El pórtico de la Cuaresma: el misterio de las tentaciones de Cristo
Rvdo. D. Tomás Minguet Civera, Pbro.
En la Santa Misa de cada primer domingo de Cuaresma escuchamos el Evangelio de las Tentaciones (Mt 4, 1-11). ¿Qué llevó al Señor a tal anonadamiento?, ¿por qué quiso ser tentado? Santo Tomás, contemplando este misterio, y sin ánimo de ser exhaustivo, da cuatro razones de conveniencia: para proporcionarnos auxilio, para nuestra precaución, para darnos ejemplo y para infundir en nosotros la confianza en su misericordia (S. Th. III, 41, 1, resp.). Tan altos y deseables títulos, mas no sólo ellos, nos impelen a volver constantemente sobre este pasaje y hacerlo objeto de nuestra meditación.
Podemos comenzar por una observación de principio. Las tres tentaciones que el Maligno lanza contra Cristo no son tentaciones inconexas, orientadas “simplemente” a que el tentado caiga en tres pecados puntuales. En esas insinuaciones luciferinas está, como precisa el Aquinate, «la materia de todos los pecados» (III, 41, 4, ad 4) y, por ende, toda una cosmovisión, toda una forma de entender el mundo y al hombre. ¿Cuál? Lo que supone una vida sin Dios y contra Dios, ese “proyecto” con el que la antigua serpiente ha logrado configurar el mundo –del cual es el príncipe (Jn 12,31; 2Cor 4,4).
Cristo, por su parte, combate y vence, mostrando el verdadero plan de Dios sobre el hombre –qué significa ser hijo de Dios– y enseñándonos a combatir contra los enemigos del alma –demonio, mundo, carne–. Él rechaza las tentaciones con aquello de lo que rebosa su Corazón: una vida de filial obediencia a Dios. Es ahí hacia donde debemos mirar cuando combatimos (¡debemos combatir!, ¡se puede vencer!) y donde se halla el sentido último de las armas de la cuaresma: oración, ayuno y limosna (obras de misericordia).
Santo Tomás, al abordar la primera tentación explica que el Maligno, como hizo con los primeros padres, viendo en el Señor a un hombre justo pero hambriento, lo tentó primero con el alimento (lo cual es una necesidad legítima) o, más en concreto, con el modo de adquirirlo. «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». La tentación era sutil, porque no es pecado comer cuando se tiene hambre, ni es pecado, per se, obtener comida por vía milagrosa. El pecado al que resistió el Señor radicaba en el desorden (i.e., salirse del orden divino) a la hora de obtener el alimento: «es desordenado (inordinatum) que alguien pretenda procurarse por vía de milagro el sustento que puede adquirir por los medios humanos» (III, q. 41, a. 4, ad 1).
La tentación demoniaca dice, pues, que se puede desobedecer a Dios si uno lo necesita para satisfacer su carne. Así lo hizo con Eva cuando le dijo que, por desobedecer a Dios en algo tan bueno como comer, no iba a morir, como si le explicara: “Dios es muy bueno y el autor de tu carne, y no puede querer que sufras, no puede permitir que pases necesidad o privación… Si es necesario saltarse sus mandamientos para no sufrir, es evidente que a Dios le va a parecer bien”. El Maligno puso así a Eva en la lógica de lo que San Juan llama «la concupiscencia de la carne» (1Jn 2, 16): primero va el pan y luego Dios, o Dios está al servicio de lo que la carne necesita. Lo primero ya no es, pues, el Bien y la Verdad, sino la propia satisfacción. Es la mentira del hedonismo, por la que tantos son corrompidos. Por esta trampa fue seducido el sabio rey Salomón, a cuyas mujeres entregó su cuerpo y lo dominaron (Eclo 47, 19). Cuando Dios no es lo primero y absoluto, la carne sabrá encontrar, a través de tantos recovecos y autojustificaciones, el modo de controlarnos. Si nos domina la carne, estamos ciegos a la sabiduría de Dios y a merced del Malo. De hecho, Santo Tomás asocia algunos vicios de la prudencia (los que son manifiestamente opuestos a ella) a la lujuria (II-II, q. 53, a. 6), y ésta a la ceguera del alma (II-II q. 153, a. 5).
Cristo responde sin ambages: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”» (Mt 4, 4). Antes que toda necesidad corporal va la vida del alma, que se nutre de la Verdad, de vivir de Dios. Esto va primero porque el alma pertenece a un orden superior al del cuerpo.
Por eso el Señor proclamará en otro lugar «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5, 5). “Los que lloran” no son los afligidos sin más, sino los que, por la purificación de las lágrimas, se han liberado del dominio de los placeres. Éstos lloran porque tienen un corazón purificado y les duele, como a Cristo, ver cómo la impureza, la avaricia y el egoísmo corrompen el mundo y ciegan la mirada.
Entendemos ahora la necesidad y el poder del ayuno, de la lucha contra la carne. Es una lucha por la limpieza del alma para poder ver a Dios y las cosas al modo de Dios. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Para ser libres del placer (no para negarlo) y que no sea éste quien guíe nuestra vida. Para poder llegar a esta libertad, el hombre debe anteponer, como dice el Señor, la palabra de Dios, la Verdad, aunque le cueste su vida. Antes morir que pecar. Ésta es la recta antropología, así hemos sido creados.
La segunda tentación ocurre en el templo, lugar del culto a Dios y centro neurálgico de las finanzas del pueblo de Israel. Allí, en el alero, el Maligno hace otra propuesta a Cristo: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”». La malvada sugerencia va acompañada de un razonamiento bíblico-teológico, lo cual es muy significativo.
¿Qué está proponiendo el Demonio?, ¿por qué es tentador hacer algo tan extravagante como tirarse desde lo alto del templo con la convicción de que, por ser uno religioso o creyente, Dios lo protegerá del golpe contra las piedras? Por un lado, es una tentación de ostentación y vanagloria: el Diablo «pasó a aquella tentación en que a veces caen los varones espirituales, es decir hacer algo por ostentación (ad ostentationem), incurriendo así en vanagloria» (III, q. 41, a. 4, resp.). Efectivamente, como el Tentador ha visto en Cristo a un hombre espiritual que ha vencido una tentación carnal ¬¬–la vanagloria sabe seguir a las victorias–, le induce a la vanagloria espiritual (cf. III, q. 41, a. 4, ad 2).
Por otro lado, pensemos a qué tipo de ostentación está induciendo el Tentador. No es sólo salir ileso de una caída física; es salir ileso de una caída más peligrosa y culpable. Consideremos, en efecto, lo que se veía desde el alero del templo. Allí abajo estaban «las mesas de los cambistas», toda esa febril y turbia actividad económica por la que Cristo llamó al Templo –que debía ser «casa de oración»– «cueva de ladrones». La alternativa fundamental: o Dios o Mammón. Si no se sirve a uno se sirve al otro (cf. Lc 16, 13).
El Maligno había visto que Cristo era piadoso, que citaba la Escritura, que ayunaba, y sabía (¡sabe!) que hay una tentación con la que se puede vencer a los religiosos, a los que están seguros de que están del lado de Dios y conocen la ley. Es la tentación de que “si desde el culto a Dios bajo al mundo del dinero, no me haré daño porque Dios me cuidará”. Es la vana creencia de que “ya que soy religioso, ya que sirvo a Dios, y rezo, y tengo autocontrol, y conozco la Ley, no puedo ser corrompido («como los demás», Lc 18, 11) y, puedo, por tanto, acumular dinero y hacer buen uso de él, o, al final, incluso mal uso, incluso lo que Dios prohíbe. Porque tengo buenos fines, porque yo sé lo que hago”. Es lo que pasó con los fariseos, que «eran amigos del dinero» (Lc 16, 14). Con Judas, que administraba la bolsa del dinero. ¡Cuántos sacerdotes han caído corrompidos por el dinero, porque pensaban que a ellos no les pasaría lo que a los simples mortales! Y con esta desobediencia, las otras.
Como dice nuestro Divino Maestro, eso es tentar a Dios. Y no es infrecuente hacerlo, como leemos en este evangelio, con razonamientos teológicos y justificaciones inteligentes que relativizan el mal o que, incluso, lo justifican. Santo Tomás explicará en otro lugar que los vicios falsamente semejantes a la prudencia tienen su raíz, precisamente, en la avaricia (II-II, q. 55, a. 8).
Por eso, quien no tienta a Dios, ni violenta su Palabra, es el bienaventurado pobre de espíritu, que se ha esforzado por arrancar de su alma el amor al dinero por la limosna y la austeridad. El pobre de espíritu puede poseer el Reino de Dios porque está desposeído del amor a este mundo (dominado por el Dinero). El pobre de espíritu, lleno de temor de Dios, no tienta a Dios, sino que lo sirve.
Llegamos a la última tentación. A Cristo se le ofrece, directa y descaradamente, el poder a precio de la adoración del Malo y «del desprecio de Dios» (III, q. 41, a. 4, resp.). Es la soberbia última y el gran engaño. Tratando de “liberarse” de Dios y de no servirle, el hombre impío acaba sometido a Beelzebub, padre de todas las ideologías que aniquilan la tierra so pretexto de libertad.
La respuesta de Cristo es tajante: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto». La adoración a Dios es la forma cabal de vida. La única realista, la única sabia. Es la Santa Misa. Es lo que hacen los mansos de corazón, que heredarán la tierra. La tierra es para los que, adorando al Único Dios Verdadero y Bueno, han renunciado a dominar al otro y han tomado el camino de la bondad. El orden cristiano del mundo, la Cristiandad, es cumplimiento de esta bienaventuranza: un mundo ordenado, en todos sus ámbitos, por la obediencia a Cristo Rey.
Cada Cuaresma somos vueltos a instruir en estas verdades perennes, para no olvidarnos de combatir el buen combate de la fe y de la vida cristiana, desde las justas coordenadas, con lucidez sobre qué defendemos y sobre quiénes son los enemigos contra los que combatimos. Somos también exhortados a ejercitarnos de un modo especial, más intenso, en la oración, el ayuno y la limosna, en la penitencia cristiana. Así, «teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios» (Heb 12, 1-2).
PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº29 – FEBRERO 2024