.
[9] «Galileo en Roma» (2003) William R. Shea y Mariano Artigas.
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº28 – ENERO 2024